“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hechos 2, 1-4)

La semana pasada nos introdujimos en la liturgia de la iglesia, al ponernos ante nuestras celebraciones, pero si hay alguien importante en la liturgia de la iglesia esa es: María.

María, es la agente de evangelización que nos enseña, nos guía y nos ayuda en esta gran tarea. Por eso, no puede haber ningún evangelizador que intente hacer su tarea sin estar al lado de la Madre.

En ella descubrimos:

  • La Virgen oyente. Escuchando siempre con atención el mensaje de Dios y las plegaria de sus hijos.
  • La Virgen orante recordándonos que si queremos amar a los demás tenemos que sentirnos amados por el Señor. Pues el que no se siente amado le resulta difícil amar.
  • La Virgen Madre que con su disponibilidad nos enseña a ser cauce por donde puedan ir otros a Dios.
  • La Virgen oferente que nos estimula a ser signos. A presentar a Cristo como luz que ilumina nuestro mundo.

Pero nos falta dar un paso más. Nos falta llegar con ella hasta el Cenáculo, para contemplar a los apóstoles unidos -perseverando en la oración- esperando a su lado el Don del Espíritu, imprescindible para comenzar la obra evangelizadora que tanto los apóstoles, como ahora nosotros tendremos que llevar a cabo.

¡Qué gran lección para realizar bien nuestra tarea! ¡Cuántas veces nos ponemos ante cualquier obra evangelizadora sin acordarnos ni de la Madre ni del Espíritu Santo!

Me parece que hoy sería un gran momento para recordar de nuevo, las palabras de San Juan Pablo II que decía:

“Es necesario iniciar la evangelización invocando el Espíritu y buscándolo allí donde sopla”

         Y nosotros, cada uno:

  • ¿Invocamos al Espíritu ante los retos que se nos van presentando en la nueva Evangelización?

 REUNIDOS EN EL CENÁCULO

A mí me gusta imaginarme el Cenáculo con los apóstoles y María en oración, sin embargo quizá nos detenemos menos a ver que ahí donde adoramos, alabamos, damos gracias, suplicamos… al Señor, ahí hay un pequeño cenáculo que ora con la Palabra de Dios y que además, como los apóstoles, invita a María a compartirla con ellos. Un Cenáculo donde se acoge la vida, donde –como Iglesia- queremos recibir los dones del Espíritu y dar fruto de ellos con nuestro testimonio de vida.

Los apóstoles, que lo habían vivido en primera persona, escucharon de Jesús estas palabras que nos dejan plasmadas de manera admirable:

“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19)

¡Con qué claridad lo expresa Mateo! ¡Con qué fuerza pronuncia la palabra “todos”!  Llevad el mensaje, a todos los pueblos, a todas las personas, todos los días, con todo el impulso, con toda la misericordia… Anunciad la potencia salvadora de Dios, su presencia extendida por todo el universo.

“Y enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado” ¡Qué significativo! Mateo recuerda que nada de lo que Jesús les ha enseñado puede ser silenciado o alterado. Gran reto para los que tenemos la misión de evangelizar anunciando lo que Jesús nos ha mandado.

De ahí que no podamos dejar de preguntarnos:

  • ¿Y yo de que manera evangelizo?
    • ¿Dónde?
    • ¿Cuándo?
    • ¿Cómo?
    • ¿Silencio o distorsiono el Mensaje de Jesús?

 SALID A LAS PERIFERIAS

Desde el comienzo de la Iglesia, la misión de los apóstoles consiste, en anunciar la Palabra –no sólo a los judíos, sino también a los gentiles- hoy diríamos hacia los que no son cristianos.

El anuncio es para todos. Y el anuncio de la fe es algo que ha de dejar huella, no puede ser indiferente ni abstracto. La dimensión pública de los evangelizadores se ha de caracterizar por signos: de fe, de amor, de unidad…

Nuestro ser cristiano no puede limitarse a creer, rezar y esperar; nos exige comunicar, difundir, compartir… todo lo que tenemos con los demás –también la Palabra de Dios-y todo eso… dando vida.

 La misión cristina es un compromiso permanente e irrenunciable, nada puede alterarla o detenerla –por muy adversas que sean las condiciones que se nos den para realizarlo- al contrario habremos de intensificar nuestro esfuerzo ante estos desafíos modernos que tan difícil nos lo van poniendo.

Por eso hemos de venir una y otra vez a nuestro “Cenáculo” –bien sea el Sagrario, la parroquia, el grupo…” para dejarnos llenar por el Señor, para pedirle que nos envíe su Espíritu, que nos de fortaleza, valentía, sosiego, coraje…

Y, de vez en cuando, volvamos a revisar la encíclica Redemptoris missio  de S. Juan pablo II en la que se nos dice:

«Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con “María, la madre de Jesús” (Hechos 1, 14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. Porque, también nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu»