Orar en fariseo o en publicano

Orar en fariseo o en publicano

Si nos detenemos ante la Palabra de Dios nos damos cuenta, de que el tema de la Oración parece ocupar un lugar muy privilegiado. Y si, realmente,   hay algo que a un grupo de adoradores ha de interesarle, es precisamente eso, el tema de la oración. Por lo que, si el martes pasado nos deteníamos ante la necesidad de “orar sin desfallecer”, será bueno que la siguiente pregunta sea: ¿cómo orar?

Lo tenemos cercano. Es el mismo Jesús, el que en el evangelio del domingo nos ofrecía la parábola del Fariseo y el Publicano, una parábola que Jesús eligió para que se interrogasen, tanto los que le acompañaban, como el resto de oyentes que se acercasen a oírlo. Aunque, lo que a nosotros ha de importarnos, sea preguntarnos cómo la recibimos y cómo la acogemos.

Yo creo que todos, o al menos una gran mayoría, al escuchar este pasaje del evangelio, solemos imaginarnos una iglesia vacía con dos hombres uno en el primer banco y otro en el último, orando solos. Pero probablemente estos personajes podían están mezclados entre la gente e incluso uno al lado del otro. Sin embargo hay una cosa clara: los dos habían elegido hacer oración –como nosotros- Pero,

  • ¿Realmente yo, he elegido hacer oración?

          Aquí lo tenemos. Jesús, es el que opta por estas dos posturas  contrapuestas para explicarnos la autenticidad de la oración.

TEXTO EVANGÉLICO

“Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros… ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” En cambio el publicano se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” os aseguro que este bajó a su casa justificado y aquel no.

Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lucas 18,9 -14)

Por un lado, el texto nos presenta a un fariseo, personaje ejemplar donde los haya, que cumple todas las leyes y alguna más –por si acaso- sin embargo se advierte en él algo que no cuadra: quizá ese pequeño gesto, o el tono de su voz, o la manera de sonreír, quizá su mirada, o esa palabra inoportuna… En él se aprecia un planteamiento equivocado, poco creíble… se aprecia que la verdad que proclama tiene poco que ver con el mensaje de Cristo.

  • Y esto ¿qué me dice a mí, en relación a mi manera de orar?

La parábola nos advierte de que, hay virtudes que no desprenden buen olor. Él fariseo está presumiendo de ser familiar con Dios, pero no es capaz de advertir que Dios, aunque a él lo acoge bondadosamente, a su manera de actuar no. A su manera de actuar, no sólo la mantiene a distancia, sino que la aparta y la rechaza.

Porque Dios no soporta las virtudes que se llenan de presunción, de autocomplacencia, de vanagloria, de jactancia, de desprecio a los demás….

  • ¿Le gustará a Jesús, mi manera de utilizar mis virtudes?
  • ¿Qué me diría de mi modo de proceder con ellas?
  • ¿He olvidado que los dones que tengo son pura gracia de su amor?

Por otro lado encontramos al publicano ciertamente no se presenta como modelo de vida, su conducta no es mejor que las prestaciones virtuosas del fariseo. Su ética es bastante dudosa y bastante discutible, en cualquier caso no es un campeón de honestidad.

Más lo que le hace ganar frente al fariseo es la actitud de no pretender esconder la miseria que lleva encima. Quizá ese se el detalle que presentan sus palabras entrecortadas:

  • ¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador.
  • Con ello aparece el gesto: se golpea el pecho.
  • Y descubrimos su mirada: no se atrevía a levantar los ojos…

Cualquier detalle resulta decisivo. Porque el amor se nutre de detalles y uno sólo bastaría para indicar si nosotros somos “verdaderos ante Dios”

  • ¿Cuál es mí detalle en esta mañana? Puede ser que no logre hallarlo, pero no pasa nada; Dios es paciente y sabe esperar
  • Y todavía más. Si no soy capaz de descubrirlo puedo pedir su gracia para que me ayude a encontrarlo.

Nos queda un último apunte ante los dos comportamientos a los que nos hemos referido. Los dos anidan en cada uno de nosotros, unas veces actuamos con uno y otras con el otro.

De ahí que precisemos estar alerta, para renunciar a sentirnos satisfechos de nosotros mismos, de ir a la oración buscando solamente que Dios satisfaga nuestros deseos; de estar rato y rato hablando solamente de lo nuestro sin acordarnos de las necesidades de los demás; de buscar recitar frases bonitas como si Dios necesitase de nuestra locuacidad…

La verdadera oración tiene dos componentes esenciales: la humildad y la pobreza y eso no se improvisa al entrar en la iglesia, ni se compra con arrogancia.

Nuestra vida tiene que tener una manera de realizarse que al llegar ante el Señor, aún sin pretenderlo, nuestra rodilla se doble ante su grandeza, mientras nuestro corazón se sienta necesitado de su amor.

Porque yo creo que, lo que más necesitemos los que estamos en oración ante Él, es arrodillar nuestro corazón y regalarle ese gesto de acción de gracias ante tantos bienes como recibimos.

No cerremos nuestro corazón a esta enseñanza que, por medio de estos dos personajes, quiere hacernos llegar el mismo Jesús.

