por Julia Merodio | Sep 25, 2018 | Rincón de Julia
Estábamos, un grupo de la parroquia, dándonos los pertinentes saludos, al encontrarnos después de las vacaciones y una de las personas dice: “Os digo de verdad que me da miedo meterme en un nuevo curso. Me planteo si tengo fuerza para volver a empezar” Después de un rato compartiendo me dirigía a casa y, sin saber por qué, algo tan normal como ese comentario no dejaba de darme vueltas por la cabeza: “Tengo miedo a comenzar de nuevo” Y ¿no será eso mismo lo que nos pasa a muchos de nosotros?
TENER MIEDO
Quedé pensando. Yo creo que, esto del miedo, es algo que no miramos de frente, algo que no nos solemos plantear con asiduidad, sin embargo es una realidad que acompaña nuestra vida con más frecuencia de la que esperamos; por lo que, quizá sea una cuestión que tendríamos que vigilar si no queremos que la vida nos juegue malas pasadas.
Al pensar en ello, me daba cuenta de que no era nada nuevo, nada por descubrir, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo nos dan buena cuenta de ello. Ni los grandes profetas, ni los que eran designados por Jesús para una misión, ni los mismos apóstoles… se libraron del miedo. El problema reside en que el miedo paraliza, detiene, interrumpe… y así los encontramos a ellos, huyendo a refugiarse a un sitio tranquilo donde poder vivir con comodidad. ¡Qué poco se diferencia su realidad de la nuestra!
Nosotros también nos preguntamos una y otra vez: ¿Qué voy a hacer yo? ¿Qué voy a hacer solo? ¿No será más prudente quedarme quieto donde estoy sin complicarme la vida? Somos incapaces de darnos cuenta de que, lo mismo que ellos, también nosotros vamos huyendo de la realidad, tratando de convencernos de que es mejor limitarse a vivir en la comodidad.
Sin embargo, lo mismo que a todos ellos: lo mismo que a Elías, que a Jonás, que a Moisés… llega la tormenta, el huracán, el desierto, la zarza ardiendo, la playa… Todo eso que jamás hubiéramos imaginado para terminar con la Misión asignada.
- “Elías, come y bebe que el camino es largo… “ Señor, con tanta gente como hay mejor que yo, más preparada y resulta que me pides a mí que siga el camino…
- “Jonás vete a Nínive y predica por las calles…” Pero Señor ¿qué dices? ¿Cómo puedes pedirme esto? Si sabes que no tengo valor.
- “Moisés saca a mi pueblo de la esclavitud” Señor ¿Quién soy yo para hacer esto? ¿Por qué no envías a otro en mi lugar?
Y ya vemos, la vida avanza y la realidad del miedo persiste. Llega Jesús y vuelve a plantearnos la cuestión del miedo. Y nos damos cuenta de que, lo que nos dice no es menos sorprendente que lo anterior. Ante nosotros presenta el miedo de ese criado holgazán y perezoso, que nos ofrece el evangelio y que todos conocemos.
Ese criado, lo mismo que nosotros recibe un Talento para negociar con él, pero el miedo le impide ponerlo a producir. ¡Tuve miedo! ¡Cuántos Talentos enterrados -sin hacer el bien- por comodidad y apatía! ¡Cuántos criados holgazanes y perezosos por miedo a lo nuevo, al riesgo, a la dificultad, al qué dirán…! ¡Cuántos criados holgazanes e inútiles por miedo a las consecuencias de trabajar en el seno de la Iglesia!
De ahí que, el Papa, que entiende mucho de esto diga en su exhortación Gaudete et exúltate “Necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarnos a caminar sólo dentro de los confines seguros” Porque todos sentimos alguna vez la tentación de huir a un lugar seguro. Y el Papa pone nombres a todo esto: “individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos, dependencia, instalación, repetición de esquemas ya prefijados, dogmatismo, nostalgia, pesimismo, refugio en las normas” Todo ello tiene un denominador común, resistimos a salir de nuestro confortable territorio donde todo nos es conocido y manejable.
Ya vamos deduciendo que el miedo es para todos, que llega hasta las esferas más altas de la Iglesia. No necesitamos esforzarnos mucho para llegar al miedo de los Apóstoles. ¡Cuántas veces tuvo que decirles Jesús que no tuviesen miedo!
Ven el mar embravecido y se hunden; ven las barcas sin pescado y se rinden ¿para qué seguir?; ven que las cosas se ponen mal y se cierran en el Cenáculo…
Pero de nuevo nos llegan las palabras del Papa “cuando los Apóstoles sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y peligros, se pusieron a orar juntos pidiendo la parresía”
Ellos sabían, porque Jesús se lo había dicho, que necesitaban la llegada del Espíritu Santo para dar muerte al miedo.
