Con actitud vigilante

Con actitud vigilante

Hace unos días, la liturgia nos ofrecía el evangelio de las “Vírgenes prudentes y necias”. Al oírlo, llamó poderosamente mi atención, –algo en lo que nunca había reparado-, la conexión que tenía con el comienzo de curso.
Dándome cuenta de que, después de un tiempo de somnolencia, de inactividad y desconexión, volvemos a encontrarnos en la puerta del convite en el que se nos invita a entrar en la fiesta. Entonces descubrí que, había cosas, en la parábola que no podíamos eludir ni pasar por alto.

Comienza un nuevo curso y yo comenzaba la Adoración al Santísimo –que dirijo cada martes- la fiesta a la que todos estamos invitados. Pero que, como en la parábola, entre los invitados hay dos grupos: los que tienen las lámparas preparadas y los que no. Los que decidirán venir a la oración y los que pasarán de ello; los que quieren llenarse de Dios y los que decidirán hacer otras cosas.

Sin darse cuenta de que:

  • La Lámpara somos cada uno de nosotros.
  • Y el aceite, la Presencia de Dios en nuestra vida.

De ahí que, lo de encender las lámparas sea personal y nadie puede encenderlas por otro. Cada uno deberá decidir –desde la mayor libertad- en qué grupo quiere situarse este curso: si en el grupo –de los que quieren entrar- y seguir gustando de la presencia de Dios durante todo el año, o en el grupo de los que preferirán no hacerlo.

Sin embargo, no podemos equivocarnos. La realidad nos iguala a todos y todos tenemos la misma oportunidad. Todos hemos recibido nuestra lámpara = la vida y nuestro modo de adquirir el aceite… Todos estamos llamados a ser luz, a irradiar resplandor allá donde nos encontremos… porque, lo queramos o no, las lámparas y el aceite son los que marcan la diferencia entre un grupo y otro; ya que, mientras las del primer grupo podrán encenderlas, las del segundo no.
Por eso observaréis que, esta parábola no es para tratarla de pasada, como solemos hacerlo, sino para detenernos en ella, pues encierra una riqueza que a veces no somos capaces de abarcar.
Nosotros somos las lámparas de las que se nos habla. Y todos, sin excepción, tenemos la promesa de un Dios Padre – Madre que es amor, que nos espera, que sale a nuestro encuentro y resulta, realmente triste, que en ella se nos hable de que solamente “cinco de aquellas vírgenes, pudieron alcanzar el sueño de encontrarse con el Señor a su llegada”
Pero, no sólo esas vírgenes tenían sueños. También nosotros los tenemos. Y tenemos metas… para realizar este curso y hemos confeccionado la agenda de todas las cosas que queremos hacer… sin darnos cuenta de que, si no tenemos aceite, nuestra lámpara no prenderá.

Porque, hay una cosa muy clara y que no podemos pasar por alto, sin ese aceite que, solamente se encuentra pasando tiempo en la presencia de Dios, nuestra lámpara no se encenderá.

A pesar de todo lo que digo, sé bien que esto no gusta demasiado, que a la gente le va más lo de hacer cosas, tener actividades… La manera de vivir que se ha impuesto hoy –no sólo en nuestra sociedad, sino también en la iglesia- no nos enseña donde se encuentra el aceite para encender la lámpara; no nos enseña a hacer oración; es más, se cree una pérdida de tiempo pasar un rato en la presencia de Dios y, por lo tanto, no nos enseña a relacionarnos con Él.
Hoy, para estar formados, se hacen reuniones, convenciones, asambleas, excursiones, cenas y comidas de trabajo… y, cómo no, muchas, muchas charlas de formación. Y con tanta actividad, imposible poder sacar un poco de tiempo para la relación con Dios. No hay tiempo para adquirir el aceite que encendería la lámpara. Y ahí estamos, en la puerta, pidiendo a ver si alguien nos da un poco del suyo, porque nuestras lámparas siguen apagadas.

Y esta es la realidad. Si la lámpara no tiene aceite no sirve de nada. No importa el número de metas que tengamos, ni la estrategia maravillosa que hayamos urdido para aplicar a ellas, sin la presencia de Dios, sin la gracia de Dios, no van a funcionar –da igual lo que pensemos- sin la ayuda de Dios, sin que Dios esté en ellas de nada servirán. Sin aceite la lámpara no se enciende. Si dejamos a Dios fuera de nuestra vida las cosas no funcionan.
Pues, lo queramos o no, nuestra vida no será plena por la falta de problemas, ni porque todo nos vaya bien, ni porque hayamos tenido mucha suerte en los negocios… nuestra vida, solamente será plena, cuando esté en ella la presencia de Dios. Y no sigamos pensando que seremos felices cuando no tengamos dificultades, ni problemas, ni enfermedades… lo seremos cuando esté con nosotros el Señor.

