de la abundancia del corazón hablan los labios

de la abundancia del corazón hablan los labios

Hemos dicho muchas veces como nos hubiera gustado que Jesús hubiese bajado de la Cruz y hubiese puesto a todos en su sitio dejándolos boquiabiertos, pero yo creo que, nos hubiera gustado de la misma manera, que después de resucitar se hubiera aparecido al Sanedrín, a los que realizaron la ejecución, a los verdugos y a todos los que tuvieron algo que ver en la crucifixión para decirles: ¡Mirad, aquí estoy yo, he resucitado! ¿Ahora que tenéis que decir?
Sin embargo Jesús, una vez más vuelve a darnos una lección de humildad, de respeto, de fidelidad al plan de Dios y en vez de deslumbrar, hace alarde de su porte, de su valor, de su serenidad… y vuelve para calmar las necesidades de esos que tanto le necesitan en ese momento: Los suyos. Y lejos de venir a darles lecciones y adiestramiento para sobresalir ante sus perseguidores, viene para ofrecerles su ayuda, para preocuparse de cómo están, de qué necesitan, de qué sienten e su corazón… irrumpe en su vida de una manera que nadie lo hará nunca. Va de uno en uno, les hace sentirse especiales, les responde a sus preguntas, les muestra un horizonte de vida que nunca habían soñado… les va invitando a vivir sencillamente lo que le habían visto vivir a Él.

A María Magdalena la busca personalmente y entra hasta su fondo para decirle: “Mujer ¿qué te pasa? ¿Cuál es el motivo de tu tristeza? ¿A quién buscas?” Y llega hasta el Cenáculo para alentar a Tomás en su falta de Fe “Tomás, aquí estoy, compruébalo por ti mismo. Te entiendo. No te preocupes que sigues siendo mi amigo lo mismo que lo eras antes” ¡Señor! Tú eres mi Señor y mi Dios, ¿a quién iremos fuera de Ti?
Pero Jesús no se conforma con llegar a los cercanos, Él quiere estar cerca de todos los que lo buscan de cualquier manera. De los que lo buscan sin encontrarlo y de los que lo encuentran sin buscarlo. De los que se van decepcionados y de los que siguen, aunque sea sumidos en la resignación. Jesús no hace acepción de personas, Jesús ha muerto y ha resucitado para todos.
Por eso sale a los caminos para seguir buscando a los que quieren abandonar y lo mismo que lo hacía cuando estaba con ellos, se acerca a dos que caminan tristes y desalentados; los sucesos acaecidos los han desinstalado y han decidido poner fin a la pesadilla.
Y lo mismo que con los demás: Jesús vuelve a conversar con ellos.
Yo creo que Jesús debe de ser un buen conversador, ¡aunque los modernos no tengamos tiempo de hablar con Él demasiado!

Hay un libro de Sergio Ledesma que se titula “Somos lo que Conversamos” Y es que la mejor manera de conocer a una persona es escuchándole, viendo su manera de expresarse, su vocabulario, su compartir… De tal manera que, una buena conversación siempre gusta a todos, ella produce sosiego, serenidad… ella hace la vida más agradable.
Pero por desgracia esto se ha perdido. Hoy ya no se habla, Hoy se “Chatea” Es verdad que chatear sigue siendo una conversación, aunque sin vernos, sin sentirnos, sin mirarnos a los ojos, sin escucharnos… En fin, me atrevería a decir que es una conversación “descafeinada” pero conversación al fin y al cabo.
Pero lo importante no es eso. Lo importante es, que cuando los discípulos valoran lo que han compartido con Jesús lo primero que surge es el sosiego que les produce, lo que sintieron en su fondo… ¡Cómo ardía nuestro corazón! Dirán los que van camino de Emaus. Y ahí está la clave en observar lo que nuestra conversación con los demás produce en su fondo.
De ahí que fuese bueno que hoy nos preguntásemos: ¿nos producen sosiego esas conversaciones que plasmamos al chatear o a veces nos producen ansiedad e incluso vergüenza? ¿Nos hemos preguntado alguna vez si estaríamos dispuestos a que nuestras conversaciones escritas pudiera conocerlas todo el mundo, como se puede airear lo que Jesús compartió con los que iban caminando? ¿Estaríamos dispuestos a que nuestras conversaciones con los amigos las pudieran saber nuestros hijos? Y lo que es peor ¿nos importaría que lo que conversamos fuera de casa o con los compañeros de trabajo lo pudiera conocer nuestra mujer, nuestro marido? ¿De qué conversamos? ¡Qué importante que nuestras conversaciones sean siempre edificantes! ¡Cómo debemos cuidarlas!
Pero todavía hay algo de mucho más calado. ¿Hablamos con el Señor? ¿De qué hablamos con el Señor? ¿Cómo hablamos con el Señor?
¿Nosotros rezamos? ¿Cómo lo hacemos? Porque a veces pasamos un tiempo rezando y ni siquiera sabemos lo que hemos dicho, eso no es hablar con el Señor y mucho menos orar.
Orar es conversar con el Señor es decirle cosas bonitas, es alabarlo, es agradecerle, es expresarle todo lo que nos sale del corazón… pero claro para hacer eso es necesario amarlo.
Y sé bien que, a veces no sabemos hacerlo, pero podemos pedírselo al Espíritu Santo porque Él siempre está dispuesto a ayudarnos. Podemos pedirle que sea Él el que nos diga cómo hacerlo, qué decir… porque cuando la persona se pone delante de Dios tal y como es no necesita fórmulas, ni hojas para leer, ni repetir oraciones que otros han hecho… De su corazón brota el agradecimiento, el pedir perdón, el decirle al Señor lo frágiles que somos, el pedirle que nos ayude a perdonar a cuantos nos han causado dolor.
Pedirle perdón por nuestras infidelidades, nuestras tristezas, nuestras envidias, nuestras angustias…
Y darle también gracias por todo lo que nos ha dado: la vida, la familia, la comunidad de hermanos… la fe, la esperanza, la libertad… Sin terminar habiéndole dicho que se cumpla su voluntad, porque sabemos que su tiempo no es nuestro tiempo ni su manera de hacer las cosas la nuestra. Y ahora sí, ahora callemos y pasemos un tiempo preguntándonos:
• ¿Qué hablamos con el Señor?
• ¿De qué hablamos con el Señor?
• Cómo hablamos con el Señor?

Pero esto no termina aquí. Todavía falta un pequeño detalle. Y nosotros ¿escuchamos a Dios? ¿Habla con nosotros? ¿Dé que habla? Él sí que tiene siempre una palabra hermosa que decirnos: “eres bello a mis ojos, ¡te necesito! Te llevo tatuado en la palma de mi mano; aunque todos te dejen, yo nunca me olvidaré de ti…” Y esa conversación de Dos con nosotros dura todo el día, lo que pasa es que no tenemos tiempo de escucharle, cada uno estamos pensando en nuestras cosas, en nuestras ocupaciones, en nuestras preocupaciones y no somos capaces de entender, que ni siquiera hay que estar muy atento para darnos cuenta de todo los que nos dice.
La creación ¿no nos está diciendo algo de Él? Las personas, las circunstancias, la Sagrada escritura que leemos en la liturgia… ¿no nos están diciendo algo de Él? El amanecer, los de nuestra casa, la enfermedad que nos ha sobrevenido, ese empleo que acaba de llegar sin esperarlo, ese viaje que estamos preparando, esa muerte que nos ha sobresaltado, ese nieto que ha nacido, esa palabra de Dios… ¿no nos está diciendo algo de Él? Dios está hablando con nosotros todo el día, no sirve la pregunta de ¿Señor por qué no me hablas, por qué no me escuchas? Sino hijo ¿por qué no escuchas a Dios? ¿Por qué no escuchas a tu Padre?