Quizá sea esta la clave para que nosotros volvamos a ponernos en marcha: Esperar el Espíritu en oración con María.
Por fin, todas las piezas han encajado. Esperar con María en este año jubilar del 25 aniversario de la Catedral.
Y cumplir nuestra misión: ser Santos, como dice el Papa Francisco. Por eso ánimo: “No tengamos miedo a ser Santos” (S. Juan Pablo II)
por Julia Merodio | Jun 7, 2018 | Rincón de Julia
* Nota de la Autora: Hoy quiero deciros que este es el último artículo del curso. Espero que el Señor me siga bendiciendo, para poder seguir compartiendo con vosotros algunos más en el próximo…
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Ha terminado el momento de la reflexión para dar paso al del compromiso, a la acción y para ello es necesario trazar una hoja de ruta a la que, cada evangelizador, pueda remitirse una y otra vez, a la hora de desarrollar su tarea.
Es por tanto necesario, volver los ojos al Gran Evangelizador para ver cuál fue su hoja de ruta, esa que utilizó para desarrollar su Gran Misión y sorprende grandemente ver que, en la Eucaristía es donde se encuentra la rúbrica a esa hoja de ruta vivida en el día a día por Jesús, ya que Él fue capaz de hacer de su existencia una Eucaristía.
Pero todavía le faltaba sellarla y ofrecerla, todavía le quedaba demostrarnos la importancia de darse desde la mayor gratuidad. Por eso, al llegar su hora –la Hora de Jesús- decide sellarla quedándose para siempre con nosotros –en nuestro centro- a fin de que no nos encontremos solos a la hora de servir a los demás. Y es que Jesús, nos amaba tanto, que para darnos ejemplo no duda en ofrecernos lo máximo que tiene: su propia vida.
Por eso ante, un gesto tan inusual, de amor verdadero; la Iglesia decide dedicar, un día, a celebrar el hecho -de mayor magnitud para la vida humana- Y lo hace con la festividad del Corpus Christi.
Un día, en el que se nos invita a compartir el pan y el vino que, en la consagración, se convertirán en Cuerpo y Sangre del mismo Cristo. Un día en que nos invita a levantar la Copa para brindar –de una manera especial- por Él, con Él y en Él.
Y aquí está esa hoja de ruta de Jesús. Esa hoja de ruta en la que no se encuentran cosas deslumbrantes, pero en la que se encuentra “Esa Copa” que nos introduce en la inmensidad de Dios.
También Jesús levantó esa Copa –en aquella noche Santa- para compartirla con sus discípulos, pero Jesús la había levantado calladamente durante toda su vida.
Pues Jesús, en su vida entre nosotros:
Había perdonado sin límites.
Había sido Palabra entregada a todos públicamente, sin elegir a los destinatarios y había dedicado mucho tiempo a la escucha del Padre en la soledad y el silencio.
También había sido ofertorio, porque se ofreció a los demás con su cercanía, sus milagros y su amor. Solamente le faltaba vivir la consagración para que la eucaristía fuera perfecta… y no duda en hacerlo al entregarse para subir a la Cruz.
Él es, “cuerpo entregado y sangre derramada”.
Él es, el amor-fiel que nunca dice basta.
Es, el que no deja fuera de su amor ni siquiera a los que a
nosotros nos parece imposible amar.
Es, el amor-perdón hasta las últimas consecuencias.
El es… el que entrega la vida por aquellos que se la están
arrebatando.
Dios no sólo ama. Dios es AMOR. Por eso necesita el momento de la comunión, para llegar a todos, para fundirse con todos. Se parte y se reparte para regenerar nuestras fuerzas, para acompañarnos en el camino y para hacernos saborear su plenitud.
Por eso, en este último artículo, me gustaría invitaros a cada evangelizador a tomar la Copa ofrecida por Jesús. Esa Copa que nos dice que no solamente hemos de ser evangelizadores, sino que tenemos que saber lo que estamos haciendo. Que no sólo basta con vivir la vida, que debemos saber lo que estamos viviendo.
Y que mantener firmemente la Copa es vivir nuestra propia vida, nuestra propia evangelización, no la de otros –por buena que nos parezca-, sino la nuestra propia con sus luces y sus sombras; sus gozos y sus sufrimientos… lo mismo que la vivió Jesús.
