UN REY DESCONCERTANTE

 

Por Julia Merodio

 

Hemos llegado a la semana en que, la Iglesia nos presenta a Jesucristo Rey del Universo, uniendo la salida y la entrada de los dos ciclos litúrgicos.

Y es que Cristo siempre está, en lo que ya se va y en lo nuevo que viene; está en todo lo que va muriendo y en todo lo que va resucitando; en aquello que nos produce desolación y en nuestras ansias de salvación; está en lo efímero y caduco y en el despertar a la vida… y sigue siendo el mismo cuando intenta pasar por uno de tantos, como cuando lo proclamamos nuestro Señor y Rey.

LA GRANDEZA DE UN REY QUE DESCONCIERTA

Parece mentira, que haya pasado tantas veces en mi vida por esta fiesta, sin haberme percibido de lo que de verdad se enseña en ella. Y es que la Palabra que nos muestra el ciclo A es algo sorprendente e inesperado.

El Rey que nos muestra la Palabra de Dios es, cuanto menos desconcertante. Vive en medio de los suyos, en medio del mundo, en medio de la historia y sin embargo, en el evangelio observamos que no es conocido por  ninguno de los que llegan a Él; ni por los que lo han atendido, ni por los que lo han desatendido.

Por otro lado, un Rey que pide de beber, de comer, que se siente enfermo, derrotado, en la cárcel… ¿qué clase de Rey puede ser? Ciertamente, muy distinto a los que nosotros conocemos.

Hoy los reyes salen en las revistas, los vemos en la televisión, en los medios de comunicación… Nos enseñan sus mansiones, su séquito, sus vasallos… y cuanto más sorprendente es su corte mayor es su relevancia.

Es más a todos nos gustaría ser amigo de los reyes, eso daría un gran prestigio a nuestra posición social; sin embargo, cuando se trata Cristo Rey, no sé si opinamos lo mismo.

 

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

En el antagonismo de nuestra sociedad, entre otras cosas observamos que, según va subiendo la estima por los reyes de la tierra, va descendiendo el aprecio por el Rey que hoy se nos presenta. Sin embargo:

–       ¿Quiénes de los que leemos esto no sabemos, que Jesucristo es Rey?

–       ¿Quiénes no estamos dispuestos a seguirle?

–       ¿Quiénes le negaríamos algo, si al pedírnoslo se presentase “en las debidas condiciones”?

El problema por tanto radica en que, el Rey, al presentarse de maneras tan “desconcertante” nos hace que sin remedio pasemos de largo.

De ahí que venga a mi mente este relato del Mendigo de Tagore que todos conoceréis, pero que merece la pena recordarlo.

“Había estado pidiendo de puerta en puerta por la calle de la ciudad, cuando desde lejos apareció una carroza de oro. Era la del hijo del Rey. Pensé: ésta es la ocasión de mi vida; y me senté abriendo bien el saco, esperando que se me diera limosna sin tener que pedirla siquiera; más aún, que las riquezas llovieran hasta el suelo a mí alrededor. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando, al llegar junto a mí, la carroza se detuvo, el hijo del Rey descendió y extendiendo su mano me dijo: « ¿Puedes darme alguna cosa?» ¡Qué gesto el de tu realeza, extender tu mano!… Confuso y dubitativo tomé del saco un grano de arroz, uno solo, el más pequeño, y se lo di. Pero qué tristeza cuando, por la tarde, rebuscando en mi saco, hallé un grano de oro, solo uno, el más pequeño. Lloré amargamente por no haber tenido el valor de dar todo

El cuento no puede estar más cerca de nuestra realidad. Cuando se trata de darse, de esforzarse por el otro, de aceptar incluso el sufrimiento por el bien del otro… nuestra ambición nos lleva, a esa entrega mediocre que da las migajas, lo que le sobra y cuando no le queda más remedio

Así vemos, en El Mendigo de Tagore, que su problema consiste en que, el comportamiento de aquel rey lo desconcierta, no le da tiempo a reaccionar, es cogido por sorpresa.

En el evangelio, sin embargo, en el texto que se nos presenta, el problema radica en que, aquellos a los que se les pedía ayuda, no fueron capaces de conocer al Rey en el rostro de los que suplicaban.

De ahí que, quizá sea bueno que, este año, en este día tan significativo, nazca en nosotros el ansia de aprender a distinguir los múltiples rostros de nuestro Rey, los Rostros de Dios.

 

MOMENTO DE ORACIÓN

Creo que, el conocer los múltiples Rostros de Dios, es algo tan revelador para nosotros, que deberíamos hacerlo en oración ante el Señor. Por eso quiero pediros que nos detengamos, que nos silenciemos, que tomemos una actitud relajada… y que, desde esa paz, hagamos desfilar por nuestra mente todos esos rostros que conocemos y aquellos que, quizá sin conocerlos podemos imaginar.