Prestemos más atención a ese Dios que nos acompaña y nos habla siempre. Dejemos que irrumpa en nuestra vida, que nos diga el plan que tiene preparado para cada uno de nosotros. Dejémonos transformar por Él como lo hicieron los apóstoles y sobre todo no pasemos por alto su invitación a vivir sencillamente su evangelio.

El perdón – La adúltera

El perdón – La adúltera

Después de este periodo de conversión, llega el momento de la Reconciliación. Reconciliación con:
• Nosotros mismos.
• Con los hermanos.
• Y con Dios.
Para ello es preciso silenciarnos, detenernos y bajar a nuestro fondo, para desde lo más profundo:

  • Descubrir la posibilidad que tenemos de sanarnos.
    • Dios no quiere personas resentidas, irritadas, quejosas…
  • Reconocer la herida que nos produce daño.
    • ¿Qué heridas nos dañan y nos paralizan?
  • La herida que hemos producido y daña a los demás.
    • Nuestra indiferencia, nuestro silencio…
  • Para descubrir que es lo que nos impide dar y pedir perdón.

En toda reconciliación el que toma, siempre la iniciativa es Cristo. Él es el gran protagonista y no nosotros.
Así, cuando nos encontramos de nuevo, ante su gran misericordia, llega a nuestra mente la actitud de Jesús que, sin negar la gravedad del pecado, se acerca al pecador para regalarle la confianza.

El pasado ya no cuenta, lo que cuenta es el “renacer“, lo que cuenta es el: “de ahora en adelante”

Por eso lo que tendremos que hacer de ahora en adelante será:

  • Estar atentos para reconocer a quienes hemos herido.
  • Tendremos que escuchar sus sufrimientos, sus reproches,
  • Tendremos que arrodillarnos a pedirles perdón.
  • Y, sobre todo, tendremos que abrirnos a su confianza y su acogida.

Sabiendo que, solamente, seremos capaces de sanar a los demás, cuando hayamos sido capaces de curarnos a nosotros mismos, y para ello tendremos que dejarnos sanar nuestra herida, acogiendo el perdón que se nos ofrece y abriéndonos a la confianza de los que nos rodean.

EL PERDÓN
Entrar en el perdón que Cristo nos ofrece supone dejar de creernos justos, dejar la arrogancia, la presunción; dejar de ser meros cumplidores creyéndonos mejores que los demás.

Porque solamente es posible acercarse a la novedad del perdón cuando nuestras manos estén vacías, pobres, disponibles… Más, si por el contrario, están llenas de piedras, esas mismas piedras oscurecerán todas las posibilidades de ver las actitudes de los demás con nitidez. Ya que para perdonar hay que vivir en la luz, hay que ver con claridad; hay que detectar, que uno está limpio x no cuando denuncia una culpa, sino cuando consigue mirar al culpable con respeto y caridad.

Pues lo que mancha a la persona es el desprecio, la acusación, el orgullo, el implicar al que se equivocó… Jesús nos enseñó lo que era el perdón, saliendo a buscar y a sanar a todos los que se habían desviado, entrando en el dolor de los desfavorecidos, llegando hasta lo más profundo de sus sufrimientos, regalándoles su afecto… sanando sus heridas, no sólo del cuerpo, sino también del alma, haciéndoles ver que Dios los amaba y devolviéndoles a cada uno la dignidad de hijos muy queridos de su Padre: Dios.

Más, la moneda del perdón tiene dos caras: Perdonar y pedir perdón. Y ¡qué difícil resulta ponerlo en práctica! Es verdad que cuesta pero merece la pena intentarlo. Por eso os invito a que seamos valientes, a que tratemos de ansiarlo. Es preciso amar más allá de la herida que nos hayan hecho y decidir amar por encima del dolor recibido, pues si lo hacemos así, os aseguro que quedaremos sorprendidos del sosiego y la paz que comenzaran a inundar nuestro corazón. Ya que vivir el perdón está por encima de dar y recibir. Está por encima de la simple disculpa, del “lo siento” Es un largo proceso necesario para que la herida cicatrice. Es un don recibido del Señor que tiene una doble finalidad: Curarnos a nosotros mismos y curar a los demás.

También puede llegar ese momento en el que creamos que alguien debe pedirnos perdón y no lo ha hecho; sin caer en la cuenta de que la persona humana es muy limitada, de que no todos tenemos la misma capacidad de perdonar y de que ninguno podremos entrar en la intimidad del otro para ver cual es el motivo que lo ha llevado a tener un determinado comportamiento.
Sin embargo hemos de darnos cuenta de que, algunas veces, todo esto pasa desapercibido para nosotros. Nos parece bonito el planteamiento pero:

• ¿Soy capaz de pedir perdón por esa herida que hice?
• ¿Por qué me cuesta tanto pedir perdón y perdonar?
• ¿Tengo heridas cerradas en falso?
• ¿Qué veo en los otros que me ayuda a pedir perdón?
• ¿Qué ven ellos en mí, cuando no son capaces de pedírmelo?

Nos adentraremos en el evangelio para comprobarlo:

“Los letrados y fariseos le traen, a Jesús, una mujer cogida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adulteras Tú ¿qué dices? (Juan 8, 1 – 11)

Aquí está. Un grupo de escribas y fariseos irrumpe bruscamente donde se hallaba Jesús, trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio” Jesús mira la escena, ve a una mujer aterrada y al resto de los curiosos expectantes. Nadie se ha preocupado de llegar a su intimidad, nadie se ha preocupado de sus sentimientos, de lo que le ha llevado a esta situación… simplemente se detecta que esta humillada, horrorizada y condenada por todos. A ninguno de los presentes le preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le ha preguntado nada. Ha sido condenada de antemano. Los acusadores se han preocupado de airear “La Ley de Moisés que mandaba apedrear a las adúlteras” y le piden a Jesús una respuesta en nombre de esa Ley. Pero Él calla.

Jesús no niega la gravedad del pecado pero no cesa de acercarse al pecador para regalarle su confianza, su acogida, su perdón. El pasado no cuenta lo que cuenta es el renacer, el “de ahora en adelante”

“Entonces, incorporándose les dijo: el que esté sin pecado que tire la primera piedra. Ellos al oírlo se fueron escabullendo, empezando por los más viejos” (Juan 8, 7 – 10)

¡Qué belleza! Cuando Jesús perdona tiene dos actitudes: primero el silencio, Él calla. “No he venido a juzgar al mundo…” nos dirá en el evangelio, por eso huye de ese debate que tanto nos gusta a los que queremos justificarnos.

Jesús calla porque con su silencio quiere gritarnos que sus leyes son distintas a las nuestras, que su ley se basa solamente en la misericordia. Y sigue callado hasta conseguir que esa misericordia se grave en ese corazón de carne que cada persona llevamos dentro. Él sabe muy bien que la misericordia es fecunda, crea, hace vivir….

Y, después del silencio, una mirada de bondad. Una mirada nueva, distinta a la nuestra; una mirada capaz de ver todo lo que se esconde bajo la costra de cada persona; una mirada para observar sus errores, sus defectos, sus infamias… Pero Jesús, con esa mirada, quiere llegar hasta el santuario de cada persona donde anida el deseo de abrirse a la gracia para encontrarse con Dios.

Y ahora sí, llegan las palabras esperadas, las palabras que inundan el corazón, las palabras que te devuelven a la vida: ¿Nadie te ha condenado? Pues Yo tampoco. ¡Estás perdonado!, perdona tú del mismo modo, luego vete no peques más.

