El día que aprendamos que, no se puede penetrar en el corazón del mundo sin haber encontrado a Dios; descubriremos que, tampoco se puede penetrar en el corazón de Dios, sin antes haber aceptado la realidad del ser humano.

Estamos en Pentecostés, Pentecostés de 2019; y, resulta sorprendente que, Jesús nos siga mandando lo más preciado que tiene: su Espíritu; Espíritu que nos lleva a lo esencial, a la verdad plena, a la novedad de Dios. -No puedo dejar de preguntarme si las personas de nuestro tiempo son conscientes de esto y si, los que somos conscientes, estamos dispuestas a acogerlo-

En Pentecostés empieza algo nuevo. Se produce un acontecimiento impensable; surge una fuerza que nos lleva a insertarnos, en le mundo de lo imprevisible.
Por eso, sería muy importante que hoy, lo mismo que entonces, dejásemos que se realizasen en nosotros aquellas maravillas que llevaron a los apóstoles a tener: Un lenguaje común.

EN EL MUNDO DE LA COMUNICACIÓN

Resulta sorprendente observar que, en este tiempo donde prolifera la traducción simultanea, el conocimiento de varias lenguas, la tecnología más avanzada en traducciones simultaneas…nos encontremos más cerca de la confusión de lenguas que se produjo en Babel, que en la uniformidad que se produjo en Pentecostés.

Somos capaces de entender lo que nos dice un mensaje publicitario y nos es sumamente costoso entender lo que quieren decirnos nuestros: marido, mujer, padres, hijos, hermanos, familia, amigos… Hacemos jeroglíficos y no sabemos resolver lo que nos dice la Buena Noticia.
Olvidamos que sigue existiendo una lengua común, el lenguaje de los valores evangélicos; el que acreditó a Jesús en su vida y en su muerte y el que tantas veces tenemos la experiencia de seguir oyendo en nuestra “lengua nativa”, la que viene de nuestra opción por Cristo. El Amor.
Y es lógico, después de tantos años todavía, no hemos sido capaces de aceptar que, Pentecostés es una experiencia de amor y que, ese amor es el motor que pone al ser humano en pie y le hace caminar.
Sin embargo, no esperemos que ese camino se nos dé hecho; en él se nos irán presentando una serie de alternativas; de las que cada uno, desde su libertad, cogerá unas y dejará otras; pero con la seguridad de que, si lo hacemos bajo la fuerza del Espíritu, nos iremos insertando en la vida de creyentes y, sin pretenderlo, lo mismo que les pasó a los apóstoles, nuestras hazañas pregonarán la grandeza del Señor.
No podemos, por tanto, basar nuestra vida en actos, sino en buscar las actitudes. No vale conformarnos con oír homilías, sino desde ellas mirar dónde tenemos puesto el corazón. No vale el “cumpli-miento” de actos religiosos, sino llegar a la grandeza de buscar en ellos a Dios.
Esta es la realidad que insertará en nosotros las grandezas que surgieron del primer Pentecostés. La que nos llevará a ansiar que toda la tierra bendiga y proclame la gloria del Señor y de nuestro corazón brotará el agradecimiento para decirle, al Señor, con entusiasmo:
• Te alabamos Señor por la inmensidad de tus dones.
• Te alabamos por hacer realidad nuestras inquietudes más hondas.
• Te alabamos porque la alabanza siempre brota de un corazón agradecido y el nuestro desborda de gratitud.
• Te alabamos porque nos has congregado en unidad, a los que participamos de tu mismo Cuerpo y Sangre .
• Te alabamos porque al participar de tu Espíritu has hecho posible que comamos de un solo Pan, bebamos de la misma Copa y formemos un solo Cuerpo.
• Te alabamos por esta oración en grupo. Pues tenemos la seguridad de que, aquí y ahora, aunque presididos por la distancia, sigue siendo Pentecostés.

EL ESPÍRITU LLEGA DONDE QUIERE

Si ha habido un momento en la historia en que se le quiere poner freno a Dios es este. Y no es que sea peor que otros, pero quizá sí más obstinado y más minucioso; hoy no se hacen las cosas por ignorancia, todo se calcula con precisión y se manipula de manera descarada, de forma que ante tanto poder pretendemos manipular también a Dios y no nos damos cuenta de lo que quiere advertirnos Pentecostés.