Dejemos de intentar comprar a Dios con nuestros gestos –por muy buenos que sean- dejemos de hacer planes cuando llegamos ante el Señor, dejemos de tomar decisiones de cómo llegar a Él para agradarle… Cuando lleguemos ante Él para orar, abandonémonos por entero en su presencia; dejemos que Él ore por nosotros; aceptemos, sin poner condiciones, su designio de salvación personal, para cada uno y, luego, callemos, Callemos, hasta que seamos capaces de sentir su presencia en lo más íntimo de nuestro ser.

Acojamos su gracia, su fuerza salvadora, su empuje… Dejemos de conquistarle, de convencerle de nuestros planes… Dejémonos, mejor, “convencer” por Él que, siempre guarda para nosotros, unos bienes que jamás habríamos sido capaces de imaginar.

Y vaciémonos. Vaciémonos de condicionamientos y prejuicios cuando queramos llegar ante el Señor para orar, pues no olvidemos que,

Jamás podremos hacer sitio a Dios,

si estamos llenos de nosotros mismos

 

 

Orar sin desalentarse

Orar sin desalentarse

“Que nada os preocupe. Orad y pedid a Dios todo lo que necesitéis y sed agradecidos”  (Filipenses 46, 7)

 La Palabra de Dios es directa, no usar evasivas, no da rodeos… Nos dice directamente que: Oremos sin desfallecer.

       Pero ¿por qué orar? ¿Cómo orar? Y en realidad ¿yo quiero orar?

Si nos ponemos ante nuestra realidad vemos que hay muchas personas que rezan –cosa fantástica- pero cuando se les habla de hacer oración huyen, es como si se les estuviera hablando en un idioma desconocido, se asustan, no son capaces de aceptarlo y, tristemente, hasta son capaces de juzgar a la persona orante.

Pero yo sé que, en su fondo buscan a Dios desde lo profundo, lo que pasa es que nunca han sido capaces de entrar en esa experiencia donde Dios aparece de una manera nueva y sorprendente.

La oración es simplemente dejarse MIRAR por Dios. (La palabra mirar que en la biblia significa amar) Por eso, la oración tiene que estar lejos de los condicionamientos, las estructuras, las normas… ¿Acaso alguien se plantea, las veces que besa a su hijo al día? ¿Acaso alguien hace un discurso para hablar con los suyos? Pues si Dios es uno de los nuestros y el más importante ¿Cómo buscar formas absurdas para llegar a Él? Pero:

  • ¿Yo? Yo que voy con asiduidad a la parroquia, que busco a Dios… ¿soy, realmente persona de oración?
  • ¿Me dejo mirar = amar por el Señor?

 Cuando nos detenemos a observar a los grandes profetas: Moisés, Elías, Isaías… nos damos cuenta de que todos se pusieron de pie ante el Señor. ¿Para qué? Pues para que les mirase. Pero ¿por qué se nos presenta una cosa tan irrelevante para nosotros? Pues para que nos demos cuenta de que todos se dejaron mirar por Él. Se pusieron ante Él “para ser vistos” porque esta actitud confirma que Dios ve el corazón de la persona, su fondo, su profundidad… De ahí que el orante tenga por misión, el ponerse “en pie” en presencia de Dios, para dejarse mirar por Él.

Fijaos con que precisión nos lo dice el Salmo 138 “Antes de formarme en el seno materno, Dios ya me conocía…” Dios ya me había mirado, ya se había fijado en mí.

Y conocer a Dios, o ser conocido por Él, supone:

  • Ponerse en relación.
  • Experimentar su presencia.
  • Participar de su vida.

Porque Tú Señor me ves, pones a prueba mi corazón y estás conmigo. Esta es la clave. Dios está cerca, atiende mi queja, me escucha, me oye, me acoge… Y porque estoy cerca de Él, soy visto, escuchado, amado… Hasta el punto, de que “Dios es capaz de concederme, hasta lo que no me atrevo a pedir”

 Por eso la oración de Jesús impactaba, porque sentía todo esto como nadie. De ahí que los discípulos, testigos de ello, se quedasen embelesados al verle dirigirse a su Padre.

Así, un día, en el que ya no podían seguir viéndole, con esa actitud de intimidad, dirigirse a su Padre, se atreven a decirle ¡enséñanos a orar!

Me imagino que, Jesús, los miraría con mucho cariño y, lejos de apabullarlos con una disertación que les impresionase, les va diciendo pacientemente, mirad:

Cuando os pongáis delante de mi Padre no utilicéis muchas palabras. Él sabe al instante todo lo que os pasa.

La oración ha de ser insistente, como la de la pobre viuda.

Ha de ser perseverante. Siempre sabiendo esperar, porque Dios llega siempre: a su tiempo y a su modo.

La oración ha de ser confiada. ¿Quién no tiene confianza con su padre? Pues Dios, es el Padre Bueno que nos espera siempre.

A la oración se ha de llegar con una profunda humildad. No somos nosotros los que tomamos la iniciativa, es el mismo Espíritu el que “ora por nosotros”, cuando somos capaces de disminuir para que Él crezca.