La vuelta a casa

La vuelta a casa

Volvemos a estar ante unos versículos del evangelio que nos desbordan ¡pero nos gustan! Los personajes nos seducen y parece que anhelamos volverlo a escuchar, sin embargo quizá no hayamos profundizado en él debidamente, no hayamos sido capaces de preguntarnos qué es lo que –esos personajes- nos dice a cada uno en particular. Por eso, os invito a que este año, con nuestra realidad presente, con las circunstancias actuales que se nos van presentando… nos preguntemos:
• ¿Qué me quiere decir a mí, el Señor, con esta parábola?
• ¿Qué quiere enseñarme este año y en este momento concreto?

A mí este año, me gustaría detenerme más en las actitudes que en los hechos, me gustaría observar lo que alberga el interior de cada personaje, pues las verdaderas razones por las que se toma una decisión importante, se desarrollan en el interior de la persona, en lo más profundo de su ser.
Al hacerlo así, lo primero que observo, es que este relato está construido en forma de ida y vuelta; algo que coincide con la manera que tenemos de actuar en este momento de la historia. Los compromisos serios duran poco y asustan tanto, que raramente se suelen acoger, preferimos ir y venir de un sitio a otro, que instalarnos en el proyecto salvador que Dios ha pensado para cada uno de nosotros, pues es mucho más fácil quedarnos apegados a nuestras razones, que ceder a ellas. ¡Qué bueno sería, tomar en ese momento una dosis de humildad!
Pero claro, si se trata de volver, es porque antes nos hemos tenido que ir. ¿Y quién puede decir que no se ha ido nunca? ¡Nos hemos ido tantas veces!
Sin embargo no siempre nos hemos ido por el mismo motivo, ni todos nos vamos por la misma circunstancia, por lo que tampoco volvemos todos de la misma manera, pero lo realmente importante es volver.
Podemos comprobarlo en el mismo evangelio, el hijo pródigo vuelve arrepentido y desandando sus malos pasos; mientras los discípulos de Emaús hacen el camino de vuelta, decepcionados ¡hay tantas maneras de volver!

Pero llegamos a la gran enseñanza para todos existe la misma manera de ser esperados. El Padre en persona, sale a esperar a cada uno en particular, para recibirlos con los brazos abiertos.

Más, volvemos a la parábola. El relato comienza diciendo que el hijo menor “pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde” De todos es conocido este requerimiento del hijo, pero lo que quizá no nos hayamos parado a preguntarnos es: ¿qué le llevo a tomar esta decisión? ¿Qué había en la casa del Padre que a Él le desbordaba? ¿Qué sentía en su corazón?
Al detenernos simplemente, en la actitud que toma, podemos ver un hijo osado, atrevido, con modales que no son recomendables… lo que se vive de amor y ternura en la casa del Padre no puede soportarlo, la incoherencia de los que le rodean le repele y… poco a poco, su corazón se va endureciendo, la tristeza se va apoderando de él, su frialdad va llenando de vacío su interior, se siente asfixiado y aparecen las ganas de huir… No puede aguantar la mirada del Padre, ni sus caricias, ni su comportamiento…, tampoco le gusta la manera de vivir de los otros: su egoísmo, su orgullo, su presunción… se siente relegado, incomprendido, despreciado… A él le gusta deambular por el camino fácil, por lo que no cuesta, por lo que le hace pensar solamente en él… le gusta sobresalir y solamente vive para acumular riqueza y darse todos los gustos posibles… Él no ignora el daño que su actitud va a hacer a su padre, pero no es capaz de comprender que su padre quiere lo mejor para él y no le importa tomar la decisión equivocada.

Pero no tenemos que irnos tan lejos para detectar este comportamiento. Vemos con tristeza, que también se ha ido mucha gente de nuestras iglesias y aunque lo hayamos comentado, no hemos sido capaces de preguntarnos: ¿Qué buscaban en ellas que no encontraron? ¿Qué daños les produjo en el alma: nuestro egoísmo, nuestra indiferencia, nuestro comportamiento, nuestros ritos vacíos…? ¿Fuimos capaces de intentar llegar a su fondo, de detectar lo que se fundía en su corazón: su dolor, su sufrimiento, su necesidad de afecto…? ¿Qué daños se llevaron en su fondo? ¿Qué nos impidió el arrodillarnos para curar sus heridas?

Mas, ¡qué tristeza que nos resulte tan familiar esta manera de vivir del pródigo! No podemos obviar, que es esto mismo lo que le pasa hoy a nuestra sociedad. Quiere huir de la moralidad, de la exigencia, de la honradez, de la verdad, de la honestidad… Y para ello, lo primero que tiene que hacer es alejarse de la mirada del Padre. Así vemos como se han ido quitando las imágenes religiosas de nuestro ambiente. No hace mucho, en los lugares emblemáticos de nuestra actividad: en nuestra casa, en hospitales, colegios, en sitios oficiales… siempre había un Cristo presidiéndolos pero dañaba su presencia y -como el pródigo tiene la osadía de apartarse de su Padre- nosotros hemos tenido la osadía de quitarlo, de prescindir de Dios.
Lo que nadie dice es, que sin Dios la vida se vuelve un problema, que el ser humano termina perdido y que cuanto emprende acaba mal –como dice el Salmo-, porque al final lo queramos o no, todo lo habremos perdido, todo lo habremos malgastado… pues lo mismo que el pródigo malgasta la herencia, las personas sin Dios malgastan las fuerzas, los dones, las capacidades que Dios les ha dado… malgastan la vida.

Pero cuidado, cada uno somos responsables de nuestros actos y, aunque como el pródigo, sigamos huyendo y abandonando la casa del Padre -porque creamos que se nos pide demasiado, porque se nos pida un compromiso que no estemos dispuestos a aceptar, o porque lo que hoy prima sea el amarse a sí mismo sin pensar en los demás… lo queramos o no, tendremos que acatar los efectos de nuestros actos , pues nadie pagará las consecuencias por nosotros por muy allegados que sean; las pagaremos nosotros mismos.

Sin embargo vemos, que el pródigo no tarda mucho de experimentar otra clase de vacío. El vacío provocado por el hambre y es esta clase de vacío la que se convierte en el punto de partida en su deseo de volver a casa. Se da cuenta de que él que lo tenía todo, solamente desea comerse la comida de los cerdos (Lucas 15, 11 -16)
Y esta experiencia del hambre, es la que le da la fuerza suficiente para ponerse en pie y la humildad para volver. ¡Qué bueno sería que también nosotros tuviésemos la experiencia de sentir hambre de Dios! Sin embargo, vemos con dolor, que la gente se instala en su hundimiento y se queda metida en el socavón. Con lo fácil que le resultaría ser capaz de decir como el pródigo ¡me he equivocado! ¡He fallado! Pero lo reconozco.

Y el hijo vuelve en una disposición de humildad. “No merezco ser hijo tuyo…” “Trátame como a uno de tus jornaleros…” En su camino equivocado ha sido capaz de dejar entrar en su vida el gran don de la disponibilidad, no solamente se ha arrepentido, sino que además vuelve con la experiencia de la disponibilidad. Ya no viene exigiendo, viene pidiendo perdón.

Esta es la gran lección que nos está dando esta parábola. La tarea de saber arrepentirnos y pedir perdón. Porque si queremos vivir la misericordia de Dios, necesitamos transitar por el camino del arrepentirnos, sabiendo pedir perdón con humildad y disponibilidad.

