Después de este periodo de conversión, llega el momento de la Reconciliación. Reconciliación con:
• Nosotros mismos.
• Con los hermanos.
• Y con Dios.
Para ello es preciso silenciarnos, detenernos y bajar a nuestro fondo, para desde lo más profundo:

  • Descubrir la posibilidad que tenemos de sanarnos.
    • Dios no quiere personas resentidas, irritadas, quejosas…
  • Reconocer la herida que nos produce daño.
    • ¿Qué heridas nos dañan y nos paralizan?
  • La herida que hemos producido y daña a los demás.
    • Nuestra indiferencia, nuestro silencio…
  • Para descubrir que es lo que nos impide dar y pedir perdón.

En toda reconciliación el que toma, siempre la iniciativa es Cristo. Él es el gran protagonista y no nosotros.
Así, cuando nos encontramos de nuevo, ante su gran misericordia, llega a nuestra mente la actitud de Jesús que, sin negar la gravedad del pecado, se acerca al pecador para regalarle la confianza.

El pasado ya no cuenta, lo que cuenta es el “renacer“, lo que cuenta es el: “de ahora en adelante”

Por eso lo que tendremos que hacer de ahora en adelante será:

  • Estar atentos para reconocer a quienes hemos herido.
  • Tendremos que escuchar sus sufrimientos, sus reproches,
  • Tendremos que arrodillarnos a pedirles perdón.
  • Y, sobre todo, tendremos que abrirnos a su confianza y su acogida.

Sabiendo que, solamente, seremos capaces de sanar a los demás, cuando hayamos sido capaces de curarnos a nosotros mismos, y para ello tendremos que dejarnos sanar nuestra herida, acogiendo el perdón que se nos ofrece y abriéndonos a la confianza de los que nos rodean.

EL PERDÓN
Entrar en el perdón que Cristo nos ofrece supone dejar de creernos justos, dejar la arrogancia, la presunción; dejar de ser meros cumplidores creyéndonos mejores que los demás.

Porque solamente es posible acercarse a la novedad del perdón cuando nuestras manos estén vacías, pobres, disponibles… Más, si por el contrario, están llenas de piedras, esas mismas piedras oscurecerán todas las posibilidades de ver las actitudes de los demás con nitidez. Ya que para perdonar hay que vivir en la luz, hay que ver con claridad; hay que detectar, que uno está limpio x no cuando denuncia una culpa, sino cuando consigue mirar al culpable con respeto y caridad.

Pues lo que mancha a la persona es el desprecio, la acusación, el orgullo, el implicar al que se equivocó… Jesús nos enseñó lo que era el perdón, saliendo a buscar y a sanar a todos los que se habían desviado, entrando en el dolor de los desfavorecidos, llegando hasta lo más profundo de sus sufrimientos, regalándoles su afecto… sanando sus heridas, no sólo del cuerpo, sino también del alma, haciéndoles ver que Dios los amaba y devolviéndoles a cada uno la dignidad de hijos muy queridos de su Padre: Dios.

Más, la moneda del perdón tiene dos caras: Perdonar y pedir perdón. Y ¡qué difícil resulta ponerlo en práctica! Es verdad que cuesta pero merece la pena intentarlo. Por eso os invito a que seamos valientes, a que tratemos de ansiarlo. Es preciso amar más allá de la herida que nos hayan hecho y decidir amar por encima del dolor recibido, pues si lo hacemos así, os aseguro que quedaremos sorprendidos del sosiego y la paz que comenzaran a inundar nuestro corazón. Ya que vivir el perdón está por encima de dar y recibir. Está por encima de la simple disculpa, del “lo siento” Es un largo proceso necesario para que la herida cicatrice. Es un don recibido del Señor que tiene una doble finalidad: Curarnos a nosotros mismos y curar a los demás.

También puede llegar ese momento en el que creamos que alguien debe pedirnos perdón y no lo ha hecho; sin caer en la cuenta de que la persona humana es muy limitada, de que no todos tenemos la misma capacidad de perdonar y de que ninguno podremos entrar en la intimidad del otro para ver cual es el motivo que lo ha llevado a tener un determinado comportamiento.
Sin embargo hemos de darnos cuenta de que, algunas veces, todo esto pasa desapercibido para nosotros. Nos parece bonito el planteamiento pero:

• ¿Soy capaz de pedir perdón por esa herida que hice?
• ¿Por qué me cuesta tanto pedir perdón y perdonar?
• ¿Tengo heridas cerradas en falso?
• ¿Qué veo en los otros que me ayuda a pedir perdón?
• ¿Qué ven ellos en mí, cuando no son capaces de pedírmelo?

Nos adentraremos en el evangelio para comprobarlo:

“Los letrados y fariseos le traen, a Jesús, una mujer cogida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adulteras Tú ¿qué dices? (Juan 8, 1 – 11)

Aquí está. Un grupo de escribas y fariseos irrumpe bruscamente donde se hallaba Jesús, trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio” Jesús mira la escena, ve a una mujer aterrada y al resto de los curiosos expectantes. Nadie se ha preocupado de llegar a su intimidad, nadie se ha preocupado de sus sentimientos, de lo que le ha llevado a esta situación… simplemente se detecta que esta humillada, horrorizada y condenada por todos. A ninguno de los presentes le preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le ha preguntado nada. Ha sido condenada de antemano. Los acusadores se han preocupado de airear “La Ley de Moisés que mandaba apedrear a las adúlteras” y le piden a Jesús una respuesta en nombre de esa Ley. Pero Él calla.

Jesús no niega la gravedad del pecado pero no cesa de acercarse al pecador para regalarle su confianza, su acogida, su perdón. El pasado no cuenta lo que cuenta es el renacer, el “de ahora en adelante”

“Entonces, incorporándose les dijo: el que esté sin pecado que tire la primera piedra. Ellos al oírlo se fueron escabullendo, empezando por los más viejos” (Juan 8, 7 – 10)

¡Qué belleza! Cuando Jesús perdona tiene dos actitudes: primero el silencio, Él calla. “No he venido a juzgar al mundo…” nos dirá en el evangelio, por eso huye de ese debate que tanto nos gusta a los que queremos justificarnos.

Jesús calla porque con su silencio quiere gritarnos que sus leyes son distintas a las nuestras, que su ley se basa solamente en la misericordia. Y sigue callado hasta conseguir que esa misericordia se grave en ese corazón de carne que cada persona llevamos dentro. Él sabe muy bien que la misericordia es fecunda, crea, hace vivir….

Y, después del silencio, una mirada de bondad. Una mirada nueva, distinta a la nuestra; una mirada capaz de ver todo lo que se esconde bajo la costra de cada persona; una mirada para observar sus errores, sus defectos, sus infamias… Pero Jesús, con esa mirada, quiere llegar hasta el santuario de cada persona donde anida el deseo de abrirse a la gracia para encontrarse con Dios.

Y ahora sí, llegan las palabras esperadas, las palabras que inundan el corazón, las palabras que te devuelven a la vida: ¿Nadie te ha condenado? Pues Yo tampoco. ¡Estás perdonado!, perdona tú del mismo modo, luego vete no peques más.