Nos dice el libro de Los Hechos de los Apóstoles:
“Vino una ráfaga de viento impetuoso” (Hechos 2)

Un viento que limpió el ambiente: quitando miedos, devolviendo la calma, la libertad, la fuerza de expresar la fe, de vivir como verdaderos apóstoles.
Un viento tan fuerte que, también fue capaz de desatrancar las puertas de hacernos salir de nosotros mismos, de ir por la vida sin poner fronteras, pues uno no puede “asomarse a Dios” y seguir atado a los prejuicios y recelos que nos marca la sociedad.
Por eso hoy, os invitaría a que nos preguntásemos: ¿no somos cristianos demasiado fríos y correctos; demasiado formales y normales; demasiado convencionales… como para dar una imagen digna –del Espíritu Santo- a los demás?
¿No somos cristianos demasiado estirados incapaces de acoger el riesgo y el vértigo que produce vivir desde la fe?
¿No necesitamos muchos más testimonio de hombres y mujeres que lo arriesgan todo sin cálculos ni previsiones?
¿No precisamos poseer de tal manera el Espíritu que rompamos ataduras y condicionamientos para salir a predicar un testimonio de vida?
Así, año tras año, seguimos hablando del Espíritu Santo pero sin pararnos, ni silenciarnos para que venga a cada uno de nosotros. Seguimos hablando de sus dones, pero nos asusta la responsabilidad de recibirlos.
Y es que recibir los dones del Espíritu compromete demasiado, “hay que dar frutos dignos” nos dice repetidamente Jesús en el evangelio “por sus frutos los conoceréis” dijo en otra ocasión; dones y frutos no pueden separarse, por lo que es sorprendente que se hable tan poco de los frutos del Espíritu Santo, pero ahí están; y el catecismo nos los recuerda.
Los frutos son: Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad. ¡Y tantos más…!
Pues tanto los dones, como los frutos del Espíritu son infinitos y no pueden encasillarse ni abarcarse; por eso, aunque la Iglesia nos ofrezca unos determinados nosotros podemos ir experimentando muchos más.

Pero, si es importante conocerlos, lo es mucho más practicarlos por eso en os invito a que en esta semana nos preguntemos:
– ¿Cómo los inserto yo en mi vida?
– ¿Conocen los demás que el Espíritu habita en mí porque ofrezco frutos dignos?

TRANSFORMADOS POR EL ESPÍRITU DE DIOS

He apuntado reiteradas veces que, el que forma y el que envía es Jesús, pero que, el que transforma es el Espíritu de Dios, de ahí que el Espíritu Santo sea el elemento esencial del ser de cada bautizado.
Si nos acercamos al Génesis y nos situamos ante el germen de la vida, aparecen esas admirables palabras, que nunca terminarán de asombrarnos: “Cuando Dios formó al ser humano, del polvo de la tierra, sopló sobre su rostro el aliento de vida”
El Espíritu, es por tanto, la fuerza divina que dinamiza y transforma al ser humano, hasta hacerlo capaz de consagrar su vida, al servicio de los demás.
Por eso el que está abierto al Espíritu de Dios, experimenta la gracia del encuentro: en el seguimiento, la imitación, la unión y la configuración con Cristo, capaz de transformar todas esas actitudes en misión.
Y ahí tenemos la confirmación. Antes de recibir los apóstoles el Espíritu Santo, antes de recibirlo cada uno de nosotros, ya lo había recibido una criatura muy especial llamada María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”, le había dicho el Ángel. Y Así fue. Imposible la efusión del Espíritu sin el SÍ de María. ¡Qué despliegue de realidades encierra el misterio de Dios!
Más ¡qué decir de ese SÍ! Creo que lo más sobresaliente en María era: su ser totalmente pobre, pero lleno de las riquezas de Dios, por eso quiero invitaros hoy a ponernos junto a ella con sencillez, sin rodeos, desde la verdad de nuestro corazón para juntos decir al Señor: ¡Henos aquí!
• Haz que el Espíritu Santo descienda sobre cada ser humano, lo mismo que descendió sobre María, porque el mundo necesita entrar en el Reino de las Bienaventuranzas, con más urgencia que nunca.
• Ayúdanos a ser, como la Madre, disponible para que el Espíritu Santo pueda obrar también en nosotros maravillas.
• Y lo mismo que hizo Ella, escuchemos, sin desfallecer, la llamada de Dios, pues el Espíritu, siempre hace su aparición más silenciosa, en los momentos más decisivos de nuestra vida.