Pero es necesario traer también a nuestra reflexión, a esa otra clase de hijos que, como el mayor de la parábola no pueden entender la generosidad del Padre y son incapaces de pensar en el perdón.
Son, esos hijos, que se han quedado en casa viviendo una fría honradez; teniendo una conducta virtuosa pero tan estrecha que los separa de todos; reducen la vida, de la casa del Padre, a una cuestión de reglas y prohibiciones, pero se quedan sentados cómodamente, sin ser capaces de dar un pasos por los demás
Y es que, el hijo mayor se ha quedado con el Padre, no porque lo ame sino porque le interesan sus bienes. Se queda, porque cree que le pertenecen esos bienes que el padre consiguió con su trabajo, ya que al parecer, él no había trabajado en su vida.

El hijo mayor se cree merecedor de todo, ha perdido el sentido de la gratuidad y es incapaz de ver que cuanto tiene es un regalo, porque el Padre no tiene ninguna obligación para con él. Que los bienes son del Padre y nadie puede venir a pedirle cuentas de cómo ha de usarlos.

Es aquí donde entramos nosotros, los que somos incapaces de ver, cuántas veces nos encontramos pendientes de lo que Dios perdona a los demás. Cuántas veces criticamos si una persona era de tal manera, de tal otra… y Dios la ha perdonado. Cuántas veces no entendemos que en la casa del Padre haya sitio para todos. Incluso nos permitimos criticar que haya un puesto privilegiado para el que vuelve arrepentido.
Pero el amor del Padre, está por encima de nuestra miserable conducta, hasta el punto de que es capaz de preparar un suntuoso banquete para celebrar la vuelta a casa del hijo.

Es asombroso que antes de que, el hijo, pruebe el cordero cebado y los manjares suculentos, tenga que probar el abrazo del Padre, su perdón, su acogida, sus signos: sandalias nuevas, anillo, el mejor traje… porque antes de saciar el hambre, el Padre se encarga de: hacernos recuperar la dignidad perdida y la condición de hijos. Antes de gozar de los alimentos, el Padre quiere que gocemos de la música y la fiesta, porque el Padre entiende como nadie, que lo primero que hay que sanar sea el interior de la persona.

Y sorprende comprobar, que la parábola del “hijo pródigo” nos sobrecoja o nos resulte tan atractiva, cuando este hecho se repite cada día, en cada Eucaristía celebrada y nosotros asistimos a ella sin haber percibido sus signos, sin dejar que el padre nos calce las sandalias, sin dejar que nos ponga el anillo y sin recibir el abrazo del Padre. Y… lo que es peor, que asistamos a cada Eucaristía, sin gozar de la música y la fiesta,

que es lo que da al corazón,
el contacto con la auténtica Vida.

llamados a cuidar el don

llamados a cuidar el don

La liturgia de este tercer domingo de cuaresma del ciclo “C”, quiere ponernos ante nuestra propia existencia, ante la verdad de nuestra situación personal para que tomemos conciencia de qué cosas deberíamos cambiar en nuestra vida y qué cosas nuevas deberíamos acoger en ella. Pues una vez que hemos revisado nuestra interioridad y nuestra experiencia de Dios, lo que ahora se nos pide es que revisemos qué papel juega Él en nuestra forma de vivir y en nuestra manera de comportarnos con los demás.

De ahí que, la parábola que se nos presenta para alertarnos de ello, nos esté mostrando la precariedad del ser humano y del mundo, para que nos detengamos en la maldad que nos rodea y en la culpa que vamos rechazando cada uno en particular, pues aunque nuestras faltas personales nos parezcan insignificantes, lo importante es descubrir en ellas nuestra condición de pecadores y nuestra necesidad de conversión.

Por eso, es preciso que no olvidemos, que la higuera que nos muestra el evangelio y que nos representa a cada uno de nosotros, está dentro de una viña: La Iglesia. Esa iglesia a la que todos pertenecemos y a la que todos amamos con mayor o menor intensidad. Una iglesia, a la que a mí me parece que se le ha colado el conformismo y que no le está haciendo ser la iglesia que Jesús había soñado al crearla.
Por eso sería bueno que hoy nos pusiésemos ante esas dos propuestas que Jesús plantea al pronunciar esta parábola. La primera: ¡cortarla de raíz! Pues ¿pues para qué la queremos si no da fruto? ¿Qué hace ahí ocupando sitio? La segunda, la opción del viñador –Jesús- dejarla un poco más, Él en persona se encargará de ella: la cavará, la podará, la abonará…
No puede estar más claro. Dios nos ha llenado de dones a cada uno de nosotros -que formamos la iglesia- para que juntos, llenásemos de carismas a su iglesia, pero con dolor vemos que la iglesia se va quedando improductiva, porque nosotros no hemos sido capaces de trabajarlos. Por eso ¡qué importante sería que hoy nos planteásemos esta realidad y procurásemos buscar la manera de salir de ello!

La verdad es, que aunque la iglesia se haya quedado improductiva, al mirarla su apariencia todavía es frondosa, se le ven bastantes hojas, su apariencia es –más o menos- boyante… pero se nos ha olvidado de que, lo que en realidad se nos pide no es la frondosidad, sino el que realmente dé fruto; por lo que, si vemos que no da fruto tendremos que preguntarnos qué hemos hecho con los dones que Dios depositó en ella al crearla.
Al ponernos ante esta situación, lo primero que percibimos es que se nos está apoderando el cansancio, el desaliento, la rutina…
Toda la vida en el mismo cargo, con la misma gente, en el mismo grupo… Entra muy poca gente nueva, siempre somos los mismos. Nos vamos muriendo por inanición. Somos conscientes de que nos vamos anquilosando, de que vamos perdiendo la libertad… pero nos resulta mucho más cómodo seguir pintando los barrotes de nuestra cárcel que dar un brinco y salir de ella.
También nos vamos Adaptando. Es verdad que hay gente que llega con ganas, que quiere vivir desde Dios… pero los que la rodean no se lo ponen fácil de ahí que elija el camino cómodo y se adapte al ritmo que llevan los demás.
Hay otros con un entusiasmo infantil. Siempre gozosos rodeados de los que les alagan, de los que les dan la razón… Discurriendo cómo aumentar las reuniones, cómo propiciar el dar a la gente eso que les gusta… y contando los éxitos por el número de seguidores, pero sin preocuparse de la calidad de lo que se ofrece.
Y caemos, en el conformismo. A mí me gusta así y no me pienso esforzar, mientras haya gente que le guste lo que hago ¿para qué quiero complicarme la vida?
Podría seguir poniendo más y más actitudes, lo mismo que las podéis seguir apuntando vosotros. Pero es curioso que en ninguno de los casos nos hayamos parado a discernir y descubrir por qué hemos llegado a esta situación y a ser capaces de preguntarnos: ¿Y, al dueño de la higuera, le gustará lo que sigue viendo en ella?
¿Quedará todavía alguien valiente como Jesús, capaz de abonarla, cavarla, quitarle las malas hierbas…?

