Qué bueno sería que todos viviésemos a cara descubierta, siendo capaces de arrancar cualquier “máscara” que pudiese ocultar nuestra realidad.

Salí a comprar, como un día cualquiera, cuando al pasar por unos grandes almacenes se toparon mis ojos con un letrero grande y luminoso que decía: Llega carnaval: “Compra tu máscara”

Comprar una máscara. ¡Qué más quisiéramos que las máscaras se pudiesen comprar!  Hay máscaras fijas, máscaras fabricadas que no es necesario comprarlas porque, ya nos encargamos cada uno de hacérnosla a nuestra medida.

Y así, normalmente, todos ocultamos el rostro con un disfraz, más o menos llamativo, que impide dejar que los demás puedan pasar a nuestro interior y tengan que conformarse con lo que nosotros queremos mostrarles. Aunque, precisamente sea en ese interior, donde se halle algo tan valorado y preciado como es: Nuestra propia intimidad.

La Máscara

La “máscara” es tan antigua como el ser humano. Ya en el Antiguo testamento hallamos casos de doblez, de engaño, de usurpación…   Pero no necesitamos irnos tan lejos, nos basta con situarnos en tiempos de Jesús para comprobarlo. Él mismo lo denuncia una y otra vez con autoridad, con fuerza, con valentía… ¡Ay de vosotros escribas y fariseos…! ¡Ay de vosotros  los ricos! ¡Ay de vosotros los que reís!  ¿Acaso no coinciden con sus actitudes bastantes de las nuestras?

— Pondré algunas de ellas para que todos alarguemos la lista.

  • Actuaban para ser vistos.
  • Se creían mejores que los demás.
  • Se aferraban al “cumplo y miento” hasta la última letra de la ley.
  • Cargaban fardos pesados que no eran capaces de llevar.
  • Se ponían en los primeros sitios del templo para airear su “santidad”.
  • Se alejaban de los demás para no contaminarse de ellos.

Su actitud no pasa desapercibida a los ojos de Jesús. ¡Sepulcros blanqueados! ¡Raza de víboras! Les decía Jesús para recordarles su doble manera de actuar.

No podemos olvidar a Judas, discípulo de Jesús; a su lado come, vive, duerme… lo acompaña, lo sigue, escucha su Palabra, es su administrador, guarda el dinero, compra, distribuye el dinero a los pobres…  Pero Jesús conoce su máscara, sabe que lo ha vendido y lo denuncia “Lo que tienes que hacer, hazlo cuanto antes”

Cuando no queremos ser reconocidos

Tenemos a Pedro, poniéndose la máscara en la noche de la Pasión para no ser reconocido y a Jesús quitándosela con aquella mirada de amor.

Y el resto de discípulos escondidos y los cristianos con una cara en la Iglesia y otra en la calle.

Pero esto no ha variado. Seguimos viviendo las mismas realidades. En los tiempos actuales, la falta de respeto y la ansiedad por hacer “dinero fácil” nos invitan a llevar la máscara bien ajustada para no ser reconocidos. No importa dañar a los otros, no importan los malos tratos si no salen a la luz, no importa cualquier bajeza si tenemos la seguridad de no ser enjuiciados. Sin embargo somos dados a quitar las máscaras de los demás y airear su privacidad con todo lo que conlleva de dolor y sufrimiento.

Nadie puede verse excluido de estas situaciones. Unos activamente y otros pasivamente colaboramos a que se den estos tipos de “compra-venta” de una privacidad guardada en el mayor secreto hasta el momento.

Sin embargo, el entrar en este juego nos deja intranquilos, nos da miedo. A nuestro interior llega la ansiedad, de pensar, que nadie está excluido de ello y calladamente nos decimos: ¡Debe de ser duro ver como se airea una intimidad cuando llegan los desacuerdos!

  • Aquella familia tan intachable y envidiada por todos, llegó el día en que alguien quitó su máscara, y todos vieron que tenían los mismos problemas y defectos que los demás.
  • Aquel matrimonio que paseaba su amor por la calle, tenía una perpetua máscara de intolerancia e indiferencia cuando cruzaban el umbral de su puerta para entrar en casa.
  • Esos hijos tan responsables, que todo lo hacían bien y eran un ejemplo a imitar, se ponían la máscara colgada en el perchero de la salida, para quitársela de nuevo al volver, siendo unos aprovechados llenos de dureza y exigencia con sus padres.
  • También esas personas religiosas, admiradas y queridas por cuantos se cruzaban en su camino, eran ásperas e intolerantes con los que convivían a su lado.