De ahí, los esfuerzos y la estrategia del mundo para quitarnos el aceite. De ahí, que su misión sea tratar de robarnos ese tiempo que dedicamos a Dios con cosas más sugerentes, de impedirnos nuestra comunión con Dios. De quitarnos todo el tiempo que puede… porque sabe bien que podemos tener la mejor lámpara, pero que sin aceite no sirve para nada.
Pues ¿acaso creemos que, a alguien le preocupa las veces que vayamos a la iglesia? Ya podemos ir todas las veces que queramos. ¿Acaso creemos, que le preocupa a alguien, el que pertenezcamos a un montón de grupos, el que hagamos un montón de actividades…? Lo que de verdad preocupa es que nuestra lámpara no tenga aceite, que no tengamos tiempo para estar en la presencia de Dios, porque es –solamente- allí, donde uno puede llenarse de luz, donde uno puede comenzar a resplandecer. Pero, aunque sea reiterado lo repito, no porque seamos “lámparas maravillosas” sino por el aceite que Dios deposita en ellas.

También observamos, que entre los invitados al banquete surgen dificultades. La fe en Jesucristo -que creían tan asentada- ha comenzado a tambalearse al ver que no encontraban en los demás la respuesta que deseaban y van perdiendo la esperanza.

La ayuda que esperaban -por prevención- se les ha negado. Y han comenzado a dudar. Tienen temor a los retos, porque sus lámparas están apagadas y no tienen provisión de aceite. No son capaces de darse cuenta de que cuando no se tiene a Dios, las dudas y los temores prevalecen y la oscuridad asusta, pero nadie puede prestar a otro su relación con Dios.
Dios quiere tener una relación personalizada con cada uno, una relación que necesitamos tener todos los días, teniendo claro que no podemos usar la del vecino, porque la relación con Dios no es algo que se preste, es algo que hay que cultivar, pues cuando la lámpara tiene aceite aparece la luz y como nos dice el evangelista Juan, en el prólogo de su evangelio: La Luz resplandece en las tinieblas.

De ahí, que cuando prendemos nuestra lámpara las tinieblas huyen. De ahí, la insistencia del evangelio a encender las lámparas, porque si vivimos con las lámparas encendidas las tinieblas huirán de nuestra familia, de nuestro matrimonio, de nuestros grupos, de nuestra realidad…

Para no alargarme más, terminaré invitándoos a pedirle al Señor, que nos ayude a ser “Lámparas encendidas” cristianos de los que atraen; de esos que hacen a los demás acercarse a ellos para averiguar qué es lo que les hace vivir de esa manera, de esos que descubres que es Cristo su motor y que también puede ser el de tu vida. De esos que muestran la presencia de Dios en sus vidas, que hacen oración, comulgan, ayudan, se dan, están siempre alegres y sonrientes… pero que además, se esfuerzan por ser cada día mejores personas y mejores cristianos; haciendo sacrificios que nadie nota y renuncias que les fortalecen el alma.

Cristianos de los que hacen el camino con las lámparas encendidas, para dar luz e iluminar a cuantos están a su alrededor, intentando borrar las oscuridades que anidan en algunos corazones.
De los que son capaces de caer de rodillas ante el Señor, para agradecer cuanto han recibido de su bondad: la lámpara, el aceite… la capacidad para sostener la esperanza en las noches oscuras y sin sentido; la fuerza para haber seguido en pie aunque, a veces, el sueño les haya sobrevenido… y, sobre todo, por el impulso que reciben para alimentar la certeza, de que Dios siempre llega para darles el amor y la alegría que les hacen capaces de alimentar su deseo.

Porque al final, aquí está la clave.

El desear ser lámparas encendidas,
en el aceite del encuentro con Dios

Amor regalado

Amor regalado

Este año, me gustaría invitaros una vez más, a profundizar en la riqueza que encierra la Eucaristía, pues creo que es necesario desenvolver ese preciado regalo que Jesús nos hizo al decidir quedarse entre nosotros.

Pero… para llegar ahí, hemos de estar convencidos de que:

  • La Eucaristía es fuente y cuna de toda vida cristiana, pues contiene todo el bien espiritual de la iglesia, es decir: Cristo mismo, nuestra Pascua.
  • Es Comunión, porque en ella nos unimos a Cristo que nos hace partícipes, de su Cuerpo y de su Sangre, para formar un solo cuerpo. Haciéndose carne, de nuestra carne, para transformarnos a nosotros en otros Cristos.
  • Y es Acción de Gracias, por tantos dones recibidos de Dios.

“Jesús, tomó el pan y el vino

y pronunciando la acción de gracias…”

 

Pan partido y sangre derramada. ¿Quieres  tomar la decisión de amar con todo lo que conlleva de ofrenda, silencio y gratuidad?

El que Jesús decidiera quedarse en la Eucaristía, para estar siempre con nosotros, es un bien que jamás podremos llegar a comprender, ni a agradecer; pero al menos, deberíamos pararnos ante este gran Don, para ir acercándonos un poco más -cada día- a su grandeza.

Es bueno recordar siempre, que Jesús -en el momento más sublime de donación y entrega- en lugar de ascender, desciende, se arrodilla, se humilla y lleno de bondad comienza a lavar los pies a sus discípulos.

Sabemos bien que ellos quedan desconcertados, saben que no son dignos de ese gesto de ternura de Jesús y así se lo hace saber Pedro… pero lo que entonces no intuyen, es lo que conlleva esa enseñanza.

Sin embargo, lo más triste, es que también a nosotros se nos haya olvidado, comulgamos como si nada estuviese sucediendo, como si fuese algo normal y corriente en nuestra vida. Pero:

  • ¿Se nos ocurre preguntarnos si también nosotros estamos dispuestos, a descender, a arrodillarnos, a humillarnos… a lavar los pies a los que se los han manchado del polvo del camino?

 Jesús ya había hablado de todo esto a sus discípulos. Ya les había dicho en una ocasión -al referirles una de las parábolas: “Seréis mis seguidores cuando en lugar de buscar los primeros puestos intentéis ocupar los últimos” Pero, una vez más, ellos escucharon sin oír y siguieron “rifándose” los lugares más importantes del Reino.

¡Qué poco difiere nuestra vida de esta situación! Nosotros también  comulgamos sin escuchar las palabras de Jesús. Nosotros ansiamos los primeros puestos dentro y fuera de la iglesia y huimos de servir a los demás y buscamos el placer, el tener y el sobresalir… Pero eso sí, ahí estamos –puestos un día y otro- en la fila de los que van a recibir el Cuerpo de Cristo.

¡Qué lejos vivimos de lo que Jesús pretendió hacer cuando quiso regalarnos el gran Don de la Eucaristía! ¡Y qué poco lo valoramos!

Por eso es necesario que volvamos a recordar, que cuando Jesús ofrece la Copa –a los discípulos- el día de la Cena, les está diciendo desde lo más profundo de su corazón ¿podréis sostener en vuestras manos, la copa de la vida que os espera de ahora en adelante? ¿Podréis sostenerla cuando os llegue la persecución, el acoso, el sufrimiento…?

Soy consciente de que el ambiente en que vivimos no nos lo pone fácil.  Todos conocemos a gente que no permite coger nada de lo que se le da y, mucho menos, la Copa de la Cena, porque cree que cogerla es signo de inferioridad.  Gente, que cuando le llega un mal momento lo ocultan sin ser capaces de pedir ayuda –aunque lo están pasando muy mal- porque ello les hace sentirse suficientes.

Esta es la realidad del mundo de hoy. Una realidad, que si no salimos de ella, difícilmente podremos sentarnos en la mesa de la Cena para entrar en la gratuidad de Dios.

Dios en el momento de la Eucaristía, se ofrece por entero a nosotros. Pero eso nos da demasiado miedo porque lo primero que pensamos es: ¿y qué nos pedirá a cambio?

¡Cuándo acabaremos de aprender que Dios –Sacramento de presencia viva- es gracia, regalo… es Don salido de sí para darse a los demás!

Y eso es, sencillamente, lo que se nos pide a nosotros día del Corpus Christi. Que aprendamos a darnos gratuitamente como lo hizo Jesús. Que aprendamos a descender a nuestro fondeo donde habita Dios. Que aprendamos a humillarnos…

Porque no se puede recibir a Dios y no dar una perspectiva nueva a nuestra vida.  No se puede recibir a Dios -que se hace uno con nosotros- y vivir sin tener las mismas actitudes que Jesús. Por eso, recibir a Cristo, nos ha de llevar a:

  • Crear alegría.
  • A dar esperanza.
  • A ser personas de acogida.
  • A abrir nuestra puerta y nuestro corazón al necesitado.
  • Y a esforzarnos por vivir en la alabanza, el abrazo y la fiesta.

 

Porque Jesús nos da la vida, para que –por medio de ella-seamos partícipes en el diálogo de amor que nos une al Padre.

Nos da la vida, para que por medio de ella, nos entreguemos no sólo en la eucaristía, sino en los detalles de cada día, siendo presencia suya en el mundo.

Y nos regala la vida para enseñarnos, a que hemos de ser ante –cada ser humano- portadores de salvación.