Bien sé que, aunque se nos llame a ponernos ante esta realidad que tanto dolor nos produce, a nosotros no nos corresponde juzgar sobre la esterilidad o fecundidad de los demás y, aun menos, excluir a los que a nosotros nos parece que son productivos.
Necesitamos aprender del viñador y descubrir que, ante la falta de frutos se nos está haciendo una invitación a trabajar más en ella hasta conseguir las condiciones necesarias para que sea fecunda. El viñador nos alerta de que, lejos de caer en la tentación de endurecer el corazón al ver su esterilidad, decidamos cuidarla con mayor esmero, mayor amor, mayor dedicación… apostando siempre, como Él, por todo lo bueno que esconde el ser humano en su interior.
Nos lo dice con claridad el evangelio: ¿acaso pensáis, que vosotros sois mejores que los que ya han vivido esta realidad? ¡Pues os digo que no! Por tanto, qué importante será que no desoigamos esta llamada que se nos hace hoy a la conversión.
No dejemos pasar el tiempo sin hacer nada. Curemos nuestras impaciencias, mirando la paciencia de Dios. Bebamos de esa lealtad y ternura que Dios ofrece a su higuera, esa paciencia que sabe respetar el tiempo que necesita para madurar.
Miremos como nos lo muestra, el acontecimiento que nos ofrece el libro del Éxodo en la primera lectura. Esa Zarza ardiendo que no se consume, como imagen de ese Dios misericordioso, lleno de bondad, con un corazón que arde sin apagarse nunca. Aquí lo tenemos el “YO Soy” Soy el que se revela, el que actúa, el que libera, el que nos invita a mirar a la luz de la fe, a reconocer en nosotros y en el mundo su tarea salvadora, el que nos mueve a actuar ante tanta injusticia y tantos desajustes, el que hace posible que pasemos de la muerte a la Vida.
Pero esto no son palabras bonitas para leer, esta es una cuestión que ha de movernos por dentro. Porque:
• ¿De verdad creo, que Dios sigue salvando hoy?
• ¿De qué nos salva? ¿Cómo nos salva?
• ¿Y… qué papel jugamos los cristianos en esta salvación?

Pues ya veis. Ser cristiano no significa tener firmada una póliza que nos asegure la salvación, sin que nosotros tengamos que preocuparnos de nada. Por lo que sería fantástico que esto nos cuestionase y nos llevase a descubrir, qué forma concreta de compromiso queremos adquirir y cómo podemos mantener ese fuego encendido en nuestro corazón.
No pasemos por ello sin profundizar. Estamos en cuaresma, caminamos hacia el ciclo Pascual…

Simplemente, hagamos silencio miremos a Cristo y convenzámonos de que:
El “Don” más grande que poseemos,
nos lo regalaron desde una Cruz

Sé de quién me he fiado

Sé de quién me he fiado

Un año más llegamos al día 19 de marzo, día de S. José, en el que la iglesia celebra el día del seminario. Este año, con el precioso lema: “Sé de quién me he fiado” y posiblemente por ser día laborable tendrá menos incidencia que otros años. Por eso creo, que no puede pasar inadvertido para nosotros, ha de llevarnos a hacer un inciso, para pedir por los sacerdotes y ser generosos para ayudarles en sus necesidades.

No podemos olvidarnos de pedir por ellos, no podemos olvidarnos de pedir por las vocaciones, no podemos relajarnos ante una realidad que tanto nos afecta. Pidamos al Señor que siga enviando obreros a su mies.

Hoy más que nunca necesitamos estar a su lado, pues aunque nos parezca que es lo habitual entre nosotros, quizá no hemos dedicado el tiempo suficiente a preguntarnos ¿quién acompañaría nuestro camino hacia Dios si no hubiese sacerdotes? ¿Quién podría perdonar nuestro pecado si no hubiese sacerdotes? ¿Qué sería de nosotros si no hubiese un sacerdote para celebrar la Eucaristía? ¿Qué sería de nosotros si no pudiésemos recibir al Señor en nuestro corazón?… Sin embargo se nos olvida el orar por las vocaciones; se nos olvida ayudar para que puedan vivir dignamente; se nos olvida que, como personas que son, necesitan nuestra compañía, nuestro cariño, nuestra comprensión, nuestra apoyo…

También es necesario tener presentes a tantos sacerdotes como acompañan a los cristianos perseguidos, para que no les falte nunca nuestra oración y nuestra ayuda, a fin de que puedan perseverar en la fe y mantener su testimonio de fidelidad incondicional a Cristo.

Por tanto, recemos hoy, día del seminario, por todos los sacerdotes del mundo, por los que se preparan para serlo y por todos los que responderán a la llamada del Señor.
Y… valoremos a los sacerdotes. No olvidemos nunca su dignidad, su valentía, su dedicación… no dejemos de ver, como los ama Dios y cómo nos ama Dios a nosotros, a través de ellos.

Valoremos lo que junto a ellos hemos vivido y aprendido y estimemos lo que significa para nosotros, el que un día, al decirles Jesús ¡Ven y verás! lo dejasen todo y le siguieran.

Y, sobre todo, seamos agradecidos. Demos gracias por cada uno de ellos, desde el corazón.
Demos gracias por los de nuestra parroquia –cada uno la suya- que nos acompañan a diario, estando disponibles todas las horas del día para responder a nuestras necesidades.

Gracias por perdonar nuestros fallos en nombre de Dios.
Gracias por alimentarnos, cada día, con el Cuerpo y Sangre de Cristo.
Gracias por preparar con entusiasmo la liturgia, tratar con esmero la homilía y poner un gran cariño en las catequesis, gracias por preocuparse de manera muy especial, en la preparación bautismal, de juventud, del matrimonio… Sin olvidar la acogida y ayuda a los necesitados.

Y, sobre todo, gracias porque han tenido la valentía de ser:
Sacerdotes de Cristo

Tener experiencia de Dios

Tener experiencia de Dios

Si la semana pasada nos deteníamos ante la interioridad, esta semana se nos quiere presentar la experiencia, pues interioridad y experiencia son dos caras de la misma moneda y han de formar una unidad.

Jesús se pone ante sus discípulos y se da cuenta de que viven en la superficialidad. Ellos están muy bien a su lado, hasta se sienten importantes porque mucha gente les sigue, pero han sido incapaces de enterarse que Jesús los ha elegido para realizar una misión y mucho menos para darse cuenta de lo que eso implica.

A su lado han tenido muchas vivencias. Le han visto sanar, dar de comer en el monte, echar demonios, incluso le han visto resucitar muertos. Y Jesús sabe que estas vivencias no van a olvidarlas, pero también sabe que les falta experiencia, les falta vida.

Por eso quiere prepararlos para lo que va a venir, pues no es fácil lo que les espera y sin una profunda experiencia de Dios, les será imposible poder aceptarlo.
Y vemos que Jesús no se equivocaba, pues los discípulos en el momento que vieron mal las cosas, huyeron, negaron conocerle, se escondieron… y tomaron el camino fácil.

Al ponerme ante esta realidad observaba que es lo mismo que nos pasa a nosotros. En nuestra Iglesia hay muchas personas espirituales, que siguen a Dios de cerca, pero que no tienen experiencia de Él. Van a misa, asisten a grupos, escuchan conferencias… van a cuanto se oferta en la parroquia, incluso ayudan y son eficientes, pero no se dan cuenta que les falta la experiencia de Dios.
Porque no es lo mismo religiosidad que interioridad y solamente la interioridad lleva la experiencia. La religiosidad se puede aprender: yo voy a misa los domingos porque mi padre siempre me decía que tenía que ir, porque me lo enseñaron en el colegio, porque en mis tiempos se hacía así… Yo rezo el rosario porque me he acostumbrado a rezarlo todos los días. Yo rezo el rosario de la misericordia porque el Sagrado Corazón ofrece unas promesas al que lo reza… Y esto es fantástico y la iglesia sigue en pie por todas estas personas que rezan y se acercan a Dios. Pero la interioridad es algo más costoso. La interioridad es algo por lo que hay que optar, algo que hay que cuidar, hay que abonar, hay que alimentar… y a veces sin gana, sin ver en ello ningún progreso, incluso viendo que muchos reprochan esa manera de proceder… La interioridad hay que acogerla gratuitamente sin pensar en recompensas ni en recoger frutos y la mayoría de las veces siendo la persona relegada y criticada, cuando no insultada.