Vamos a empezar mirando las caras de las personas.

¿Qué nos dicen esos rostros?

—  Normalmente decimos:

Tiene cara de bueno.

“         “          malo.

“         “          ambicioso.

“         “          cobarde…

Observemos los rostros de los niños hambrientos.

De las mujeres maltratadas.

Miremos un rostro asustado, lleno de miedo, con cicatrices…

Miremos rostros de personas que no son de nuestra raza.

Personas con defectos en el rostro.

 

Veamos, también, personas con rostro afable, sonriente, bondadoso.

Personas: acogedoras, dulces, delicadas…

 

Miremos el rostro de un niño:

Sus ojos penetrantes.

Su mirada limpia.

Veamos el rostro de un anciano:

Esa cara cansada, suplicante, llena de aceptación…

¡Hay tantas caras!

 

Cada uno seguiremos, un rato largo, mirando caras, poniendo rostros, viendo pasar personas:

–  Los rostros de las personas que viven con nosotros. Familia, comunidad, Iglesia, trabajo, actividades… y buscando en cada situación el Rostro de Dios.

 

En un segundo momento, vamos a hacer lo mismo, pero dejando que sean ellos los que, nos digan sus necesidades y nos comuniquen la clase de ayuda que nos reclaman.

 

EN BUSCA DE UN ROSTRO

Todo el que busca: camina y nosotros hemos decidido ponernos en camino en busca del Rostro de Dios.

Decididamente hemos salido al camino y con gran sorpresa, hemos encontrado a mucha gente, que como nosotros, deseaba encontrar el Rostro de Cristo.

Los había de muchos países, de distintas lenguas, de variedad de razas… Allí estábamos todos juntos, en el camino; sin conocernos, sin vernos, pero sintiéndonos cercanos; apoyándonos los unos en los otros; sabiendo que todos tenemos un mismo deseo “encontrarnos con el Rostro de Dios”  y una misma súplica “Señor haz que brille tu Rostro y nos salve”

Entre tanta gente era sorprendente ver rostros cansados, desilusionados, expectantes… Eran los rostros de los pobres, los solos, los tristes… Ahí estaban caminando con los demás, aunque no se les prestaba demasiada atención ¿cómo imaginar que ellos eran el Rostro de Cristo?

Había otros rostros que, casi estorbaban; hay que reconocer que inquietaban demasiado. Eran los marginados, los despreciados, los que son “poca cosa”, los “molestos”; esos a los que despreciamos… pero que, sin saberlo, también portaban a Jesús y que, evidentemente, tampoco detectamos.

También hemos encontrado rostros perdidos, sin rumbo. Les daba igual llegar a un sitio que a otro, ellos no se sentían apreciados por nadie. Eran los que no tenían fe. Al vernos se han unido a nosotros para hacer el camino a nuestro lado. Todavía no conocían el Rostro de Jesús, por lo que les era más difícil reconocerlo; pero de lo que tampoco estoy segura es, de que nosotros fuésemos capaces de mostrárselo.

Sin embargo tengo la certeza de que bastará con que, un día, puedan ponerse delante del Señor, para que su mirada, inunde de luz sus corazones.

MOMENTO DE ORACIÓN

Es bueno que, de nuevo volvamos a la oración, para preguntarnos:

  • ¿Qué Rostro de Dios suelo mostrar yo?
  • ¿En qué ocasiones muestro ese falso Rostro de Dios?
  • ¿Cuándo muestro el verdadero Rostro de Cristo?

Porque sería triste que, tanta gente, después de mucho buscar encontrase un Rostro distorsionado del Señor. Por eso, si hay una exigencia, para ser portador del Rostro de Dios está es: la autenticidad. ¿Soy auténtico-a?

No podemos mostrar el rostro de Dios que nos apetece,  ni un rostro que guste, ni el rostro que exijan las circunstancias. Tenemos que mostrar un rostro legítimo, un rostro en el que los demás descubran el, genuino, Rostro de Dios.  Por eso es necesario, que no nos cansemos de preguntarnos:

–  ¿Qué rostro muestro a los que viven a mi lado?

–  ¿A los que se cruzan conmigo?

–  ¿A los que me ven ayudando en la Parroquia?

Al verlo ¿podrán decir, con certeza, que es el verdadero Rostro de Cristo?

Por eso, antes de terminar la oración, miremos a Cristo largamente hasta que penetre nuestro fondo, cambie nuestro corazón y su Rostro, se grabe de tal manera en el nuestro, que los que nos vean sientan en el alma su abrazo de amor.