No me importa repetirlo una vez más. No puede haber mejor comienzo para el tema que, reincidir en que el día 11 de febrero, conmemoración de la Virgen de Lourdes, es el –Día del Enfermo- y ante una realidad de este calado, no podemos pasar de largo sin decir que los enfermos tienen un lugar muy privilegiado en el corazón de la Madre, en el corazón de Cristo, en el mío propio y… creo que, en el de todos los demás, pues todos, en una u otra medida, hemos estado enfermos tenemos enfermos a nuestro lado y hemos pasado y pasaremos por la enfermedad.

También quiero decir a los enfermos que, precisamente el martes de 11 a 12, en la parroquia hay adoración y un grupo de adoradores estaremos ese día y todos los martes del año, pidiendo por todos los enfermos, pues lo creamos o no, junto al Señor todo adquiere sentido. La enfermedad comienza a aceptarse y… sin saber cómo, el Gran Sanador –Cristo- aparece con un poder desbordante.

LA ENFERMEDAD
A nadie nos gusta estar enfermo, ni sufrir, ni sentir carencias en nuestra vida… pero la enfermedad aparece cuando menos la esperamos; nuestro ser es quebradizo, limitado y todos de una manera o de otra hemos de pasar por el dolor.
Por eso al ponerme ante este tema, me daba cuenta de que si la semana pasada oramos con los desfavorecidos de la tierra y nos poníamos frente a la pobreza, no podemos dejar de ponernos ante la pobreza de la enfermedad, pues ¿quién más pobre que un enfermo?
La enfermedad, por muy leve que sea, nos impide seguir el ritmo de la vida cotidiana, nos hace dependientes de los demás, necesitados de otras personas. Primero de un médico, después la espera del diagnóstico; nos domina el miedo, aún sin darnos cuenta esclaviza nuestra voluntad… y sentimos una fuerte sensación de que algo comienza a deteriorarse.

La enfermedad, también puede llevar a la persona a replegarse sobre sí misma, a preocuparse solamente por ella, a sentirse como si fuese la única que sufre y, el verse dependiente de los demás, le hace modificar su manera de relacionarse con ellos.
En ese momento palpamos la fragilidad de nuestro ser, que nos hace preguntarnos y ¿esto por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Y si nos dejamos llevar por esos sentimientos aparece la angustia, la incertidumbre, la necesidad de protección… y la necesidad de pedir ayuda, no sólo a las personas sino también a Dios. Pus ¿quién, por muy agnóstico o ateo que se manifieste, no levanta en momentos difíciles los ojos a Dios?
Sin embargo, quizá en esos instantes de desajuste a todos se nos olviden las palabras que nos brinda el mismo Jesús y que son las que se han tomado este año, para la Jornada del Enfermo.
Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados
que yo os aliviaré (Mateo 11,28)
Unas palabras tan consoladoras que, solamente pueden salir del corazón de alguien que ha pasado por la prueba, de alguien que ha sufrido -como jamás persona humana podrá sufrir- de alguien con el pecho traspasado por una lanza… de Alguien con un corazón tan inmenso, que jamás podrá agotarse su misericordia y su compasión, pues ellas son el signo del amor de Cristo.

ANTE EL GRAN SANADOR
Aquí lo tenemos. Él es, el Gran Sanador, el Señor de la Vida, ante el que todos hemos de llegar como enfermos, como indigentes, como seres necesitados de salvación.
Por eso, además de poner ante el Señor a todos los enfermos, pondremos también, a tantos como ayudan en la enfermedad: médicos, enfermeras, cuidadores, familias, amigos, voluntarios… -los camilleros de la parábola-, ponemos a esos enfermos que conocemos y también, a los que no conocemos, ni conoceremos nunca.
Ponemos, a esos enfermos anónimos que no tienen quien los cuide, que nadie se preocupa por ellos- A los enfermos que pasan la enfermedad solos –personas, sobre todo ancianos, en residencias, hospitales… personas que viven en la calle…
Ponemos en manos del Señor, a nuestro mundo enfermo infectado de corrupción, de poder, de egoísmo, de mentira…
Ponemos a todos los que tienen una grave enfermedad de alma y ni siquiera se dan cuenta de ello.
Y… después vamos a ir poniendo, en manos del Señor, nuestras enfermedades tanto las del cuerpo como las del alma. A la vez que nos preguntamos:
• ¿Reconozco yo al Señor, como el Gran Sanador?
• ¿De qué quiero que me sane, hoy el Señor?
• ¿De qué querría que sanase a nuestro mundo?
• ¿Qué medicinas podríamos aplicar para sanar esos males de alma?