Santísima Trinidad

Santísima Trinidad

El domingo pasado, leíamos la Secuencia de Pentecostés que tanto nos gusta y que sería bueno que rezásemos con asiduidad; pero lo que quizá no descubrimos al leerla, es que en ella se fusionan las tres festividades que la liturgia nos presenta en estos tres domingos consecutivos.

Comienza diciendo:

Ven Espíritu Divino, manda tu Luz desde el cielo,

Padre amoroso del pobre, Don en tus dones espléndido. (Pentecostés)

 

Pero la Secuencia continúa adentrándonos en la hondura y la profundidad de Dios, que nos lleva a encontrarnos en las maravillas que el Señor nos regala, a la vez que nos hace entrar en profunda adoración.

Un momento, en el que se hace visible la Trinidad de Dios, a la vez que nos muestra que en Dios todo es entrega, participación, intercambio, amor desinteresado, cercanía al ser humano… Qué importante sería que le dijésemos desde lo profundo del corazón:

Entra hasta el fondo del alma, Divina Luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro,

mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento

 

EN PROFUNDA ADORACIÓN

Cuando la persona es capaz de postrarse ante el Señor, para alabarle y adorarle, lo primero que descubre es el vacío que siente el ser humano cuando no es capaz de percibir, que está habitado por el mismo Dios.

Es un momento en el que la persona se da cuenta, del poder del mal que impera dentro de ella para llevarla a realizar tantas equivocaciones, tantas imperfecciones, tantas faltas… un poder sutil, casi imperceptible que poco a poco va minándola sin piedad; haciendo que, su interior se vaya convirtiendo en un vació difícil de llenar.

Hace pocas semanas presentaban en televisión, un maravilloso “robot” que la ciencia había conseguido, capaz de hacer cosas inimaginables. Bajaba escaleras, hacía tareas domésticas, atendía a ciertos estímulos… tan auténtico que, daban ganas de levantarte del sillón y aplaudir. Pero, nadie era capaz de aclarar que le faltaba algo que el ser humano nunca será capaz de implantar en él: Un cerebro y un corazón.

Sin pretenderlo, esta maravilla de la ciencia nos estaba enseñando, en lo que puede convertirse una persona cuando le falta Dios; alguien sin cerebro y sin corazón. Alguien que, a base de no dejarle pensar se va convirtiendo en un ser inhumano que tan sólo piense en sí mismo; sin importarle, lo más mínimo los que tiene a su alrededor. Un ser solitario, por mucho que viva en ciudades superpobladas, un ser insociable que no es capaz, de cruzar unas palabras con los vecinos de sus inmensas torres de viviendas.

Así vemos a jóvenes y menos jóvenes, incluso personas con más edad: ociosos, vacíos, sin criterio… sólo les preocupa: la buena vida, el placer, el parecer, el pasarlo bien… y cuando comparten su juicio, descubres que su interior está bastante deshabitado.

Este es el vacío que, todos tenemos en más o menos medida; y este vacío es el que os invito a presentar hoy ante el Señor.

  • Este vacío que, solamente se puede llenar con: Horas en su presencia. Con la interiorización de la Palabra. Con el alimento de su entrega.
  • Este vacío que pide: adoración, silencio, confianza, abandono en las manos del padre…
  • Este vacío que, no se llena con cosas, ni con ocio, ni con relaciones humanas… se llena con amor, con donación, con respeto, con perseverancia…
  • Este vacío que solamente podrá ser colmado por el Señor.

 

CON HONDO RESPETO

Cuando aprendamos a rastrear a través de la creación, las huellas de Dios y le dejemos llegar hasta el fondo del alma… empezaremos a notar que nuestra vida está presidida por la Trinidad de Dios.

Cuando las palabras de la Secuencia, empiezan a tener eco dentro de nosotros para irnos descubriendo nuestro vacío; empezamos a tomar conciencia de todas esas personas que, tanto queremos y que también tienen sus vacíos. De esas otras que caminan a nuestro lado y están en idénticas condiciones; de algunas que vemos con un aspecto envidiable pero se vislumbra que dentro no tienen nada… y decidimos presentarlas ante el Señor.

Es el momento de la adoración. De la Oración profunda. Por lo que nos ponemos –en actitud orante- en presencia del Dios de la vida para presentarle nuestra realidad.

Señor: Hoy te pedimos un corazón blandito. Un corazón capaz de:

  • Sentir con los demás.
  • De dedicarles nuestro tiempo.
  • De acoger la realidad de los que viven con nosotros.
  • De tolerarlos.
  • De respetarlos.
  • De seguir creyendo, en ellos y en Ti
  • De seguir esperando.
  • De seguir amando.
  • Y seguir orando…

Danos un corazón que se vaya haciendo grande de tanto dar, de tanto vivir la misericordia, la ternura, de tanto ser bondadoso, dulce, compasivo… de tanto intentar parecerse al tuyo.

Y, sobre todo: VEN. Ven a cada uno de nosotros, no nos dejes solos, sin Ti todo es complicado y doloroso. Por eso te repetimos desde lo profundo del corazón:

“Ven dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos”

 

 

Pentecostés

Pentecostés

El día que aprendamos que, no se puede penetrar en el corazón del mundo sin haber encontrado a Dios; descubriremos que, tampoco se puede penetrar en el corazón de Dios, sin antes haber aceptado la realidad del ser humano.

Estamos en Pentecostés, Pentecostés de 2019; y, resulta sorprendente que, Jesús nos siga mandando lo más preciado que tiene: su Espíritu; Espíritu que nos lleva a lo esencial, a la verdad plena, a la novedad de Dios. -No puedo dejar de preguntarme si las personas de nuestro tiempo son conscientes de esto y si, los que somos conscientes, estamos dispuestas a acogerlo-

En Pentecostés empieza algo nuevo. Se produce un acontecimiento impensable; surge una fuerza que nos lleva a insertarnos, en le mundo de lo imprevisible.
Por eso, sería muy importante que hoy, lo mismo que entonces, dejásemos que se realizasen en nosotros aquellas maravillas que llevaron a los apóstoles a tener: Un lenguaje común.

EN EL MUNDO DE LA COMUNICACIÓN

Resulta sorprendente observar que, en este tiempo donde prolifera la traducción simultanea, el conocimiento de varias lenguas, la tecnología más avanzada en traducciones simultaneas…nos encontremos más cerca de la confusión de lenguas que se produjo en Babel, que en la uniformidad que se produjo en Pentecostés.

Somos capaces de entender lo que nos dice un mensaje publicitario y nos es sumamente costoso entender lo que quieren decirnos nuestros: marido, mujer, padres, hijos, hermanos, familia, amigos… Hacemos jeroglíficos y no sabemos resolver lo que nos dice la Buena Noticia.
Olvidamos que sigue existiendo una lengua común, el lenguaje de los valores evangélicos; el que acreditó a Jesús en su vida y en su muerte y el que tantas veces tenemos la experiencia de seguir oyendo en nuestra “lengua nativa”, la que viene de nuestra opción por Cristo. El Amor.
Y es lógico, después de tantos años todavía, no hemos sido capaces de aceptar que, Pentecostés es una experiencia de amor y que, ese amor es el motor que pone al ser humano en pie y le hace caminar.
Sin embargo, no esperemos que ese camino se nos dé hecho; en él se nos irán presentando una serie de alternativas; de las que cada uno, desde su libertad, cogerá unas y dejará otras; pero con la seguridad de que, si lo hacemos bajo la fuerza del Espíritu, nos iremos insertando en la vida de creyentes y, sin pretenderlo, lo mismo que les pasó a los apóstoles, nuestras hazañas pregonarán la grandeza del Señor.
No podemos, por tanto, basar nuestra vida en actos, sino en buscar las actitudes. No vale conformarnos con oír homilías, sino desde ellas mirar dónde tenemos puesto el corazón. No vale el “cumpli-miento” de actos religiosos, sino llegar a la grandeza de buscar en ellos a Dios.
Esta es la realidad que insertará en nosotros las grandezas que surgieron del primer Pentecostés. La que nos llevará a ansiar que toda la tierra bendiga y proclame la gloria del Señor y de nuestro corazón brotará el agradecimiento para decirle, al Señor, con entusiasmo:
• Te alabamos Señor por la inmensidad de tus dones.
• Te alabamos por hacer realidad nuestras inquietudes más hondas.
• Te alabamos porque la alabanza siempre brota de un corazón agradecido y el nuestro desborda de gratitud.
• Te alabamos porque nos has congregado en unidad, a los que participamos de tu mismo Cuerpo y Sangre .
• Te alabamos porque al participar de tu Espíritu has hecho posible que comamos de un solo Pan, bebamos de la misma Copa y formemos un solo Cuerpo.
• Te alabamos por esta oración en grupo. Pues tenemos la seguridad de que, aquí y ahora, aunque presididos por la distancia, sigue siendo Pentecostés.

EL ESPÍRITU LLEGA DONDE QUIERE

Si ha habido un momento en la historia en que se le quiere poner freno a Dios es este. Y no es que sea peor que otros, pero quizá sí más obstinado y más minucioso; hoy no se hacen las cosas por ignorancia, todo se calcula con precisión y se manipula de manera descarada, de forma que ante tanto poder pretendemos manipular también a Dios y no nos damos cuenta de lo que quiere advertirnos Pentecostés.

