Al detenernos en el tema de la oración nos hemos dado cuenta de que hay mucha gente que no hace oración pero, que sin embargo sigue la liturgia y asiste a las celebraciones de la iglesia, de ahí que me parezca oportuno que dediquemos un tiempo a revisar cómo son nuestras celebraciones y qué ofrecemos en ellas, ya que esas personas –que solamente van a las celebraciones- lo único que tendrán, es el alimento que de ellas reciban.
Por eso, será bueno que al revisarlas nos hagamos estas preguntas:
- ¿Qué celebraciones ofrecemos?
- ¿Tienen vida?
- ¿Creemos que llevan a algún compromiso concreto?
Entrar en este tema tan apasionante y de manera tan general, es arriesgado y muy reducido -dado el amplio abanico que abarca- pero aunque tratemos cuestiones generales cada uno puede adaptarlas a su realidad e ir acrecentando la forma de hacer la celebración más cercana y comunicativa.
La verdad es que salvo en ciudades, -sobre todo donde hay comunidades religiosas- las celebraciones son escasas y los medios con que se cuenta insuficientes, pero la mayoría de los que dejan de asistir a ellas no es por esta situación sino, porque solamente van buscando espectáculo.
Cuando oímos hablar a la gente, los comentarios más corrientes son: no vamos a las celebraciones porque son aburridas, no me dicen nada, son demasiado largas, es que el “cura” es muy pesado… ¡Ah sí! Pues mira, nada de eso es cierto.
El que no saca nada de una celebración puede tener dos porqués: o porque a él le falta fe o porque a la celebración le falta vida; ya que a la celebración no se va porque nos gusta el “cura”, ni porque habla bien, ni porque el coro es fantástico…. A la celebración se va para tener un encuentro con Cristo; porque lo importante no está en los detalles –aunque también cuenten-, sino en saber juntar en ellas la Fe y la Vida, ya que solamente eso es lo que puede llevarnos a Dios.
Por tanto, una de las primeras indicaciones que quedan claras, es que nosotros necesitamos fe y nuestras celebraciones necesitan Vida. Una vida en la que, la Fe se halle velada como ese tesoro escondido del que habla el evangelio. Ese tesoro, que se encuentra encerrado en la gracia de todos los Sacramentos recibidos y compartidos con amor. Ese tesoro que tenemos que buscar con ahínco.
Y es aquí donde entra de lleno el trabajo del evangelizador. El evangelizador ha de tener en cuenta que: la Fe hay que trabajarla. La vida hay que vivirla. El camino hay que descubrirlo y la meta hay que alcanzarla… porque si esto no forma parte de la vida del evangelizador ¿cómo poder hacerlo llegar a los demás? Necesitamos convencernos de que, no habrá verdadera celebración si no tenemos una buena experiencia de Dios, pues solamente lo que, a base de experimentarlo se ha grabado en nuestro corazón, es lo que merece la pena ser celebrado. Pues la celebración es:
- Sentir en lo profundo.
- Esponjar el alma.
- Volver a vivir.
Sin embargo, en este momento de la historia, nos encontramos con la paradoja de que, crecen tanto las celebraciones lúdicas a lo largo del año, que lo de celebrar la fe, está pasando a un segundo plano.
Pero eso nos pasa porque hemos perdido los verdaderos motivos para celebrar, pues la clave de una celebración está en los motivos que haya para ser celebrada.
Cuántas veces decimos: ¿cómo nos gustaría encontrar en nuestras celebraciones una fiesta en la que todos participemos, en la que se nos note la alegría, en la que no se mire al reloj…? Y nos parece algo salido de la realidad. Pero no es así, el que nuestras celebraciones tengan esa condición, no es una utopía es algo posible y depende: de haber hecho una opción seria por el Señor, del tiempo que dediquemos a trabajarlas y, sobre todo de que hagamos una buena cimentación. (Cimentar en roca Mateo 7, 21)
Ahí está la verdadera clave en la cimentación que dependerá de que nuestra fe sea sólida para que merezca la pena ser celebrada.