Pero para brindar hay que levantar la Copa, es decir hay que compartir la vida para celebrarla – lo mismo que hizo Jesús- y a mí me parece que ahí toma un papel muy importante la comunidad. Nadie levanta una copa para brindar a solas, el mismo Jesús reúne a los suyos para brindar con ellos y el evangelizador ha de levantar la copa con todos esos que quieren hacer visible a Dios en el mundo. Y ¿para qué? Para ofrecer a todos una bendición y para dar gracias, lo mismo que Jesús hizo en aquella sublime celebración.
Más de nada serviría un brindis si no se bebe la Copa. Un gesto con el que le decirnos al Señor que queremos vivir nuestra evangelización con sus momentos buenos y sus momentos complicados. Que la queremos vivir con esperanza, con coraje y con valentía.
Y precisamente, el mismo Papa, en su Exhortación Apostólica Gaudete et Exustate, viene a decirnos esto: que la verdadera santidad consiste en apurar cada uno nuestra Copa, siendo fuente de esperanza y confianza para los demás sin importar lo que en ella encontremos pues Dios la llenara de verdadera vida. Ayudándonos para ello de la Palabra y dándonos a los demás desde nuestras tareas concretas.
Y este es el gran regalo que Jesús quiere hacernos hoy a cuantos queramos acogerlo: “Haced esto en memoria mía”
El problema está en que nos lo dice en medio de un mundo al que le resulta imposible comprender el DON de Dios y asimilar la Eucaristía.
Un mundo que ignora que, la Eucaristía es dar y recibir, que la Eucaristía es compartir y compartir exige compromiso. Una condición de la que, en más o menos medida, todos huimos un poco.
De ahí, que no podemos dejar de hacernos estas obligadas preguntas:
- ¿Soy capaz de reconocer el amor que anida en mi corazón?
- ¿Soy capaz de renovarlo, haciéndolo fuerte, sincero, verdadero, pleno…?
- ¿Soy capaz de hacer que, ese amor dé sentido a mi vida, llevándome a una donación sin reservas?
- ¿Soy capaz de lograr que mis Eucaristías, sean un encuentro fuerte con el Señor?
- ¿De verdad me quiero comprometer con Él?
por Julia Merodio | May 24, 2018 | Rincón de Julia
Llevamos un amplio recorrido por la evangelización, pero creo que nos queda algo muy importante, ya que sin ello nuestra evangelización quedaría incompleta. Y esto tan relevante –que quizá englobe todo lo que venimos trabajando- consiste en evangelizar en el seno de la Iglesia.
Se bien que, de entrada, parece que suena raro eso de “Evangelizar en el seno de la Iglesia” Pues ¿acaso no es la Iglesia la que ha de evangelizarnos a nosotros?
Sin embargo cuando hablamos de evangelizar en el seno de la Iglesia, estamos hablando de hacer una profundización mayor en la Fe y dar un mayor énfasis al evangelio; misión que, aunque parezca compete de una manera especial a los sacerdotes y clero en general, ninguno quedamos excluidos de ello.
Pero hay algo, realmente importante y que no podemos perder de vista. En la evangelización no puede haber trabajadores autónomos que vayan “por libre”; todos trabajamos juntos, todos para la misma empresa y todos obedeciendo las directrices que esa gran empresa nos va marcando.
De ahí, la necesidad de estar atentos, a tantas maneras atrayentes de mostrar a Dios -como se nos ofrecen de una manera o de otra- sin tener en cuenta y distorsionando los criterios de la iglesia y queriéndonos hacer ver que eso es lo correcto. Necesitamos tener clara la enseñanza, la doctrina y el magisterio de la iglesia, para que el Pueblo de Dios no se convierta en un mercado de la oferta y la demanda.
Porque la evangelización desde la Fe, no ha de ser otra cosa, que la misión encomendada por Jesucristo a su Iglesia y que sigue vigente a través de los siglos para cualquier situación social, sea cual sea el lugar en el que se desarrolle.
A nosotros solamente nos compete trasmitirla, desde el mandato de Jesús, que nos dice:
“Id y haced discípulos míos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todo lo que yo he mandado. Y, he aquí que yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 19 – 20)
LA EVANGELIZACIÓN UNA TAREA PERMANENTE
Como cristianos que somos, hemos de ser conscientes de que, la misión de evangelizar es una tarea permanente, que hemos de realizar en forma personal y comunitaria.
La evangelización no es una mera actividad de la iglesia que ha de ser programada en algún momento del año con mucho esplendor y gran presupuesto. La evangelización, es la razón de ser de la Iglesia y de ella y de cada uno de sus miembros ha de fluir, como fluye la vida.