Vamos a acordémonos también y ponemos en manos del Señor, a todas esas personas que no tienen acceso al médico, ni a los medicamentos.
• ¿Qué sentiríamos nosotros si estuviésemos en su caso?

Pero ahora llega un nuevo interrogante: hablamos del gran Sanador, pero ¿lo conocemos? A veces da la impresión de que no lo conocemos puesto que no somos capaces de llegar hasta lo nuclear de la compasión.
Y es que hoy la compasión, es una virtud que está en desuso en este mundo que quiere pisar fuerte. Pero que se olvida de que, si hay una virtud necesaria para estar cerca de un enfermo es: la compasión.
El ser compasivo es un planteamiento del que la gente pasa y, el dejar que se compadezcan de nosotros se ha terminado. ¿Quién ve con bueno ojos que lo compadezcan?
Ante esta realidad yo me pregunto ¿Acaso tiene tiempo alguien para pararse hoy, a interiorizar lo que es la Compasión de Cristo?
Todos sabemos que, la compasión es: Padecer- con. Y ¡qué gratificante resulta padecer junto al Señor! ¿A quién no le gusta cuando está pasando un momento amargo, una enfermedad grave, una soledad prolongada… encontrar a quien esté dispuesto a padecer con él?
Pues estas son las palabras que hoy nos repite, una vez más el Señor: Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados que yo os aliviaré.

¡Que tranquilidad se experimenta al saber, que el Señor nos espera para aliviar nuestro dolor! ¡Qué importante comprobar que Jesús no nos está diciendo solamente palabras bonitas, sino que hace realidad, con obras, lo que dice!
Jesús siempre va, mucho más allá de lo que nosotros podamos imaginar. Como leemos en la carta a los Hebreos, quiere hacerse uno de nosotros, para que “al ser igual a sus hermanos, al haber tenido todos sus padecimientos, esté en condiciones de compadecerse de ellos”.

Sólo tenemos que acercarnos al evangelio para comprobarlo. Estas palabras son la constante de su predicación:
“No he venido a salvar a los sanos sino a los enfermos”
“El que venga a Mí tendrá vida y la tendrá en abundancia”
Y es que la compasión siempre produce vida. Porque Jesús se compadeció, volvieron a la vida un gran número de personas, que estaban muertas. Y devolvió la vida del alma, a tantos como se estaban alejando y muriendo por inanición.
¡Qué cosas tan sorprendentes puede hacer un corazón compasivo!
• Jesús, se compadece de su amigo Lázaro y le devuelve la vida.
• Jesús devuelve la vida a la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, porque siente compasión.
Y no sólo les devuelve la vida física, les devuelve la fe, el amor, la integridad… haciéndolas personas compasivas.
Pero hay que llevar cuidado de no quedarnos estancado en las palabras del evangelio que nos gustan esquivando las demás. Porque podemos decir: Señor como Tú nos aliviarás, sana mi enfermedad, dame trabajo, salva mi matrimonio… pero dejando de leer lo que sigue, unas veces porque no nos interesa, otras porque no nos lo explican. Pero, el evangelio de Mateo nos dice la condición que se nos pone para ser aliviados: “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso”

No podemos engañarnos, el Señor, no nos ha prometido que nos va a quitar la enfermedad ni las cruces de la vida. Él nos enseña cuál es el camino para llegar a Él. Y ahí está la condición que pone para ser aliviado: “Cargad con mi yugo…”
Él mismo podría haberse librado de la cruz si hubiera contestado a Pilatos de otra forma, pero Él fue fiel a la verdad y subió a la cruz para enseñarnos el camino de la felicidad.

Por eso si queremos recibir el alivio que Dios nos promete, tendremos que cargar con el “yugo” del amor de Cristo, tendremos que aprender a hacer su voluntad, cosa que no quiere decir que no nos complicará la vida, ni que tendremos más tiempo libre, ni que de los que se trata es de cuidarnos para ser más felices… El grano de trigo ha de caer en tierra y ser enterrado para dar fruto y cuando nosotros nos damos, entonces es cuando damos fruto, cuando encontramos la paz, la felicidad…
Esta es la gran paradoja, cuando entregamos lo que tenemos en lugar de estar cansados de tanto guardarlo, nos sentimos aliviados.
De ahí que, cuando una persona se encuentra con Dios irradia paz, esperanza… porque ha aprendido que es dando cuando se recibe y es perdonando cuando uno se siente perdonado.

Pues, no lo olvidemos:
Solamente el amor del Señor
es el verdadero descanso del alma.