Por eso creo que para ello, entre otras muchas cosas, en nuestras celebraciones y en especial en la celebración de la Eucaristía deberían darse unas condiciones básicas:
- En primer lugar, hacer todo lo posible, para que -las personas que acudimos a ellas- nos sintamos queridas y arropadas por el amor de Dios. Por ese amor que se entrega, que perdona, que se implica en la vida de cada uno personalmente… porque eso nos hará vivir confiados.
- Que al llegar nos sintamos aceptados, respetados, queridos, acogidos a compartir… Ya que esto, es algo que no podemos darlo por supuesto y menos en una sociedad en la que se está quedando en desuso.
- Que se nos ayude a ir abriéndonos, poco a poco, a ese Dios que es amor, comunicación, ternura… Padre. Porque esa imagen de Padre nos sugerirá: cercanía, cariño, sosiego…
- Necesitamos que nuestras celebraciones, lleven implícita una buena catequesis, que nos invite a ser coherentes a la hora de vivirlas, a la hora de expresarlas, a la hora de compartirlas… llevándonos a tomar conciencia de los hechos que en ellas se manifiestan.
- Necesitamos una celebración, que nos ayude a pasar de una fe individualista a una fe compartida, para que seamos capaces de celebrarla en familia, en comunidad, en iglesia…
- Necesitamos una celebración que nos ayude a acoger la diversidad de los demás. Cada uno con nuestra historia, nuestro corazón dolido, con nuestro bagaje acumulado en el camino… pero capaces de tener siempre los brazos abiertos en señal de acogida y las manos tendidas en señal de ayuda a los que lo están pasando mal.
Esto y mucho más, es celebrar. No busquemos cosas asombrosas. La celebración solamente necesita pequeños gestos y mucha entrega.
Ya que si miramos bien ¿qué nos muestra Jesús en las parábolas del Reino? Pues lo mismo que encontramos –normalmente- en nuestras celebraciones. Jesús nos muestra:
- La Luz. Vosotros sois la Luz del mundo, (Mateo 5, 13-16)
- La mesa. (Mateo 26, 20)
- Los alimentos. (Juan 3, 34)
- Los invitados. (Lucas 14, 16-25)
- Los servidores. (Mateo 25, 21)
- Los dones – regalos – gratuidad – (Juan 4, 10)
- La acción de gracias… (Mateo 11, 25)
¡Qué pena que de tanto verlos se nos hayan nublado los ojos y ya no seamos capaces de distinguirlos! ¡Cuántos sacramentos celebrados en nuestra vida sin ser conscientes de acoger la grandeza de sus gestos!
Por nosotros celebraron el Sacramento del Bautismo. Celebramos el Sacramento de la Eucaristía. Para ello, celebramos también el Sacramento de la Reconciliación. Muchos hemos recibido el Sacramento de la Confirmación. Algunos hemos recibido el Sacramento del Matrimonio, otros el del Sacerdocio… Pero ¿nos hemos parado a pensar lo que, la celebración de esos sacramentos, significó para nuestra vida de fe? ¿Salimos de ellas sabiendo a lo que nos comprometía recibir un Sacramento? ¿Nos hemos parado alguna vez a pensar en ello?
Quizá todo esto sea la causa de que no sean convincentes nuestras manifestaciones en la celebración. ¿O es que no manifestamos nada, ni celebramos nada?
Posiblemente este es el momento que Dios ha elegido para que nos paremos ante algo tan importante en nuestra vida y que quizá, tengamos velado sin ser conscientes de ello. Aprovechémoslo, reconozcamos esta oportunidad como un gran regalo de Dios.
Para terminar, y en pleno mes de Mayo, sólo deciros que no salgamos de nuestras celebraciones sin escuchar las palabras, que María nos dice a todos, desde esa gran celebración de las Bodas de Caná:
¡Haced lo que Él os diga!
¿Estaremos dispuestos a hacerlo?