Y así lo vemos constantemente. No tengo tiempo para “subir al Monte con Jesús” decimos las personas de nuestro tiempo y, Jesús –como siempre desmontando nuestras teorías; ¿acaso Él pregunta a Pedro, Santiago y Juan si tienen algo que hacer cuando les invita a subir al Monte? ¡Quiero que subáis conmigo al Monte! Son sus únicas palabras.

Pero Jesús tiene los pies en la tierra y sabe que no sólo hay que subir, sabe que hay que permanecer y también hay que bajar.
Porque no podemos equivocarnos, no podemos estar en permanente subida al encuentro de la gloria de Dios, no podemos estar extasiados mirándole cruzados de brazos. Jesús, no se queda en el monte gozando de la gratitud y la amistad de los “escogidos” Jesús, baja para enfrentarse a la realidad del sufrimiento, de la oposición de cuantos le rodean y la perspectiva de la muerte.

Pero subir al Monte es importante, porque en él se descubre que Jesús es la revelación de Dios, que Jesús es el sacramento de Dios, el que revela al Padre. Y se nos enseña que nosotros –la Iglesia, la comunidad- que vivimos una experiencia de discípulos y caminamos tras sus pasos, hemos de ser el sacramento de Jesús. Porque lo que en el Monte hemos de aprender es, que ser sacramento es ser signo y que si Jesús fue la revelación del Padre, nosotros tenemos que revelar a Jesús con nuestras palabras, con nuestras actitudes, con nuestro comportamiento… De ahí la importancia de escuchar a Dios en el silencio, para aprender a describir lo que debe de ser la vida del cristiano.

Sin embargo, cuando ya le habían cogido “gustillo” a eso de estar en el Monte, Jesús dice a sus amigos:
¡Bajad del monte! Es necesario que compartáis con los hermanos lo que aquí habéis vivido.

BAJAD.-

Aprended que no se puede estar siempre en la cumbre que hay que mezclarse con la realidad por mucho que nos cueste.
Ha sido fantástico subir a la Montaña y encontrarnos con Jesús, pero hemos de bajar para dar testimonio de lo que allí hemos vivido, porque esto no es frecuente, ni se encuentra con facilidad.
Hay personas que teniendo fe viven en este mundo complicado, en el que les resulta difícil tener un compromiso de vida. Otros, personas de iglesia que vamos a misa y comulgamos todos los días e incluso hacemos oración, salimos de la iglesia y se nos olvida a lo que nos hemos comprometido con Jesús.
Por lo que yo creo que hoy es un día importante para preguntarnos:
• ¿Y yo subo a la montaña o me resisto a subir?
• ¿Cuándo subo, realmente, me encuentro con el Señor? Porque sé que hay personas que suben y no se encuentran con Él.
• Y cuando bajo ¿soy capaz de dar testimonio, de mostrar que merece la pena encontrarlo y que vale la pena vivir por él?

Qué importante será, que tomemos conciencia de que nuestro mundo necesita escuchar a Dios, en lugar de hacer tantos esfuerzos por sacarlo de su realidad.
Nuestro mundo necesita saber que, cuando el creyente se detiene para escuchar en el silencio a Jesús, en su interior percibe que le dice: ¡No tengas miedo! ¡Abandónate, con toda sencillez, al misterio de Dios! No importa tu poca fe, eso basta. ¡No te inquietes! Si eres capaz de escuchar a Jesús descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote a ti mismo y perdonando a los demás. Y si crees esto tu vida cambiará y conocerás la paz del corazón.

Por eso ahora, después de haber vivido esta experiencia, solamente nos queda: poner en manos del Señor todos nuestros pensamientos, sentimientos y acciones para que nos ayude a ser transparentes en medio del ambiente donde estamos situados, a fin de que los demás puedan verlo a través nuestro.
Y que nos haga sencillos de corazón, para saber vivir con alegría, con gozo, con paz… esta experiencia que se nos regala. Sabiendo que Él nunca nos abandona ni nos deja solos en la misión encomendada.
Pues como dice S. Pablo:

“Nuestro testimonio consiste en anunciar abiertamente a todos la verdad. Ya que no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor” (2 Corintios 4, 2 – 5)

Las sorpresas de la vida

Las sorpresas de la vida

La liturgia, nos presenta un año más, el miércoles de Ceniza –puerta de entrada a la Cuaresma- Con ello quiere ofrecernos un tiempo de tranquilidad y silencio, un tiempo de preparación para acoger el acontecimiento más importante de nuestra vida. Un suceso que está ubicado en el Triduo Pascual y que es: La Resurrección de Cristo.

Por eso este año quisiera que nos centrásemos en la preparación, en dedicar este tiempo privilegiado de la iglesia a mirar nuestro fondo, a descender hasta lo más oculto de nuestro ser, a descubrir ese secreto que Dios diseñó, para cada uno al crearnos y que escribió en lo oculto de nuestro corazón y… a orar largos ratos dejando que Dios nos descubra el por qué y el para qué de nuestra vida. Quisiera que fuésemos capaces de hacer una buena escala de valores y dejásemos ciertas costumbres y ciertos hábitos para penetrar en la vida de dentro, en la que de verdad cuenta. Que dejásemos tanta palabrería inútil, tanta letra hueca… para introducirnos en silencio en lo nuclear.

Sé que todo esto asusta, que echa un poco para atrás, que la gente solamente quiere oír qué acciones debería realizar esta cuaresma para vivirla a tope y sentirse justificado y, lo que es más, le gustaría que fuesen difíciles de realizar para que contasen más ante los ojos de Dios. Sin embargo se nos olvida con frecuencia que las cosas de Dios siempre son fáciles, sencillas… pero con calado; que las complicaciones están fuera de su mundo, que los que complicamos las cosas somos nosotros. Que un Dios que pone cargas no es nuestro Dios. Que nuestro Dios es un Dios que libera, que seduce, que se da… por eso es muy importante que nos dejemos hacer por Él. No importa los proyectos que tengamos entre manos, ni lo que nos gustaría realizar esta cuaresma, pues -será Él mismo– el que llevará a buen término lo que comenzó en cada uno de nosotros.

Somos un proyecto suyo y lo que realmente importa es el llegar a descubrirlo, pues no hay cosa más maravillosa en nuestra vida que la de tener experiencia de Dios. Orémoslo junto al Señor en este tiempo privilegiado, es necesario que comprobemos por nosotros mismos que lo más bello que tiene un ser humano es su interioridad, porque precisamente las cosas importantes de la vida se funden dentro de cada uno –en su fondo-.

S. Agustín que, aunque tarde llegó a descubrirlo, decía: ¡Tarde te amé! Yo te buscaba entre las cosas bellas que veía pero no te encontraba… no te hallé hasta que te busqué dentro de mí.
De ahí que os invite a quitaros agobios durante esta cuaresma, a deshacer la impaciencia, a romper muchos nudos, a no imponernos cargas que nos hagan vivir desasosegados… y, sobre todo a suavizar nuestro comportamiento.

Pues lo primero que comprobamos es, que vivimos nerviosos conjugando la semana Santa con las vacaciones, buscando sitios donde poder pasarlas, ver donde podemos disfrutar de todo… sin darnos cuenta de que ese proceder nos agobia, nos llena de compromisos, nos recarga de obligaciones… y nos impide llegar al silencio, al sosiego y a la paz que este precioso tiempo requiere.

Por eso la iglesia conocedora de todo esto, nos ofrece en la primera semana de cuaresma el evangelio donde Jesús es llevado al desierto para ser tentado. Y mientras nosotros hacemos toda la clase de esfuerzos para explicarlo, Jesús nos demuestra la serenidad con la que acepta el cumplir su misión. Y mientras nosotros desconectamos, de lo que nos están diciendo, a los dos minutos porque todos los años se nos habla de lo mismo, Jesús nos invita a que tomemos conciencia del alcance de la propuesta.