A la oración hemos de llegar sabiéndonos pecadores, imperfectos… necesitados del amor del Padre para que nos regenere.

A la oración hemos de llegar, con la fe suficiente, como para poder exclamar: Señor yo creo pero aumenta mi fe.

  • ¿Es, realmente, así mi oración?

 Pero, a pesar de tanta resistencia, yo creo que todos sentimos necesidad de orar, de llegar a Dios, de decirle nuestros problemas, de expresarle nuestras necesidades y esto es lo que se necesita para hacer oración, de ahí que a veces me pregunte ¿por qué queremos complicar una cosa tan evidente? Para hacer oración, -como nos dijo Jesús- tan solo se necesita:

  • Querer orar.
  • Gustar el silencio.
  • Estar abiertos a la escucha.
  • No desanimarnos.

Es triste escuchar que algunas personas han dejado la oración: porque no les dice nada, porque se aburren, porque su esfuerzo no ha estado en consonancia con los frutos esperados…

Os aseguro que, si los frutos fueran en proporción directa al esfuerzo y al tiempo empleado y pudiésemos descubrir un termómetro que midiera sus frutos, todo el mundo sacaría tiempo para hacer oración. Pero la oración no es una línea recta; el tiempo de Dios no es nuestro tiempo ni su manera de actuar la nuestra, por eso nos resulta tan difícil caminar por sus sendas. La oración es gratuidad, regalo, entrega, donación.

La oración es dejar a Dios manejar tu vida. Es dejarnos hacer por él, entregarle las riendas de nuestros asuntos… Pero esto requiere una fe grande y un total desprendimiento.

  • ¿Qué dice esto a mi manera de hacer oración?

Después de observarlo, me parece que queda claro que un día sin oración es como un día sin sol, donde la mirada queda retenida en nosotros mismos.

Por eso necesitamos darnos cuenta de que, cuando no damos suficiente tiempo a la oración y caemos en el activismo, tropezamos con las personas que nos rodean como meros bultos que tan solo nos estorban. Somos incapaces de ver sus rostros, de percibir su misterio, de darnos cuenta de que están habitadas por ese Dios, por medio del cual: “somos, nos movemos y existimos

De ahí que, sólo cuando seamos capaces de acoger en nosotros, esa presencia de Dios que nos llene y nos envuelva, podamos sentir la riqueza del encuentro.

Cuántas cosas más querría decir, pero creo que hoy es imprescindible terminar orando.

Señor: Te necesito.

Sé que Tú, no eres solamente parte de mi vida, sé que Tú, eres mi vida.

Eres mi pozo, mi sed, mi agua… El que me refresca, me lava, me riega, me empapa…

No permitas, Señor, que abandone esta vida de intimidad contigo. Tú sabes, mejor que nadie, que el sol de la vida calienta demasiado y no quiero que, la necesidad de agua, me arrastre a pozos equivocados.

Pero, a pesar de todo, sé Señor, que legues cuando llegues… ¡Yo te estaré esperando!

No tengamos miedo de que Dios se manifieste

No tengamos miedo de que Dios se manifieste

Hace dos semanas, hablábamos del encuentro con Dios. Pero, aún queriendo encontrarnos con Él, no estamos acostumbrados a dejar que sea Él el que elija, ni el que nos manifieste su voluntad. No le damos oportunidad. Nos envolvemos en proyectos, reuniones, presupuestos, estadísticas… No somos dados a  esperar esas manifestaciones que nos llegan de Dios y que, una y otra vez, tratamos de no dejarle hacer su trabajo en nosotros.

Sin embargo, Dios no cesa, de manifestarse al ser humano como  siempre se ha manifestado.

Por eso sería bueno que hoy recordásemos, alguna de las veces,  en la que el Señor se nos ha manifestado. Pero no de una manera global, sino buscando esa vez en que nuestro cuerpo tembló al contemplarle:

  • ¿Qué hecho recuerdo, en el que vi a Dios presente sin ninguna duda?

 

En el libro del Éxodo vemos que, cuando Dios se manifiesta a Moisés, él asombrado, se inclina, se echa rostro en tierra y adora.

Dios llama a Moisés desde la zarza:

— ¡Moisés! ¡Moisés! —Aquí estoy —contestó Moisés.

Entonces Dios le dijo: —No te acerques.

Descálzate. Porque el lugar donde estás es sagrado.

Después añadió:—Yo soy el Dios de tus antepasados.

Soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Moisés, al oírlo se cubrió la cara,

pues tuvo miedo de mirar a Dios.

 

Moisés no puede ver a Dios. Su rostro ha tapado al hundir su cabeza sobre la tierra, pero pronuncia el nombre de Dios y encuentra su rostro. Porque el amor siempre está por encima de las palabras, por encima de la inteligencia.

Las palabras, a veces, tan sólo esconden lo esencial de lo que queremos manifestar. Por eso os invito a pedir perdón:

Señor: Perdóname, por las veces que voy a ti con la cabeza demasiado elevada, como si fuese yo el portador de la verdad.

       Perdóname, cuando te aturdo con palabras huecas, que me tapan lo esencial de lo que querrías decirme.