San Pablo que, esto lo ve con una claridad admirable, nos deja este impresionante texto:
“Vosotros habéis de vivir según el Espíritu, pues el Espíritu de Dios habita en vosotros.
Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo es que no pertenece a Cristo.
Pero si Cristo está en vosotros, aunque estéis muertos, el Espíritu Santo vive por la fuerza de Dios”
(Romanos 10, 8-9)
Esto es evangelizar: Afirmar y enseñar que Jesús es el Señor.
Y esto es lo que nos dejan impreso todos los evangelistas:
“En Cristo podéis conocer a Dios” nos dice Juan en el capítulo 14 de su evangelio. ¿Por qué? Porque: Jesús, el gran evangelizador, no tuvo que utilizar muchas palabras, fueron sus hechos los que le avalaron. De ahí, que viendo a Jesucristo, veamos a Dios. Porque es en Jesucristo donde podemos encontrar todo lo que queremos saber sobre Él.
Pero para comunicar estas creencias se necesita tener una gran firmeza y experiencia de Fe.
Y esta es la obligación del creyente, afianzarse en la Fe, para poder comunicar esta Fe en Cristo, en todo tiempo y lugar.
No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído (Hechos 4, 20)
¡Qué gran responsabilidad! Hablamos demasiado de los que se han alejado, de los que no creen o dicen no creer… Pero a nosotros un día se nos dirá:
- ¿Y cómo van a creer si no han visto ni oído?
- ¿Cómo van a invocar si no han creído?
- ¿Cómo van a oír si no hay nadie que les anuncie?
- Y ¿cómo predicarán si no son enviados?
¡Fuertes palabras para un evangelizador! Sorprende enormemente que, el gran Isaías -viviendo setecientos cincuenta años antes de Cristo- dejase escritas estar hermosas palabras: “¡Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz; de los que anuncian buena nueva! (Isaías 52:7)
DIOS ES AMOR
Nadie puede adivinar el evangelio. Nadie puede deducir a Dios por un proceso de razonamiento. Nadie puede sospechar que Dios es amor, y que nos ama hasta el punto de enviar a su Hijo al mundo a morir por todos nosotros, para darnos vida en plenitud, si no hay alguien que se lo enseñe.
De ahí la necesidad de que Dios sea anunciado, de que alguien dé testimonio de Él. Pero, para realizar esta tarea es necesario haber recibido el Espíritu Santo.
La gente muchas veces no escucha a la Iglesia porque dice que se queda lejos de los problemas y sufrimientos del mundo; la gente la percibe, encerrada en sí misma y en sus propias preocupaciones eclesiásticas y estructurales. Pero, el Papa Francisco que ha entendido esto como nadie, no cesa de decirnos “nuestra iglesia ha de ser una iglesia en salida” porque una iglesia –entre la que estamos incluidos- que no acompañe, con acciones concretas, la proclamación del amor de Dios, se irá instalando en la indiferencia, llegando al punto de que las acciones de los que la formamos nieguen lo que proclaman nuestros labios.
Pues, a un mundo marcado y dividido por los prejuicios, los rencores, el odio y el anhelo de venganza, le resultará difícil aceptar un mensaje de reconciliación y unidad, cuando se lo anuncia una iglesia que no la vive.
De donde se deduce que la Iglesia deba de ser una comunidad de amor y perdón. Una comunidad que hable el mismo idioma que la gente que viene a ella a pedir ayuda.
La Iglesia tiene que aprender a escuchar para entender las preguntas que se le hacen, dando una respuesta acorde al evangelio.
La Iglesia tiene que aprender de Jesús: cómo escucho al pueblo y contestó sus preguntas.
Por eso, será muy importante que, en esta semana sean estas las preguntas que nos interroguen:
- Y yo ¿desde dónde evangelizo?
- ¿Qué hago para profundizar en la Fe?
- ¿Soy persona de perdón?
- ¿Cómo va mi escucha?
- ¿He pensado que, quizá me resulte tan difícil, dar la contestación adecuada, porque no he escuchado antes?
Pero a pesar de todo, yo:
Amo a tu Iglesia, Señor, comunidad de creyentes en la tierra.
Iglesia, servidora del pobre y necesitado, testigo fiel entre los pueblos.
Iglesia que perdona; salva y redime; cura y sana.
Lugar donde, la mesa se abre cada día, para alimentar a cuantos necesitan renovar las fuerzas para seguir caminando.
por Julia Merodio | May 20, 2018 | Rincón de Julia
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hechos 2, 1-4)
La semana pasada nos introdujimos en la liturgia de la iglesia, al ponernos ante nuestras celebraciones, pero si hay alguien importante en la liturgia de la iglesia esa es: María.
María, es la agente de evangelización que nos enseña, nos guía y nos ayuda en esta gran tarea. Por eso, no puede haber ningún evangelizador que intente hacer su tarea sin estar al lado de la Madre.
En ella descubrimos:
- La Virgen oyente. Escuchando siempre con atención el mensaje de Dios y las plegaria de sus hijos.
- La Virgen orante recordándonos que si queremos amar a los demás tenemos que sentirnos amados por el Señor. Pues el que no se siente amado le resulta difícil amar.
- La Virgen Madre que con su disponibilidad nos enseña a ser cauce por donde puedan ir otros a Dios.
- La Virgen oferente que nos estimula a ser signos. A presentar a Cristo como luz que ilumina nuestro mundo.
Pero nos falta dar un paso más. Nos falta llegar con ella hasta el Cenáculo, para contemplar a los apóstoles unidos -perseverando en la oración- esperando a su lado el Don del Espíritu, imprescindible para comenzar la obra evangelizadora que tanto los apóstoles, como ahora nosotros tendremos que llevar a cabo.
¡Qué gran lección para realizar bien nuestra tarea! ¡Cuántas veces nos ponemos ante cualquier obra evangelizadora sin acordarnos ni de la Madre ni del Espíritu Santo!
Me parece que hoy sería un gran momento para recordar de nuevo, las palabras de San Juan Pablo II que decía:
“Es necesario iniciar la evangelización invocando el Espíritu y buscándolo allí donde sopla”
Y nosotros, cada uno:
- ¿Invocamos al Espíritu ante los retos que se nos van presentando en la nueva Evangelización?
REUNIDOS EN EL CENÁCULO
A mí me gusta imaginarme el Cenáculo con los apóstoles y María en oración, sin embargo quizá nos detenemos menos a ver que ahí donde adoramos, alabamos, damos gracias, suplicamos… al Señor, ahí hay un pequeño cenáculo que ora con la Palabra de Dios y que además, como los apóstoles, invita a María a compartirla con ellos. Un Cenáculo donde se acoge la vida, donde –como Iglesia- queremos recibir los dones del Espíritu y dar fruto de ellos con nuestro testimonio de vida.
Los apóstoles, que lo habían vivido en primera persona, escucharon de Jesús estas palabras que nos dejan plasmadas de manera admirable:
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19)
¡Con qué claridad lo expresa Mateo! ¡Con qué fuerza pronuncia la palabra “todos”! Llevad el mensaje, a todos los pueblos, a todas las personas, todos los días, con todo el impulso, con toda la misericordia… Anunciad la potencia salvadora de Dios, su presencia extendida por todo el universo.
“Y enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado” ¡Qué significativo! Mateo recuerda que nada de lo que Jesús les ha enseñado puede ser silenciado o alterado. Gran reto para los que tenemos la misión de evangelizar anunciando lo que Jesús nos ha mandado.
De ahí que no podamos dejar de preguntarnos:
- ¿Y yo de que manera evangelizo?
- ¿Dónde?
- ¿Cuándo?
- ¿Cómo?
- ¿Silencio o distorsiono el Mensaje de Jesús?
SALID A LAS PERIFERIAS
Desde el comienzo de la Iglesia, la misión de los apóstoles consiste, en anunciar la Palabra –no sólo a los judíos, sino también a los gentiles- hoy diríamos hacia los que no son cristianos.
El anuncio es para todos. Y el anuncio de la fe es algo que ha de dejar huella, no puede ser indiferente ni abstracto. La dimensión pública de los evangelizadores se ha de caracterizar por signos: de fe, de amor, de unidad…
Nuestro ser cristiano no puede limitarse a creer, rezar y esperar; nos exige comunicar, difundir, compartir… todo lo que tenemos con los demás –también la Palabra de Dios-y todo eso… dando vida.
La misión cristina es un compromiso permanente e irrenunciable, nada puede alterarla o detenerla –por muy adversas que sean las condiciones que se nos den para realizarlo- al contrario habremos de intensificar nuestro esfuerzo ante estos desafíos modernos que tan difícil nos lo van poniendo.
Por eso hemos de venir una y otra vez a nuestro “Cenáculo” –bien sea el Sagrario, la parroquia, el grupo…” para dejarnos llenar por el Señor, para pedirle que nos envíe su Espíritu, que nos de fortaleza, valentía, sosiego, coraje…
Y, de vez en cuando, volvamos a revisar la encíclica Redemptoris missio de S. Juan pablo II en la que se nos dice:
«Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con “María, la madre de Jesús” (Hechos 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. Porque, también nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu»
por Julia Merodio | May 10, 2018 | Rincón de Julia
Al detenernos en el tema de la oración nos hemos dado cuenta de que hay mucha gente que no hace oración pero, que sin embargo sigue la liturgia y asiste a las celebraciones de la iglesia, de ahí que me parezca oportuno que dediquemos un tiempo a revisar cómo son nuestras celebraciones y qué ofrecemos en ellas, ya que esas personas –que solamente van a las celebraciones- lo único que tendrán, es el alimento que de ellas reciban.
Por eso, será bueno que al revisarlas nos hagamos estas preguntas:
- ¿Qué celebraciones ofrecemos?
- ¿Tienen vida?
- ¿Creemos que llevan a algún compromiso concreto?
Entrar en este tema tan apasionante y de manera tan general, es arriesgado y muy reducido -dado el amplio abanico que abarca- pero aunque tratemos cuestiones generales cada uno puede adaptarlas a su realidad e ir acrecentando la forma de hacer la celebración más cercana y comunicativa.
La verdad es que salvo en ciudades, -sobre todo donde hay comunidades religiosas- las celebraciones son escasas y los medios con que se cuenta insuficientes, pero la mayoría de los que dejan de asistir a ellas no es por esta situación sino, porque solamente van buscando espectáculo.
Cuando oímos hablar a la gente, los comentarios más corrientes son: no vamos a las celebraciones porque son aburridas, no me dicen nada, son demasiado largas, es que el “cura” es muy pesado… ¡Ah sí! Pues mira, nada de eso es cierto.
El que no saca nada de una celebración puede tener dos porqués: o porque a él le falta fe o porque a la celebración le falta vida; ya que a la celebración no se va porque nos gusta el “cura”, ni porque habla bien, ni porque el coro es fantástico…. A la celebración se va para tener un encuentro con Cristo; porque lo importante no está en los detalles –aunque también cuenten-, sino en saber juntar en ellas la Fe y la Vida, ya que solamente eso es lo que puede llevarnos a Dios.
Por tanto, una de las primeras indicaciones que quedan claras, es que nosotros necesitamos fe y nuestras celebraciones necesitan Vida. Una vida en la que, la Fe se halle velada como ese tesoro escondido del que habla el evangelio. Ese tesoro, que se encuentra encerrado en la gracia de todos los Sacramentos recibidos y compartidos con amor. Ese tesoro que tenemos que buscar con ahínco.
Y es aquí donde entra de lleno el trabajo del evangelizador. El evangelizador ha de tener en cuenta que: la Fe hay que trabajarla. La vida hay que vivirla. El camino hay que descubrirlo y la meta hay que alcanzarla… porque si esto no forma parte de la vida del evangelizador ¿cómo poder hacerlo llegar a los demás? Necesitamos convencernos de que, no habrá verdadera celebración si no tenemos una buena experiencia de Dios, pues solamente lo que, a base de experimentarlo se ha grabado en nuestro corazón, es lo que merece la pena ser celebrado. Pues la celebración es:
- Sentir en lo profundo.
- Esponjar el alma.
- Volver a vivir.
Sin embargo, en este momento de la historia, nos encontramos con la paradoja de que, crecen tanto las celebraciones lúdicas a lo largo del año, que lo de celebrar la fe, está pasando a un segundo plano.
Pero eso nos pasa porque hemos perdido los verdaderos motivos para celebrar, pues la clave de una celebración está en los motivos que haya para ser celebrada.
Cuántas veces decimos: ¿cómo nos gustaría encontrar en nuestras celebraciones una fiesta en la que todos participemos, en la que se nos note la alegría, en la que no se mire al reloj…? Y nos parece algo salido de la realidad. Pero no es así, el que nuestras celebraciones tengan esa condición, no es una utopía es algo posible y depende: de haber hecho una opción seria por el Señor, del tiempo que dediquemos a trabajarlas y, sobre todo de que hagamos una buena cimentación. (Cimentar en roca Mateo 7, 21)
Ahí está la verdadera clave en la cimentación que dependerá de que nuestra fe sea sólida para que merezca la pena ser celebrada.
Por eso creo que para ello, entre otras muchas cosas, en nuestras celebraciones y en especial en la celebración de la Eucaristía deberían darse unas condiciones básicas:
- En primer lugar, hacer todo lo posible, para que -las personas que acudimos a ellas- nos sintamos queridas y arropadas por el amor de Dios. Por ese amor que se entrega, que perdona, que se implica en la vida de cada uno personalmente… porque eso nos hará vivir confiados.