Nos dice el libro de Los Hechos de los Apóstoles:
“Vino una ráfaga de viento impetuoso” (Hechos 2)

Un viento que limpió el ambiente: quitando miedos, devolviendo la calma, la libertad, la fuerza de expresar la fe, de vivir como verdaderos apóstoles.
Un viento tan fuerte que, también fue capaz de desatrancar las puertas de hacernos salir de nosotros mismos, de ir por la vida sin poner fronteras, pues uno no puede “asomarse a Dios” y seguir atado a los prejuicios y recelos que nos marca la sociedad.
Por eso hoy, os invitaría a que nos preguntásemos: ¿no somos cristianos demasiado fríos y correctos; demasiado formales y normales; demasiado convencionales… como para dar una imagen digna –del Espíritu Santo- a los demás?
¿No somos cristianos demasiado estirados incapaces de acoger el riesgo y el vértigo que produce vivir desde la fe?
¿No necesitamos muchos más testimonio de hombres y mujeres que lo arriesgan todo sin cálculos ni previsiones?
¿No precisamos poseer de tal manera el Espíritu que rompamos ataduras y condicionamientos para salir a predicar un testimonio de vida?
Así, año tras año, seguimos hablando del Espíritu Santo pero sin pararnos, ni silenciarnos para que venga a cada uno de nosotros. Seguimos hablando de sus dones, pero nos asusta la responsabilidad de recibirlos.
Y es que recibir los dones del Espíritu compromete demasiado, “hay que dar frutos dignos” nos dice repetidamente Jesús en el evangelio “por sus frutos los conoceréis” dijo en otra ocasión; dones y frutos no pueden separarse, por lo que es sorprendente que se hable tan poco de los frutos del Espíritu Santo, pero ahí están; y el catecismo nos los recuerda.
Los frutos son: Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad. ¡Y tantos más…!
Pues tanto los dones, como los frutos del Espíritu son infinitos y no pueden encasillarse ni abarcarse; por eso, aunque la Iglesia nos ofrezca unos determinados nosotros podemos ir experimentando muchos más.

Pero, si es importante conocerlos, lo es mucho más practicarlos por eso en os invito a que en esta semana nos preguntemos:
– ¿Cómo los inserto yo en mi vida?
– ¿Conocen los demás que el Espíritu habita en mí porque ofrezco frutos dignos?

TRANSFORMADOS POR EL ESPÍRITU DE DIOS

He apuntado reiteradas veces que, el que forma y el que envía es Jesús, pero que, el que transforma es el Espíritu de Dios, de ahí que el Espíritu Santo sea el elemento esencial del ser de cada bautizado.
Si nos acercamos al Génesis y nos situamos ante el germen de la vida, aparecen esas admirables palabras, que nunca terminarán de asombrarnos: “Cuando Dios formó al ser humano, del polvo de la tierra, sopló sobre su rostro el aliento de vida”
El Espíritu, es por tanto, la fuerza divina que dinamiza y transforma al ser humano, hasta hacerlo capaz de consagrar su vida, al servicio de los demás.
Por eso el que está abierto al Espíritu de Dios, experimenta la gracia del encuentro: en el seguimiento, la imitación, la unión y la configuración con Cristo, capaz de transformar todas esas actitudes en misión.
Y ahí tenemos la confirmación. Antes de recibir los apóstoles el Espíritu Santo, antes de recibirlo cada uno de nosotros, ya lo había recibido una criatura muy especial llamada María. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra”, le había dicho el Ángel. Y Así fue. Imposible la efusión del Espíritu sin el SÍ de María. ¡Qué despliegue de realidades encierra el misterio de Dios!
Más ¡qué decir de ese SÍ! Creo que lo más sobresaliente en María era: su ser totalmente pobre, pero lleno de las riquezas de Dios, por eso quiero invitaros hoy a ponernos junto a ella con sencillez, sin rodeos, desde la verdad de nuestro corazón para juntos decir al Señor: ¡Henos aquí!
• Haz que el Espíritu Santo descienda sobre cada ser humano, lo mismo que descendió sobre María, porque el mundo necesita entrar en el Reino de las Bienaventuranzas, con más urgencia que nunca.
• Ayúdanos a ser, como la Madre, disponible para que el Espíritu Santo pueda obrar también en nosotros maravillas.
• Y lo mismo que hizo Ella, escuchemos, sin desfallecer, la llamada de Dios, pues el Espíritu, siempre hace su aparición más silenciosa, en los momentos más decisivos de nuestra vida.