       Perdóname, por las veces que me quejo de que nadie me tiene en cuenta, cuando soy yo el que tengo que preocuparme por los demás…

 

Sin embargo, esa actitud humilde de Moisés, le hace descubrir a ese Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”; descubre el verdadero rostro de Dios, un rostro paciente, un rostro sereno, un rostro de perdón infinito.

Moisés, como todos los adoradores que han existido después de él, sabe muy bien que a Dios hay que rendirle honor en silencio, dejando que el misterio cale dentro del corazón.

Pues cuando el misterio cala, el corazón empieza a llenarse; mientras las palabras van callando, los pensamientos se van evaporando de nuestra mente y ya sólo queda sitio para la sorpresa, para el asombro, para la adoración a ese Señor, que hace maravillas en los corazones disponibles y entregados, como el de María.

¡Ay si la gente decidiera acercarse así al Señor! ¡Si fuese capaz de acceder al sagrario para quedar en silencio y adorar! Porque:

Cuando el silencio habla, la vida se transforma.

Cuando el silencio del amigo habla, la vida se llena de ternura.

Cuando el silencio del corazón habla, la vida se transforma en amor.

Cuando el silencio del amor habla, la vida se hace comunión.

Cuando el silencio del dolor habla, la vida se hace misterio.

Cuando el silencio del misterio habla, la vida se transforma en adoración.

 

Dios, revela sus secretos a los que han sabido hacerse pequeños, a los que han sabido en el silencio llegar a Él. Cuántas veces caemos en la curiosidad de saber cosas sobre Dios, de discutir cosas sobre Dios, de demostrar cosas de Dios; pero enseguida comprendemos que esto no nos lleva a nada concreto. Dios no se deja capturar por la mente. A Dios se llega en un eterno descubrimiento, dejando al Espíritu que nos conduzca hasta la verdad plena.

Por eso, el lugar donde podemos descubrir el amor de Dios es el corazón. “El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Y ese amor que Dios pone en nuestro corazón es el que nos traerá los frutos salidos de su esencia: la bondad, la ternura, la benevolencia, la alegría… y veremos que todo este derroche de amor es la rúbrica de Dios en nuestra vida. Porque:

Cuando el silencio del alma habla, nuestra vida se transforma en oración.

Cuando el silencio de Dios habla, la vida se transforma en misterio  de Dios

Cuando el silencio de la luz de Dios habla, la vida se llena de transparencia de Dios

      Porque… cuando el silencio habla, la vida se transforma.

Y entonces notaremos… que, a nuestro interior llega esa esperanza que no defrauda, esa paciencia en medio de las tribulaciones, esa paz cuando las cosas son adversas, y sentiremos de nuevo la presencia de Dios, y nuestro corazón saldrá transformado. Acogeremos el Don desde la libertad más plena y comprenderemos lo que es su gratuidad.

Pudiendo decir con las palabras de Isaías:

“En la noche te desea mi alma y en verdad mi espíritu, dentro de mí te busca con diligencia; porque cuando la tierra tiene conocimiento de tus juicios, quedan sobrecogidos todos los habitantes del mundo” (Isaías 26:9)

Los Besos de la Virgen

Los Besos de la Virgen

Tenía claro que esta semana nuestra oración tendría que estar dedicada a María. La semana abre con la fiesta de la Virgen del Rosario y se cierra, con la de la Virgen del Pilar y ¿cómo pasar por alto algo tan singular?

Pero mi empeño no era fácil. Todo lo que intentaba poner ya lo había plasmado en otras ocasiones y en lugar de conseguir escribir, borraba sin parar lo escrito.
Tenía que viajar y, como tanta gente en el autobús aproveché para orar un rato y, sin dar crédito a ello, de repente, me encuentro con esta preciosa leyenda que me conmovió. Estaba claro que la usaría en la oración de esta semana.

“Cuenta que, un acróbata y payaso, hastiado de recorrer el mundo, llegó a una abadía de monjes con la intención de recogerse allí y dedicarse por entero al servicio de Dios. Muy pronto, sin embargo, cayó en la cuenta de que no estaba preparado para vivir la vida de los monjes. No sabía leer ni escribir, era muy torpe para los trabajos manuales y los ratos de oración se le hacían interminables. A medida que pasaban los días, se veía cada vez más deprimido, como si tristeza cubriera su alma. Una mañana muy temprano, mientras los monjes estaban en oración, el payaso acróbata se puso a vagar por la abadía y llegó a la cripta de la iglesia, donde descubrió una imagen de la virgen. El payaso observó con atención su rostro cariñoso y sintió que no había hecho nada en su vida para demostrarle a la virgen su amor de hijo. Como lo único que sabía hacer bien era brincar y bailar, se despojó de su pesado hábito y empezó a ejercitar para la virgen sus mejores saltos, muecas y cabriolas, mientras le rogaba que aceptara su actuación como prueba de su amor. Desde ese día, mientras los demás monjes se entregaban a sus oraciones, el payaso bailaba y brincaba con toda devoción para la virgencita de la cripta. Un día, lo sorprendió un monje haciendo sus payasadas y, muy escandalizado, corrió a contárselo al abad. Bajaron los dos en silencio a la cripta y, ocultos detrás de una columna, presenciaron atónitos la actuación del acróbata hasta que cayó exhausto sobre el piso. Entonces, apenas pudieron creer lo que veían: la virgen se levantó, llegó hasta él, enjugó la frente sudada del payaso y depositó en ella un largo beso de agradecimiento y amor”

Después de leerla, me sentía pobre y necesitada ¡cuánto hemos crecido me decía! Nos hemos hecho tan altos y tan anchos, que ya no somos capaces de hacer “payasadas” para la Virgen, ahora solamente la miramos y le rezamos con palabras rebuscadas y oraciones que puedan impactarla. ¡Qué equivocación la nuestra!

Acababa de llegar en ese autobús para recoger a mi nieta de la guardería y al llegar a casa ella me escenificó, una y otra vez, la canción que ese día le habían enseñado en la guardería, yo me la comía a besos… y, en ese momento, volvió a mi mente la imagen de la Virgen besando al Payaso.

¡Qué complicados somos los mayores –pensé-! Tanto hablar de la Virgen y no se nos ha ocurrido pensar los besos que daría a Jesús cuando acabase de nacer; cuando de pequeño hiciese “payasadas”; cuando, después de aquel sobresalto, lo encontrase en el Templo. Y nosotros –mentes pensantes- lo único que se nos ha quedado, es el reproche que le hicieron sus padres: “cómo nos has hecho eso, ¿no sabías que tu padre y yo te andábamos buscando…?”

Los besos que le daría cuando se fuese a jugar con los niños del pueblo… y al irse a la cama; y cuando de mayor se despidiese de ella, para comenzar su vida pública… ¡Cuántos besos encogerían el alma de María al verlo partir…! Y ¡cuántos besos al darle ánimo para que no desfalleciese! Pero…, sobre todo, ¡qué largo aquel beso al recogerlo destrozado bajando de la cruz!

• Y yo ¿he sido capaz de pensar, alguna vez, en los besos de María?

Los besos de María no son algo del pasado, ni son exclusivos para Jesús. María sigue besando a cada hijo que se acerca a ella magullado por las caídas del camino. Sigue besando a cada hijo que ha equivocado la manera de vivir y… sigue besando a los que se encuentran en la soledad, en los que están postrados en la cama con una dolencia y en los que están a punto de partir.
Pero María, también sigue besando a los que tienen herida el alma, a los que no se sienten queridos, a los solos, a los que se sienten relegados y a los que despreciamos porque decimos “que no son como nosotros…”
Porque ¿sabéis? aquí entramos todos. En estas circunstancias se encuentra el mendigo y el poderoso; el que está lejos y el que está cerca; el que tiene muchos años y el que está en la flor de la vida… Sin embargo, lo triste es que, pocos advertimos cómo nos besa la Madre en esos momentos determinados. Pues,
• ¿Sentimos, realmente, los besos de María, cuando llegan los momentos duros a nuestra vida?

Fijaos cómo nos sentiríamos, si nos dejásemos besar por María cuando nos llegan los contratiempos de la vida.
Cómo se sentirían, si los que están en paro o atados a alguna adicción, se dejasen besar por María.
Y… ¡ay!, si nos dejásemos besar por María los que vamos a la iglesia, los que creemos “haber cumplido” los que abrimos la mano –a medias- para no complicarnos la vida.
¡Ay! si María pudiese besar a los políticos, a los de las grandes fortunas, a los que pueden engrandecer o destruir “de un plumazo” la humanidad.
Madre de los besos. Bésalos, aunque no se dejen. Hazles saborear la dulzura de tus caricias y la ternura de tu corazón…

Pero llega la segunda parte.

Y Jesús ¿no besaría a su madre? ¿Cómo la besaría?

La iconografía se ha encargado de demostrarnos esta realidad. El tema afectivo entre la madre y el hijo nos lo muestran los iconos del arte bizantino. Ellos manifiestan con delicadeza, la unión total de “Dios con su madre”

¿Quién no ha visto en cantidad de ocasiones, el icono en el que la Virgen aparece sentada, mientras que el Niño la abraza, juntándose las dos mejillas; y rodeándole el cuello con uno de sus bracitos, muestra la complicidad de amor, que hay entre ambos?

Y qué puede decir la gente, de la costumbre que se mantiene en Zaragoza, desde la Edad Media, de besar y tocar el Pilar de la Virgen.
Es impresionante la fila que se encuentra siempre para besar el Pilar. Y ¿quién no se admira al ver la oquedad -que beso a beso- se ha hecho en el jaspe de la columna?
Ni las alertas sanitarias han podido con esta centenaria tradición. Allá por el año 2009, el Ministerio de Sanidad que entonces dirigía Trinidad Jiménez, desaconsejó este tipo de ritos ante el riesgo de contagio de la gripe A. Sin embargo, la fe pudo más que los consejos de Sanidad y aún en aquellas fechas era habitual ver a los fieles postrarse ante la Virgen para besar la columna donde ella descansa.

Porque la Madre, también necesita besos. Necesita el beso de sus hijos, aunque estén perdidos, aunque se alejen de ella, aunque se aparten de su Hijo, aunque renieguen de Dios…

Y nosotros, los que decimos amarla:
• ¿Qué besos damos a la Virgen?

Más, no sólo eso. Hoy deberíamos preguntarnos: Y yo ¿a quién beso? ¿Cuánto hace que no beso a nadie? ¿Beso a los míos?
Y… ¿cómo los beso? Porque un beso puede sellar un amor para siempre, pero también una traición.

Por eso, hoy quiero invitaros, a regalar nuestros besos a los carentes de amor, a los solos, a los que sufren, a los que no se sienten comprendidos por nadie…
No olvidemos que los besos, los abrazos, la ternura… son curativos. Fijaos cuántos han vuelto a Dios al saborear la calidez de la Madre.
Porque la Madre siente, mejor que nadie, el beso que sale de una lágrima, de un dolor, de una espera, de una satisfacción, de una lucha…

Por eso, aprendamos de ella y sigamos descubriendo esos besos callados que tantas veces hemos recibido y han pasado inadvertidos en nuestra vida. Pensemos que,

El día que no besemos o no nos dejemos besar
será, porque
se nos habrá hecho viejo el corazón

Encontrarse con Dios

Encontrarse con Dios

Durante estas semanas anteriores, hemos ido viendo que, todo lo que ha sucedido hasta ahora ha sido gracia de Dios.
Las Lámparas encendidas, la entrada al Banquete, el puesto que hemos ocupado, la invitación a trabajar para el Reino… Pero, lo realmente importante es, si de verdad nos hemos encontrado con el Señor o no, pues es ahí donde está la esencia de todo: En el Encuentro.

Por eso es importante preguntarnos:
• Y yo, ¿me he encontrado con el Señor?
• ¿O todavía sigo encendiendo lámpara y buscando el puesto adecuado, sin advertir su presencia?

Porque, lo primero que necesitamos, es tomar conciencia de que es -el mismo Dios- el que nos espera. Y nos espera para hacernos sentir su mirada llena de amor, de ternura. Nos espera para regalarnos una mirada que habla, que da paz, que estimula a llevar una vida que merezca la pena.
Pues Él quiere –para su Reino- personas capaces de tomar una opción seria: de esfuerzo, de entusiasmo, de fortaleza… para no abandonar; ya, que las circunstancias y los avatares de la vida, intentarán hacer que nos rindamos una y otra vez.
Y vemos que, la vida se repite que esto ya les pasó a sus discípulos. Que ellos, a pesar de estar con Él, a pesar de compartir sus conversaciones, su comida, a pesar de vivir una vida itinerante a su lado, tampoco eran capaces de arriesgarse de verdad. Por eso, un día les dijo:

Mirad:
“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra, lo esconde de nuevo y vende todo cuanto tiene, para comprar el campo”
(Mateo, 13, 44)

Y ahora nos llega la pregunta. Y para nosotros –para mí- que hago oración, que comulgo cada día, que quiero vivir a su lado:
• ¿Soy consciente de haberlo encontrado?
• ¿Qué significa haber encontrado el Tesoro?
• ¿Vendería todo lo que tengo para adquirirlo?

Vamos dándonos cuenta de que, cuando decidimos encontrarnos con Dios, escucharle con atención, intentar descubrirle en nuestra vida… no nos queda más remedio que acercarnos a la oración, a la Eucaristía… llegar a su presencia, quedar callado, escucharle, hablarle… regalarle un rato de nuestro tiempo… Pues, ¡Cómo tranquiliza saber que Dios está ahí!
Sin embargo, muchas veces lo hacemos con la misma impaciencia con la que realizamos las actividades de nuestra vida. Con el tiempo controlado y buscando resultados inmediatos a lo que nos preocupa.
Necesitamos acostumbrarnos:
• A saborear este tiempo que estamos con el Señor.
• A dejar que su Palabra vaya calando poco a poco en nuestro corazón.
• A disponernos para que Dios pueda entrar en nuestro fondo a su ritmo, sin forzar las cosas, a su manera…

Por eso hoy, querría invitaros a que, en lugar de apabullar a Dios con palabras e ideas, intentemos mirarle. Que nos dejemos mirar por Él, que le sintamos… que gustemos internamente lo que nos va diciendo, lo que intenta transmitirnos, lo que quiere indicarnos…
Escucharlo, como lo han escuchado en los momentos de calma los grandes orantes. Dándonos cuenta de que nos dice –nada más y nada menos- eso mismo que les dijo un día a sus apóstoles:

Os daré el Espíritu de la verdad para que esté siempre con vosotros. Ese Espíritu que el mundo no puede recibir, porque ni lo ve, ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros, y está en vosotros.
(Juan 14,16)

• ¿Qué he sentido al escuchar estas palabras?
• ¿Pienso que, realmente, conozco el Espíritu de la verdad?
• ¿Pienso que, realmente vive en mí?
• ¿Qué resonancia tiene todo esto, en lo profundo de mi ser?

No dejemos pasar inadvertido que, Dios sale a nuestro encuentro una y otra vez, aunque nos resulte difícil reconocerlo. Él está en toda ocasión. Cuando las cosas son favorables, cuando son adversas; cuando viene mostrándose en una enfermedad o cuando llega desde una mano tendida…
Y es sorprendente que, este encuentro con el Tesoro, se pueda dar de tantas maneras. Lo vemos con reiteración en el evangelio. A veces se da a los que buscan sin descanso y otras veces aparece sin buscarlo, sin que nos lo propongamos… aparece, haciéndose el encontradizo en nuestra vida.

Sin embargo, ahí vemos a tanta gente buscando algo más grande y mejor, sin ser capaces de ver que todo lo que buscan, se encuentra en el Evangelio de Jesucristo. ¡Cuánta gente buscando a Dios, en medio de oscuridades que son las que ocultan el valor del tesoro! Esta es nuestra tarea, no podemos escatimar esfuerzos, tenemos que llevar el Tesoro a todas esas personas ávidas del encuentro con el Señor y que no tienen a nadie que se lo muestre.

Pero, para ello en necesario, ponernos ante Él y preguntarnos –desde la mayor sinceridad-

Si Dios es mi tesoro,
¿Tengo, realmente, puesto en Él mi corazón?

Saber Elegir

Saber Elegir

Los últimos serán los primeros.

Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras esté cerca; que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad.
Porque mis planes no son vuestros planes, ni vuestros caminos son mis caminos –oráculo del Señor–. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes. (Is. 55,6)

Si la semana pasada, se trataba de entrar en el Banquete, esta semana vamos a ver, qué puesto debemos elegir en él. Y para ello, nos vamos a acercar a los que se fueron a vivir con Jesús, pues seguramente ellos sabrían muy bien lo que debían hacer.
Sin embargo, al aproximarnos a ellos, nos damos cuenta de que tampoco tienen las cosas muy claras. Un día y otro, nos sorprendemos, al ver cómo Jesús tiene que ir aleccionándolos de cuál ha de ser su proceder ante cada circunstancia. Y, precisamente, lo que ahora les quiere enseñar, es que aprendan a elegir.

Cuando nos ponemos ante el evangelio de Jesucristo, nos damos cuenta de que, eso de que sus seguidores se disputasen los primeros puestos era algo habitual, de hecho Jesús se lo recrimina en diversas ocasiones; es más, incluso trataban de hacer méritos para conseguirlo, sin importarles en absoluto dejar relegados a los demás del grupo; mientras que, Jesús, con admirable paciencia los reprendía, una y otra vez y les enseñaba con parábolas que, en ocasiones ni siquiera escuchaban y en otras no acababan de entender.
Pero, ¿acaso no os suena habitual este comportamiento? ¿Acaso hoy no nos disputamos los primeros puestos en la Iglesia? ¿Acaso nos inquieta mucho relegar a los demás? ¿Acaso no tratamos de hacer méritos para “comprar” a Dios? ¿O no oímos la Palabra de Dios sin escucharla…?

Esta es la realidad. El proceder de Dios siempre nos resulta atípico, extraño, paradójico… o, cuando menos sorprendente; por eso nos deja tan desconcertados a los que vivimos en este mundo, donde conseguir el primer puesto es tan meritorio y tener, las riendas de la vida en nuestras manos, tan sugestivo. Pero todos sabemos la diferencia que existe entre:
• Los criterios de Dios y los nuestros.
• Y el proceder de Dios y el nuestro.

Precisamente, esa es la situación que nos acompaña en este momento. Aunque con una luz mortecina, nuestras lámparas pasaron el “examen” y entramos a formar parte del banquete.
Pero, por mucho que deseemos seguir buscando la provisión de “aceite”, seguirle sin desfallecer, vivir su evangelio y ser fieles a su Palabra… nos encontramos con que todas esas buenas intenciones, están acompañadas de nuestra humanidad, nuestra manera de ser y nuestra falta de exigencia… y, que, con más frecuencia de la que creemos, seguimos un criterio muy distinto, al utilizado por Dios e indudablemente, muy lejano a los requerimientos que nos brinda su evangelio.
Por eso, ante esta circunstancia, la primera pregunta que nos viene a la mente es esta: ¿Tanto puede importarle a Dios, la cuestión del sitio que ocupemos cada uno? Yo creo que el mensaje de Jesús es mucho más amplio y más profundo que limitarse a ver “lo de los puestos”

Pero Jesús, que nos conoce de manera plena, posiblemente quisiera dejar plasmada esta situación para que supiésemos elegir el puesto que queremos dar a cada cosa.
Quizá, con elo, quiso alertarnos de que la oración también debe de tener un sitio destacado en nuestra vida. De ahí que deberíamos preguntarnos:
• Y yo ¿qué sitio doy a la oración en mi vida?
• Y ¿qué sitio ocupa mi vida en la oración?
A la oración hay que llegar, como al lugar de la necesidad, al ámbito del acatamiento. Porque orar es un Éxodo. Orar es salir de uno mismo para ir a ese lugar solitario donde Dios y la persona se encuentran cara a cara, donde la vida nos sale al encuentro, donde Dios nos descubre un modo diferente a lo que habíamos pensado.

Y yo creo, que esto es lo que Jesús quería descubrirles, a los de la boda de la parábola, (Lucas 14,7–11) Quería enseñarles lo que eran para Él los encuentros con su Padre. Quiere mostrarles una manera distinta de vivir, de comportarse, pero no todos aceptan su propuesta.
Seguramente, entre los invitados a la boda habría muchos fariseos y gente afín a ellos que, como tantas veces -se nos alerta- irían a coger los puestos más destacados donde se les pudiera ver bien; también parece que daba cierto prestigio invitar a los pobres, pero –rara paradoja- a ellos los sentaban en una mesa aparte y creo no equivocarme, si digo que eso no le inquietaría demasiado a Jesús, era lo normal en aquel momento.
Pero, Jesús está inquieto, porque debe de observar algo más entre los asistentes. Y, es entonces, cuando se dispone a decirnos que cuidemos el puesto que queremos ocupar. Porque, lo que realmente preocupa a Jesús, no es el ver la conducta de los fariseos, sino el ver que muchos de los suyos van olvidando sus enseñanzas y desean colocarse al lado de los destacados, de los que triunfan, de los que buscan ser reconocidos… Dándose cuenta, una vez más, de que el comportamiento de sus seguidores, en el fondo, difiere muy poco de las actitudes que tienen los que en el mundo quieren sobresalir.
Y esa es la realidad que continúa en el momento presente. Esa es la situación de la que nos tenemos que examinar nosotros.
• ¿Qué puestos deseamos: los que vamos a la iglesia, los que hacemos oración, los que asistimos a la adoración del Santísimo…?
• ¿Junto a quién nos ponemos?
o ¿Junto a nuestros amigos?
o ¿Junto a los que piensan como nosotros?
o ¿Junto a los que nos dicen lo que queremos oír?…
Pues ya veis, como ellos, seguimos buscando los primeros puestos, con la diferencia de ver, que hoy no hay personas valientes -como Jesús- que nos alerten de ello.

Esa persona está muy cualificada para hacer esa actividad –nos dicen- pues ¡perfecto! Que la realice. Pero sabiendo que ella es un mero instrumento, que es Dios el que la está realizando a través suyo y, que por lo tanto, la manera de actuar de sus seguidores tiene que estar asentada en la humildad, que consiste en no buscar honores para hacerse valer, sino en acoger sus palabras que nos dicen que “todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”
Esta es la lección que debemos aprender los que hacemos oración. Qué importante será descubrir que no somos nosotros los que oramos, que es Dios el que ora en nosotros y se muestra a través nuestro.
El que Dios nos dé capacidades no es motivo para querer ponernos por encima de los demás sino para compartirlo con ellos desde la humildad y la sencillez, pues el peor mal que puede entrar en un corazón es el mal del orgullo, de la vanidad, de la vanagloria… ya que ellos son los enemigos de su mensaje. Y ahora ¿qué tal? ¿Todavía seguimos creyendo que podríamos colocarnos en el primer puesto?

Esto es lo que, realmente, se aprende en la oración. Cuando una persona hace oración, al pasar el tiempo se da cuenta de que todo se simplifica. Ya no necesita pensar si está en el primer puesto, en el segundo o en el tercero… ya no necesita apoyos, ni puestos destacados, para encontrarse con Dios, ya puede hacer callar a todo tan sólo con mirarle a Él. Dándose cuenta de que, cuando ya parece que el silencio ha llegado a su ser, surge la Presencia de Dios, y entonces… se humilla ante tanta grandeza y su corazón se llena de disponibilidad y ofrecimiento, tomando conciencia de que todo le ha sido dado.

Pero esto no es cosa de unos pocos, esto es cosa de todos y Jesús quiere alertarnos de ello reiteradamente, diciéndonos que para Dios todos somos iguales. Que hemos de tener en cuenta, que la misión que Dios nos ha encomendado no es ni mejor, ni peor que la del que está a nuestro lado; que es distinta y única; y, que nos la ha encomiendo, no para que compitamos con los otros, sino para ponerla a su servicio, para ponerla en común con la suya; para que sume, para que engrandezca…
Jesús nos alerta de que, en la Iglesia de Jesucristo, no hay primeros ni últimos. Que, entre los seguidores de Cristo, no hay cristianos de primera y de segunda; porque para Dios, antes de ser persona, antes de ser cristianos… somos hijos, hijos muy queridos y hermanos, que no luchan por sobresalir, ni por escalar puestos; si no por servir, por colaborar, por ayudar, por vivir en coherencia…

Lo vemos cada día. Todos estamos invitaos a la misma mesa. Una mesa, que se abre para todo el que quiere llegar a compartir el Don que nos ofrece el mismo Dios –allí no hay diferencias de ninguna clase-
Sin embargo, pocas veces nos paramos a pensar, que cuando comulgamos todos somos iguales ante al amor de Dios. Pocas veces pensamos que, somos invitados a trabajar con Él en su Reino, un Reino donde no hay primeros puestos ni privilegios de ninguna clase, sino felicidad y dicha. Donde todo está envuelto en un amor inmenso y providente.

Por eso:
“No escalemos la montaña,
para que todo el mundo pueda vernos.
Escalémosla, para que nosotros
podamos ver el mundo”