- Que al llegar nos sintamos aceptados, respetados, queridos, acogidos a compartir… Ya que esto, es algo que no podemos darlo por supuesto y menos en una sociedad en la que se está quedando en desuso.
- Que se nos ayude a ir abriéndonos, poco a poco, a ese Dios que es amor, comunicación, ternura… Padre. Porque esa imagen de Padre nos sugerirá: cercanía, cariño, sosiego…
- Necesitamos que nuestras celebraciones, lleven implícita una buena catequesis, que nos invite a ser coherentes a la hora de vivirlas, a la hora de expresarlas, a la hora de compartirlas… llevándonos a tomar conciencia de los hechos que en ellas se manifiestan.
- Necesitamos una celebración, que nos ayude a pasar de una fe individualista a una fe compartida, para que seamos capaces de celebrarla en familia, en comunidad, en iglesia…
- Necesitamos una celebración que nos ayude a acoger la diversidad de los demás. Cada uno con nuestra historia, nuestro corazón dolido, con nuestro bagaje acumulado en el camino… pero capaces de tener siempre los brazos abiertos en señal de acogida y las manos tendidas en señal de ayuda a los que lo están pasando mal.
Esto y mucho más, es celebrar. No busquemos cosas asombrosas. La celebración solamente necesita pequeños gestos y mucha entrega.
Ya que si miramos bien ¿qué nos muestra Jesús en las parábolas del Reino? Pues lo mismo que encontramos –normalmente- en nuestras celebraciones. Jesús nos muestra:
- La Luz. Vosotros sois la Luz del mundo, (Mateo 5, 13-16)
- La mesa. (Mateo 26, 20)
- Los alimentos. (Juan 3, 34)
- Los invitados. (Lucas 14, 16-25)
- Los servidores. (Mateo 25, 21)
- Los dones – regalos – gratuidad – (Juan 4, 10)
- La acción de gracias… (Mateo 11, 25)
¡Qué pena que de tanto verlos se nos hayan nublado los ojos y ya no seamos capaces de distinguirlos! ¡Cuántos sacramentos celebrados en nuestra vida sin ser conscientes de acoger la grandeza de sus gestos!
Por nosotros celebraron el Sacramento del Bautismo. Celebramos el Sacramento de la Eucaristía. Para ello, celebramos también el Sacramento de la Reconciliación. Muchos hemos recibido el Sacramento de la Confirmación. Algunos hemos recibido el Sacramento del Matrimonio, otros el del Sacerdocio… Pero ¿nos hemos parado a pensar lo que, la celebración de esos sacramentos, significó para nuestra vida de fe? ¿Salimos de ellas sabiendo a lo que nos comprometía recibir un Sacramento? ¿Nos hemos parado alguna vez a pensar en ello?
Quizá todo esto sea la causa de que no sean convincentes nuestras manifestaciones en la celebración. ¿O es que no manifestamos nada, ni celebramos nada?
Posiblemente este es el momento que Dios ha elegido para que nos paremos ante algo tan importante en nuestra vida y que quizá, tengamos velado sin ser conscientes de ello. Aprovechémoslo, reconozcamos esta oportunidad como un gran regalo de Dios.
Para terminar, y en pleno mes de Mayo, sólo deciros que no salgamos de nuestras celebraciones sin escuchar las palabras, que María nos dice a todos, desde esa gran celebración de las Bodas de Caná:
¡Haced lo que Él os diga!
¿Estaremos dispuestos a hacerlo?
por Julia Merodio | May 3, 2018 | Rincón de Julia
Cuando el evangelizador descubre la importancia de la oración, es lógico que se pregunte: pero ¿cómo he de orar?
Jesús nos lo dice así, por medio del texto de Mateo “cuando oréis no habléis mucho, no hagáis como los hipócritas que rezan en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para ser vistos, vosotros entrad en vuestra habitación, cerrar la puerta y mi padre que ve en lo escondido os recompensará” (Mateo 6, 5)
Todos sabemos que Jesús, era un buen conocedor del Antiguo Testamento y quizá estuviese pensando en las palabras del Eclesiastés 5, 2 que dicen: “No te precipites con tu boca ni se apresure tu corazón a proferir palabras ante Dios, porque Dios está en el cielo y tú en la tierra, por tanto que tus palabras sean contadas…” y a mí me parece que Jesús, con esas palabras quiso decirnos: mirad, en la relación con Dios, lo importante no es el ruido de tus palabras, ni de tus sentimientos, ni de tus pensamientos lo importante es escucharle a Él porque Él siempre tiene algo importante que decirnos.