¡Qué pocos debe de haber que vivan sin esa máscara de egoísmo, altivez y presunción…!

 Un mensaje importante

Por eso me parecía importante el mensaje que nos manda este tiempo de carnaval y que tantos años hemos pasado sin darnos cuenta de ello.

Creo que es un momento, para planteárnoslo en serio. Para pedirle al Señor que nos muestre nuestras “máscaras” sobre todo, esas que todavía no nos hemos dado cuenta de que las llevamos puestas.

Os invito a dejarnos mirar por Jesús, como Pedro. A dejar que Él nos quite nuestra máscara. Porque quitar una máscara cuesta, duele, exige… quitar una “máscara” es tener la valentía de quedar a la intemperie, sin apoyos… contando,  tan solo, con la gracia del Señor.

Por eso, si somos valientes de quitárnosla, observaremos con sorpresa que los demás se sienten desconcertados, vivían en nuestra superficie y ahora, casi les da miedo llegar al corazón. Y nos llenará de alegría observar que:

“Sólo se ve bien con el corazón, porque lo importante es invisible a los ojos”

Lo que los demás nos regalaban, llegaba a nosotros con el mensaje equivocado, lo recibíamos de forma diferente y nos hacía vivir tristes, desesperanzados, apáticos… había veces, que nos gustaba la apariencia pero sus actitudes nos dejaban desconcertados.

Lo que nosotros presentábamos quedaba lejos de la realidad y nos ocultábamos para no afrontar nuestros puntos de vista diferentes. No queríamos aceptar que en una relación existe lo bueno y también lo menos bueno, pero que precisamente mirar todo en ella, de frente y con valentía, es lo que nos lleva a la maduración, la confianza y la entrega.

Apuntaba que son pocos los que deben de vivir sin “máscara” pero los hay y yo he encontrado uno de ellos por eso quiero mostráoslo para que nos sirva de ejemplo. Es una mujer. Su nombre: María.

María quiere ser hoy nuestra referencia y su manera de presentarse, es tan distinta a la nuestra, que enseguida nos damos cuenta de su transparencia.

Nosotros, en nuestra vida cotidiana, solemos movernos para que los demás digan, para que los demás piensen, para que los demás opinen, siempre con la máscara puesta, siempre con el camuflaje.

Sin embargo María vivió sin guardar el tipo, sin segundas intenciones, a cara descubierta. Ella no tenía nada que esconder. Ella era íntegra, era fuerte, era la SEÑORA. Su porte era regio porque se había vaciado por dentro para que habitase Dios.

La marca de María era la disponibilidad; su certeza: el Señor; su sosiego: la aceptación de la voluntad de Dios.

¡Qué grande era María! Más no era grande porque todo se lo daban resuelto. Era grande porque ella lo resolvía junto a Cristo, haciéndose pequeña para que creciera Él.

María era  la transparencia de Dios. Pero, sabemos bien que, esto no fue fácil para Ella. Con su manera de vivir nos enseñó, a caer cuenta, de lo importante que es mostrarnos como somos, porque no siempre lo que nos gusta es lo bueno.

Quiero terminar con una profunda acción de gracias por todo lo que esta reflexión me ha enseñado, plasmándolo  en esta oración:

Señor: Ayúdame a vivir a cara descubierta y ser capaz de arrancar cualquier máscara que pudiese ocultar mi realidad.

Porque me gustan las personas que no se asustan al verse, que no se esconden ante nada, que saben viajar a su interior, que no impiden el interrogarse, ni el ser interrogadas.

Me gustan las personas de diálogo. De diálogo profundo.

Me gustan los que saben tender sus manos para acoger las pobrezas de los otros.

Los que saben mirar y ver lo que se funde en el interior del otro.

Los que saben acoger, incluso, el misterio del otro con respeto y ternura.

Me gustan los que saben transparentar el hueco, que han hecho en su corazón, para que el otro habite.

Y me gusta todo esto porque no es fácil, esto duele, esto cuesta, pero esto se hace posible cuando en el alma habita Dios.