Ante las tentaciones, Jesús no decae. Ante las tentaciones Jesús presenta la fuerza que tiene la persona que vive junto a Dios, –que su vida es Dios- Y, lejos de caer en la tentación, pregona lo que realmente es importante y nos muestra que el Padre, su Padre lo lleva en sus brazos para que no decaiga.

Jesús, con su entrada en el desierto nos hace ver, que el que ha optado por el Señor, el que vive desde Dios y solamente quiere cumplir su voluntad, es un ser capaz de darse, capaz de sacrificarse para que los demás tengan vida, capaz de dejar a un lado lo superfluo para vivir lo esencial, capaz de compartir, de levantar al caído, de implicarse en las necesidades de los demás…

Jesús, dejándose tentar por el diablo, nos está diciendo que también a nuestra vida llegarán, cuando menos lo esperemos, las sorpresas más insospechadas  y vendrán en forma de tentación –como apunta el evangelio- y nos encontraremos con contratiempos, con gente que nos juzgará como no nos gusta, con personas que nos ofenderán, que nos marginarán… ¡Qué importante será estar atentos a ver como respondemos! Pues esa manera de responder nos alertará de cómo está nuestro interior.

Y ante nosotros llega la demostración. La respuesta que Jesús da al tentador muestra lo que su interior esconde. Él no evita la tentación sino que sale indemne de ella.
Y con esa actitud nos está mostrando lo que se nos pide en este tiempo de cuaresma: Oración, ayuno, limosna y penitencia.

¿Seremos capaces de llevarlo a cabo?

Os comparto unas citas tomadas de la Palabra de Dios por si pudiesen ayudarnos para la oración.

• “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 19, 13)
• “Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9)
• “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn 4,16)
• “Creer en la caridad, suscita caridad” (Papa Francisco)
• “Jesús, después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al final sintió hambre” (Mt 4, 1-2)

o Y nosotros ¿De qué tenemos hambre?
o ¿Tenemos hambre de Dios en esta Cuaresma?

Preferencias Apostólicas Universales Cía. de Jesús

Preferencias Apostólicas Universales Cía. de Jesús

Las Preferencias Apostólicas Universales son fruto de un proceso de discernimiento que ha durado casi dos años. Invitamos a todos los jesuitas a implicarse en él, junto con nuestros compañeros en la misión. Finalmente el Papa Francisco ha dado su confirmación en una reunión especial con el P. General Arturo Sosa. Las Preferencias ofrecen un horizonte, un punto de referencia para toda la Compañía de Jesús. Captan nuestra imaginación y despiertan nuestros deseos. Nos unen en la misión. Las nuevas Preferencias señalan cuatro áreas vitales en la situación actual del mundo. La Compañía de Jesús prestará especial atención a estas Preferencias durante los próximos diez años. Invitamos a todos a profundizar más en ellas y ponerlas en práctica con nosotros. Nuestro deseo es que signifiquen una inflexión, en la dirección que marca el Evangelio.

Podeis ver el vídeo del General de la Compañía, P. Arturo Sosa SJ, y las preferencias desarrolladas en : https://jesuits.global/es/uap

 

¡Llenad de agua las tinajas!

¡Llenad de agua las tinajas!

“Y había allí seis tinajas de piedra, puestas para ser usadas en el rito de las purificaciones de los judíos. Jesús les dijo: Llenad de agua las tinajas. Y ellos las llenaron hasta el borde”

Acabábamos el artículo anterior, -tomado de Las Bodas de Caná y titulado: “No ha llegado mi hora”- diciendo que por la sensibilidad y ruego de María, Jesús pasa de ser la persona -a la que acompañaban sus discípulos-, a ser la persona en la que hay que creer.

Decíamos también que, donde está María comienza el discípulo su camino de fe y aprende a descubrir quién es Jesús.

Y esto es precisamente lo que le pasa al maestresala. La frase contundente de María: “Haced lo que Él os diga” prodiga su aceptación  para hacer lo que Jesús le dijese y resulta que Jesús le dice algo incomprensible a su razón: “Llenad las tinajas de agua”

Todo ser humano guarda en su bodega alguna tinaja, lo que pasa es que nos cuesta tanto descender que no sabemos en qué situación se encuentra.

Sin embargo Dios, desde su infinito amor, llenó hasta rebosar las tinajas de nuestra bodega, pero las llenó de semillas. Semillas que cada uno hará crecer según sea su capacidad y dedicación.

Lo que pasa es que, hoy se habla tanto de todo lo que Dios hace por nosotros, que nos vamos olvidando de que cuenta con que todo ser humano realice, también, la tarea asignada.

La gente cree que como Dios lo hace todo ella no tiene nada que hacer, pero se equivoca. Los grandes santos que sabían mucho de esto lo entendieron a la perfección. S. Agustín decía “Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti” y S. Ignacio de Loyola: ¿Qué hago por Cristo? ¿Qué debo hacer por Cristo?

Lo vemos en el evangelio. Jesús para dar de comer al gentío quiere que le presten dos panes y cinco peces y cuando Jesús sana a Naamán el leproso le manda bañarse siete veces en el Jordán –Jesús siempre cuenta con nosotros para realizar su obra-

Pero, nosotros nos vamos descuidando y esas tinajas que Dios puso en nuestra bodega llenas de amor, de generosidad, de alegría, de fidelidad, de comunión, de paz, de perdón… con el tiempo se han ido vaciando. Unas veces porque hemos sacado sin reponerlas y otras porque de no usarlas se han ido evaporando y creo que no hay que insistir demasiado en ello para ver que hoy estamos sufriendo este problema.

¿Qué personas tienen tiempo para pararse a ver si las tinajas de su corazón están llenas o vacías? ¿Quiénes son capaces de percibir que en aquella bodega –de su fondo y en aquellas tinajas estaba la esencia, el símbolo del signo?

Este pasaje de Las Bodas de Caná se suele relacionar siempre con la vida matrimonial y es perfecto, pero nadie puede quedar excluido a la hora de interrogarse, pues todos tenemos una alianza con el Señor y todos podemos apropiárnoslo.

Qué bueno sería que nos preguntásemos por ejemplo ¿cómo va nuestro diálogo? El superficial perfecto, pero ¿y el diálogo profundo donde se deliberan las cosas de “dentro” y donde se pregunta cuál es la voluntad de Dios en nuestra vida?

Y ¿cómo va nuestro diálogo con Dios? Posiblemente el superficial también esté aceptable, pero… ¿y el diálogo de “dentro”? ¿Y el diálogo personal con el Señor?

Cuántas veces preguntamos al otro ¿qué es lo que te agrada de mí? Y cuántas nos preguntamos ¿qué es lo que a Dios le agrada de mi vida? ¿Hay que ayudar en algo?

¿Cómo están las tinajas de nuestro corazón? ¿Hay alegría para que lleguen al corazón de los demás, comenzando por nuestros hijos?

Y ¿cómo están las tinajas del corazón de un sacerdote, para que su alegría llegue al corazón de cada miembro de su parroquia? Posiblemente no nos lo hemos preguntado ninguna vez. Es demasiada la responsabilidad que estas preguntas conllevan como para estar indagando.

Somos incapaces de darnos cuenta de que, cuando aparecen los desajustes de la vida solemos  perder la paz, nuestra vida se agita y, a veces decimos –palabras hirientes de las que nos arrepentimos a los cinco minutos- pero que ya han hecho una herida de tal calibre que mostrará muchos años la cicatriz.