La Ascensión

La Ascensión

Si quieres ser presencia de Cristo en medio de la historia, acompaña, a Jesús, hasta el monte donde tuvo lugar su Ascensión; deja que te bendiga, que haga presente en ti su Espíritu. Y después, dile que te envíe a ser signo, para cada persona que se cruce en tu camino…

Segundo Misterio.- La Ascensión del Señor
Jesús vuelve a subir al monte para despedirse de los suyos. Su misión sobre la tierra ha terminado. Y quiere volver al Padre para preparar sitio a todos los que ama.
Le sigue una gran comitiva. En cabeza los apóstoles y entre ellos alguien muy especial, La Madre: María. Ella siempre mezclada con los demás. Siempre huyendo de privilegios, pasando desapercibida… aunque sin saberlo, brille con luz propia ante el mundo.

SUCEDIÓ EN UN MONTE
Nos sorprende observar, cómo elige Jesús, la montaña para los grandes acontecimientos de su vida.
– En la montaña multiplica el pan para que llegue a todos.
– En la montaña muestra su gloria el día de la transfiguración.
– En la montaña entrega la vida por amor a la humanidad.
– En la montaña nos enseña a perdonar, a acoger, a suplicar.
– En la montaña nos entrega a María por madre.
– Y ahora vuelve a subir a la montaña para despedirse de los suyos.
¡Qué significado tan especial debe de el Monte para Jesús!

Yo creo que lo hace así, porque el monte significa superación, ascenso, escalar, abrir caminos… Y Jesús sabe muy bien que el ser humano es el continuador de la creación, un productor de la tierra, un caminante en busca de Dios que es la perfección plena.
Y eso, precisamente, es lo que busca Jesús para cada uno de nosotros. Él ya había dicho “ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” ¿Acaso Jesús al decir esto ignoraba lo precario de la condición humana? Al contrario. Jesús conocía mejor que nadie la precariedad. Él había querido sentirla en su carne haciéndose hombre como nosotros… y sin embargo se atreve a decirnos que seamos perfectos.
Jesús sabía bien que cuando hablaba de perfección, se refería a la superación, al progreso, a la madurez… a dar pasos hacia adelante para alcanzar nuevas metas, a desarrollar los dones recibidos para compartirlos con los demás, a esforzarnos por llegar a Él, única plenitud.
Por eso cuando quiere referirse a la naturaleza humana, lo hace con su sencillez habitual: mostrándonos una semilla, un granito de mostaza… cosas insignificantes a primera vista. Para decirnos que, las grandes generosidades de la persona, Dios las ha plantado en nuestro corazón y a cada uno nos corresponde cuidarlas, engrandecerlas, hacerlas germinar… para que den fruto. Porque sólo así podremos ofrecerlas a los demás dignificadas.
Muy sencillo, pero muy costoso. Para llegar a hacerlo realidad, no queda más remedio, que insertar el amor en nuestra vida. Oigamos como nos lo dice Jesús: “Al que me ame, vendremos a él y haremos morada en él” (Juan 14,23) Y no es menos significativo lo que leemos en los salmos: “Dios habita en su santa morada…” (salmo 83) Pero:
– ¿Qué morada preparo yo a Cristo, para que habite en mí?
– ¿Cómo podría mejorarla?
Nos encontramos ante el misterio que hay dentro de cada persona al saber que Dios habita dentro de ella. Sin embargo, ¡Que diferente sería nuestro trato si fuésemos capaces de creérnoslo de verdad! ¡Cómo intentaríamos comprender a los que están a nuestro lado!
Todo ser humano es morada de Dios porque, un día, no sólo “la Palabra (Jesús) se hizo carne…” sino que además, habitó en nosotros.
Por eso Jesús nos dice hoy a cada uno en particular:
Ahora vivo en ti que me escuchas,
en ti que me rezas, en ti que me necesitas,
en ti que me amas…
Ahora vivo en ti si me dejas amarte.

• Pidiendo, al Señor, por todos los que viven como si Él no existiera, como si no estuviera en sus vidas, como si no les importasen los favores que les brinda, rezamos juntos: Un Padrenuestro y diez Avemarías –un misterio del Rosario-
Podemos terminar diciéndole:
Ayúdanos Señor a acompañarte al Monte de la Ascensión. A ese lugar donde siempre nos esperas para consolarnos, para fortificarnos, para alimentarnos. Ayúdanos a vivir, de una manera especial la Eucaristía, para hacer nuestra tu Palabra de vida; para dejar entrar, en cada uno, el amor con que nos amas y para llevar esa vida a cada hermano, que está esperando de nosotros algo nuevo y distinto de lo que hasta ahora les habían ofrecido.