Y claro que tenía algo importante que decirnos. Jesús –con estas palabras- quiere decirnos que a Dios no lo podemos abarcar, ni comprar, ni manejar… -como tantas veces nos gustaría hacerlo-, que a Dios le oímos.
Dios no viene a nosotros como pretendemos que lo haga. Nosotros querríamos controlarle, poseerle, dominarle… pero no, Él viene para que le escuchemos y por lo tanto hay que adentrarse en “ese, no saber todo sobre Dios” para evitar el deseo de manejarlo. Tenemos que dejar de ir a Dios, desde nuestra superficialidad, para ir con lo más hondo de nosotros mismos, que no son nuestros pensamientos, ni siquiera nuestros sentimientos; lo más hondo que está, en ese lugar escondido al que tratamos de acceder cuando nos disponemos a orar. “Cuando ores entra en lo escondido…”
Por eso, el evangelizador, tiene que orar y escuchar al Señor hasta convencerse de que, cualquier dificultad por grande que le parezca, a su lado podrá vencerla. Convencido de que, puede haber momentos en que fallará, pero persuadido de que Dios eso lo usará para su bien, aunque de momento no pueda verlo.
Sólo tenemos que hacer un recorrido por las vidas de los que optaron por el Señor, para comprobar que fueron capaces de vencer cualquier dificultad por difícil que les pareciese. ¿Qué hicieron los discípulos cuando se convirtieron en apóstoles? Y… ¿quiénes de nosotros no hemos tenido experiencias en este sentido? Recordémoslas y veamos lo grande que el Señor estuvo con nosotros en ese momento; porque entonces nos daremos cuenta de que vencimos la dificultad, cuando fuimos capaces de arrodillarnos ante Él y, en silencio, ponerla con humildad en sus manos rebosantes de misericordia.
Pero hay algo, que sorprende de manera especial, el en el texto de Mateo y es, que se hable de recompensa de Don.
¿Más de qué recompensa estamos hablando? Estamos hablando de la recompensa que encontraremos cuando decidamos salir de la obsesión por ser reconocidos, por ser tenidos en cuenta, por ser vistos; del temor, que nos produce la soledad, del miedo a ese silencio que habita dentro de nosotros… Pues cuando seamos capaces de desprendernos de lo exterior, para entrar en nuestro fondo podremos llegar a ver cómo es ese don del que nos habla el evangelio.
La interioridad, es algo que no suele entrar en nuestros planes; por eso, o la buscamos o se nos escapará de las manos, pues la mayoría de las veces tiran de nosotros otras opciones más seductoras.
Pero, por experiencia creo que, según se van cumpliendo años, nos vamos concienciando de que para llegar a la interioridad hay que ir renunciando a muchas cosas.
De ahí que, cuando nos demos cuenta de que somos atraídos por el silencio; cuando seamos capaces de quitar un rato la televisión, cuando al llegar ante el Señor dejemos los libros, las hojas, los papeles y seamos capaces de mirarle sin bajar la vista… comenzaremos a distinguir todo ese que se funde dentro de nosotros, eso a lo que S. Ignacio denomina mociones y que no es otra cosa, que el ir distinguiendo las proposiciones que el Señor nos hace y las iniciativas que quiere que tomemos.
Qué bien debía de entender esto Santa Teresa cuando nos dice que llegar a la interioridad es: “una determinación determinada de encontrar nuestro propio corazón”
Y es que ella descubrió que es allí, en lo secreto, sonde se halla la mirada que sosiega. Que es allí, en lo secreto, donde la persona ya no tiene que fingir, ni que representar papeles… porque ante Dios, no tenemos que hacer nada, ante Él somos.
Es, como llegar al lugar de la promesa donde ya no hay que hacer cosas para ganar, porque allí siempre se recibe. Ya no tiene uno que hacerse ver, porque allí se es visto.
Y basta abrir los ojos, para darse cuenta de que todo lo que allí sucede es auténtico, porque todo tiene como base el amor de Dios.
Qué voy a deciros a vosotros evangelizadores que sabéis todo esto mucho mejor que yo, solamente deciros que vayamos siempre por este camino, que aprendamos a descender, a entrar en lo escondido, en lo secreto, en el silencio… en ese fondo donde habita Dios. Pues como dice Lafrance:
Algunos han entendido las palabras de Jesús;
pero, muy pocos han entendido su silencio.