Otras veces radica en que, en lugar de afrontar la situación callamos, pero vivimos resentidos entrando en una espiral en la que ya no somos capaces de amar. Se nos ha finalizado el amor y ya no podemos perdonar, se han fragmentado las tinajas de nuestro corazón. Había comunión y eso se derramaba sobre los hijos que gozaban del amor de sus padres, pero ahora las cosas han cambiado y la vida de los hijos se tambalea, no saben a qué atenerse.

Había comunión y se derramaba sobre todos los miembros de la comunidad parroquial, pero al cambiar las cosas las divisiones se han ido adueñando de todos.

No somos capaces de darnos cuenta de que el principal problema  consiste en que, cuando se acaba el vino se acaba la fiesta y todos quieren marcharse. Allí solamente queda soledad, incomunicación y escepticismo, siendo los más perjudicados los más cercanos.

Pero hay una gran esperanza: esto se puede solucionar.

Hace poco le preguntaban en televisión, a un matrimonio que llevaban 60 años casados, ¿nos podríais decir el secreto de que vuestro amor haya durado tantos años? Entonces ella contestó: “es que en nuestros tiempos cuando una cosa se rompía la arreglábamos, no la tirábamos a la basura” ¡Es impresionante la contestación!

Pero le faltó decir que, en su tiempo y en el nuestro, seguimos contando con María para que interceda ante su Hijo para que obre el milagro, para que nos ayude a resolver el problema. No olvidemos que ella nos sigue repitiendo las palabras que llevan a la solución “Haced lo que él os diga”

Hagamos como el maestresala. Esperemos la respuesta de Jesús aunque sus soluciones no logren ser siempre aceptadas por nuestra mente estrecha y corta. Hagamos lo que Jesús nos dice. Y preguntémonos:

¿Qué nos dice –hoy- Jesús que hagamos?

En el día del enfermo

En el día del enfermo

Como todos sabéis hoy, día de la Virgen de Lourdes, es el día del enfermo. Y he pensado: ¡qué bien enlaza Dios las cosas! La Madre siempre arropando a cuantos están necesitados de sus cuidados.

Por eso, como es natural, no podía pasar este día sin tener un recuerdo, para todos mis amigos enfermos y para cuantos estén pasando un momento complicado, para cuántos me llaman para que oremos por ellos en la Adoración al Santísimo de los martes y para cuántos me habéis enseñado a enfrentar la enfermedad con valentía y fortaleza… a todos quiero deciros que os llevo en mi corazón.

Bien sé, que no somos muy proclives a decir a los demás que les queremos, que nos acordamos de ellos, que son importantes en nuestra vida… y, mucho menos a personas desconocidas con las que posiblemente no tengamos ningún contacto; pero hoy –por este medio que llega a todos- quiero acercarme a cuantos estáis sufriendo -sobre todos a los que más solos os encontréis- para deciros que admiro vuestra coraje y el gran valor que tiene para todos vuestro sufrimiento.

En este día del enfermo, os pongo ante el Señor. Y quiero hacerlo poniendo en sus manos y en su corazón, vuestro rostro y vuestra situación concreta, pues sé que sois sus favoritos y os ama de una manera especial.

También sé que es fácil decir cosas bonitas cuando se está en esa situación, pero nadie está bien indefinidamente. Por el dolor pasamos todos; unos antes, otros después; unos de una forma, otros de otra… pero nadie puede librarse de él. Yo también lo he conocido muy de cerca y he comprobado que en esos momentos Dios me llevaba en sus brazos lo mismo que ahora os lleva a vosotros.

Eso me ha enseñado que cuando la salud comienza a resquebrajarse, todo nuestro mundo se tambalea, los esquemas se trastocan, el corazón se suaviza y poco a poco vamos entrando en ese mundo de espera y abandono donde el dar y el recibir comienzan a formar una unidad. Pues ¿Quién más dado a dar y recibir que un enfermo?

Un enfermo es un ser desvalido. Hemos de tener una simple gripe y estamos a expensas de los médicos, del tratamiento, de ver si volveremos a sanar. Perdemos las seguridades que tanto apreciábamos y tan sólo nos encontramos con las manos tendidas y el corazón expectante. Dependemos de lo que vamos a recibir.
Pero un enfermo, sobre todo da: Da una perspectiva nueva de vida. Da humildad, da acogida, da agradecimiento… ¡Puede dar tanto un enfermo!

Así, nuestro querido Papa S. Juan Pablo II tan cercano a esta realidad, eligió el 11 febrero de 1984 para publicar la carta apostólica Salvifici doloris acerca del significado cristiano del sufrimiento humano, fijando al año siguiente esta misma fecha para instituir la celebración de la Jornada mundial del enfermo. Y decía –en la carta que escribió para tal evento- que lo hizo así, “porque quería que este día fuese un momento fuerte de oración y ofrecimiento del sufrimiento para el bien de la iglesia, así como una invitación para que todos reconozcamos en el rostro del hermano enfermo, el rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, realizó la salvación de la humanidad”
Por eso hoy, quiero hacer un llamamiento a todos, para que miremos el rostro de Cristo y veamos en él todas esas dolencias, esos males, esos sufrimientos, esas vidas segadas por la injusticia, por la miseria, por la marginación y con valentía seamos capaces de preguntarnos cuántas de esas heridas se han producido por nuestro egoísmo, por nuestra indiferencia, por nuestra apatía… Siendo capaces de mirarles de frente y ver a todos ellos, no como simples personas, sino como hijos de Dios queridos y privilegiados.

Pues todos ellos conforman en rostro de Dios. Por eso, Jesús al mostrar sus llagas nos está revelando a cada ser humano que sufre en el cuerpo o en el alma. Nos está presentando a la humanidad sufriente que, metida dentro de sus heridas, derrama sobre el mundo la sangre que conforta y el agua que regenera. Nos está expresando que cada persona que sufre a su lado, se convierte con Él en redentor del mundo.

¡Qué grandes sois mis queridos enfermos! ¡Qué dignidad la vuestra por haber elegido poner vuestros sufrimientos junto a los del Señor!

Yo querría pediros hoy, que os dejaseis besar por el Señor, lo mismo que se dejó besar el leproso del evangelio. ¡Cuántos seres de los que nos decimos sanos, vamos por la vida con el corazón lleno de lepra, sin quererla ver y sin dejarnos besar por el Señor! Pero vosotros no. Vosotros sois especiales, vosotros podéis saborear ese beso de Dios porque vuestro corazón está limpio. Porque en cada dificultad habéis experimentado su cercanía.
Quiero que comprendáis que vuestras heridas son una brecha donde nace el amor y la misericordia.
Quiero que sepáis que el cuerpo herido de Cristo os ha dado el coraje de seguir y la ternura de acoger, una ternura que os da fuerza para vivir por los demás, aunque no lleguéis lejos porque vuestros pasos no puedan ser largos. Una ternura que nace sólo, de los que viven su vida junto al corazón de Dios.
Gracias de nuevo. Seguiré pidiendo al Señor inmensamente por vosotros, le diré que guarde esta semilla de fe y entrega que sois vosotros. Cristo murió de una vez por todos, pero vosotros sois esos otros cristos que están muriendo cada día un poco, por todos los demás.

Quiero aprender de vosotros a morir -también yo- cada día un poco a mi egoísmo, a mi comodidad… porque todos unidos podremos ser luz para este mundo que camina en tinieblas.

¡No os canséis! Sabed que el Señor abre su mesa todos los días, para que cojamos fuerza y podamos seguir caminando. En ella nos sentaremos juntos y nos alimentaremos con la Palabra y con su Cuerpo y Sangre, para salir al mundo a manifestar que Cristo ama a todos, y vive en cada persona que es capaz de entregarse por los demás.

Os quiero de verdad y quiero mandaros todo mi cariño.