María la madre de los pueblos

María la madre de los pueblos

Estamos terminando el mes de Mayo, mes dedicado a María y ¿a quién no le gusta honrar a María? Todos invocamos a nuestra patrona, todos tratamos de sacar tiempo para ir a celebrar su fiesta, sin embargo qué pocas veces nos preguntamos si ese amor a María nos acerca realmente a Dios, pues no es difícil ver en los santuarios marianos a personas que, manifiestamente, no tienen nada de seguidores de Jesús.

Pero no es a nosotros a quién nos corresponde juzgarlos, sino que respetándolos como se merecen, nos conviene fijarnos en ellos para revisar nuestra devoción a María por si también nosotros estuviésemos cayendo en algún tipo de error. De ahí que os invite a preguntarnos:

•  Y a mí ¿me acerca a Dios, esa Virgen a la que tengo tanta devoción?

Normalmente siempre nos detenemos ante el momento en que Jesús, al pie de la Cruz, nos regala a su madre. Y es verdad que es un momento precioso, pero hablamos poco de cómo la palabra Padre, en labios de Jesús, significaba casi como si dijese mamá, pues cuando Jesús pronunciaba la palabra Abba, estaba diciendo que se sentía querido, que confiaba, que… ese Dios temible que se presentaba en el Antiguo Testamento, no era real, que su Padre es un Dios de bondad con entrañas de madre, un Dios que no daba miedo sino que daba seguridad y sosiego.

Y precisamente esto es lo que el pueblo cristiano fue transfiriendo de María, la madre de Jesús, sin darse cuenta de que con ello, estaba salvando la Buena Noticia que se veía en peligro.
El pueblo ve en María: la madre de misericordia, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos, el auxilio de los cristianos… De ahí, que todo lo que Jesús quería expresar con el Abba al Padre, fue trasladado a la Madre. De ahí que sería bueno que nos preguntásemos:

•   Y nosotros ¿cuándo estamos dirigiéndonos a María en estos términos, nos acordamos del Abba que Jesús dirigía al Padre?

Es significativo, que la fe de María es la que ayuda al pueblo cristiano a vivir ese Abba, pronunciado tantas veces por Jesús al dirigirse al Padre. Pues la madre es cercana, no da miedo… en la madre se confía, ella es seguridad y cariño; es compasiva, asequible… capaz de sanar todas las heridas que produce el largo camino de la vida.

Con María, se recupera al padre, al médico, al amigo… ya nadie se queda sin amparo, sin protección. De ahí que, ella sea exactamente lo que para Jesús significaba la palabra Abba.
Por eso, no hay palabras ni sentimientos capaces de agradecer lo que María ha hecho para acercarnos a la Buena Noticia de Jesús. María nos ha enseñado que llegar a Dios es: sentirse querido, saber que alguien siempre nos comprende, nos perdona, nos acoge… Que Dios es alguien a quien no hay que temer porque no lleva cuentas del mal, porque todo lo olvida, todo lo espera, todo lo disculpa…

• ¿Qué sentimientos despierta en mí conocer a ese Dios que María quiere mostrarme?

Quizá ahora podamos entender mejor que en la Parábola del Hijo Pródigo no hay madre porque no hace falta, porque el corazón del padre es maternal. Y es curioso que María sea también, parábola de Dios.

Por eso, descubrir todo esto, ha de hacernos aumentar de manera especial, nuestra devoción, admiración y gratitud a María -la madre de Jesús y nuestra- por la que, gracias a su Sí incondicional, pudo Jesús ser uno de nosotros.

Ella es la que, a través de los siglos, nos ha llevado al Padre, nos ha acompañado en el camino de la vida y nos ha mostrado el verdadero rostro de Dios. Por eso ya solamente nos queda dar gracias por tan singular Don.

Gracias, Señor:
Gracias, por habernos regalado a María: Madre de Jesús y nuestra a la vez.
Gracias, porque de ella hemos aprendido: que la constante de nuestra vida ha de ser: la de alzar los ojos para alabar a Dios, desde la verdad de nuestro corazón.
Gracias, porque ella nos ha enseñado, que el secreto de su corazón, estaba en ser pobre, disponibilidad que la llevo a ser invitada a alegrarse.
Gracias, porque también hemos conocido que su corazón era, sensible para acoger la Palabra, que guardaba y aceptaba con infinita paz y comprensión.
Hemos aprendido… Que su corazón era joven y buscaba lo nuevo; estando disponible para dejarse hacer por su Señor.
Que su corazón era fiel, con una fidelidad que la hacía firme como la roca.
Que su corazón era creyente; y en él cabía la fiesta, el canto, el júbilo.
Y, gracias… porque ahora sabemos, con certeza, que sus brazos y su corazón, están siempre abiertos para acoger, a cada hijo que necesita cobijarse en ellos.