Si la semana pasada se nos presentaba la actitud de despertar a lo nuevo, a lo que perdura, a lo auténtico… donde veíamos la gratuidad de la salvación plasmada en el encuentro de las dos madres, en este momento la llamada es personal. Es -para cada uno en particular- y se nos llama a colaborar en ese Plan de Salvación que Dios tiene para toda la humanidad. Porque la experiencia de salvación no se da solamente cuando Dios nos ofrece su gracia, su ternura, su fidelidad… sino cuando esta gracia se ve realizada en la vida del ser humano, lo mismo que se vio cumplida en la vida de María.
Por tanto, Jesús no es solamente aquél a quien esperamos, sino aquel que espera algo de nosotros. Aquel que a través de su precursor nos pide un cambio en profundidad; un cambio hondo de mentalidad y de corazón… nos pide: la conversión. Y la conversión implica:
• Un cambio de actitud.
• Un esfuerzo para hacer fecundas nuestras funciones: de donación y entrega.
• Y una renovación interior, que nos lleve a optar por Cristo para esperar su venida.

ESPERANDO LA SALVACIÓN
Cuando esperamos a alguien de importancia o queremos quedar bien con un invitado nos esmeramos en que todo esté en orden cuando él llegue. Si la persona que esperamos es alguien muy querido y muy íntimo, al que hace tiempo que no vemos, lo que más nos importa es tener todo hecho para que cuando llegue nos quede tiempo de estar junto a él, de escucharle, de conversar, de sentirle… En el primer caso tratamos de ofrecerle lo mejor que tenemos, en el segundo le ofrecemos lo que somos.
También existe la posibilidad que la persona a la que hemos invitado sea alguien que nos ha sacado de algún apuro o nos haya hecho un gran favor… ¡Qué prolíferos seríamos entonces con él! ¡Seguro que no escatimaríamos esfuerzos para agradecer, considerablemente, el favor prestado!
De nuevo, este año, llega a nuestra casa y a nuestra vida un invitado de excepción. Un invitado que cumple todos los requisitos:
• ¿Cómo lo recibiremos?
• ¿Acaso no es alguien importante para nosotros?
• ¿Acaso no es alguien muy querido?
• ¿Acaso no hemos recibido favores de Él?
• ¿Acaso no nos ha sacado de ningún apuro?

Sin embargo posiblemente ni siquiera nos hemos parado a pensarlo ¡hay tanto que hacer en vísperas de navidad! Es más, quizá ya tengamos pensado como vamos a celebrar la Nochebuena, lo que vamos a cenar, qué regalos vamos a ofrecer… Pero no se nos ha ocurrido mirar nuestro interior; ni siquiera hemos pensado si tenemos alguna actitud que cambiar, para que Jesús se sienta cómodo al llegar. Porque, me imagino que ¡aunque sea de pasada, habremos pensado que llegará!
Qué importante darse cuenta de que, esto no significa que haya que hacer actos aislados más o menos costosos, sino dar paso a la mentalidad de Jesús, que anuncia y vive lo que ha anunciado. Porque convertirse es ver la vida con los ojos de Cristo y eso nos exige un esfuerzo para abrir la mente, abandonar los conceptos prefabricados que tenemos y permanecer despiertos.
• Pero ¿es esta mi realidad?
• ¿De verdad vivo, lo que anuncio?

PRECURSORES DEL ADVIENTO
La segunda semana de Adviento nos presenta un personaje muy especial. Nos lo brinda la liturgia y vuelve a aparecer un año detrás de otro, es como el signo fundamental de conversión.
A su luz, nuestro camino torcido busca otra dirección; las montañas de egoísmo, individualismo, materialismo… se abajan y los valles de aislamiento, ingratitud, olvido e indiferencia van descendiendo.
Pero ha llegado un tiempo en que, este mensajero empieza a ser desconocido para la mayoría y su mensaje no llegará a demasiada gente. Hoy lo normal no es hablar de estas cosas. Y el precursor es alguien ignorado para muchos. Por lo que no os extrañará si os digo, que Jesús hoy necesita nuevos precursores para anunciar su venida y precisamente en ese grupo nos encontramos nosotros.
Sin embargo no podemos engañarnos, el grupo de “proclamadores” tienen que cumplir unos requisitos:
• Gritar lo escuchado.
• Predicar lo vivido.
Los precursores han de ser fieles a lo que proclaman, por tanto tendrán que gritar a todos, lo mismo que gritaba Juan, verdadero precursor:
– Preparad el camino al Señor.
– Enderezad las sendas por donde camináis, pues habéis cogido el camino equivocado.
– No sigáis elevando esos valles de poder que, lejos de aliviaros os aplastan.
– Descended del pódium de la fama, ese que creéis que os engrandece, pues solamente lo sencillo y austero da la felicidad.
– Haced que lo escabroso se iguale. Hay demasiada desigualdad en nuestro mundo y eso es abrumador para el ser humano.
Pero, como hacía Juan, hay que predicar con el ejemplo y tantas veces decimos lo que no hacemos, que nuestra predicación no llega a la gente.

Por eso hoy más que nunca, debamos seguir las indicaciones del Bautista. ¿Acaso os parece que no está vigente lo que Juan predicaba? Observad a ver si os suena a actualidad:
– El que tenga dos túnicas que dé una.
– El que tenga comida que haga lo mismo.
– No exijáis nada fuera de lo establecido.
– No uséis la violencia, ni hagáis extorsión a nadie.
– Y conformaos con vuestra paga.
Cómo cambiaría nuestro mundo si, durante este adviento, mucha gente tomase en cuenta este mensaje y lo pusiese en práctica:
Con la cantidad de personas que, se cruzan en nuestro camino, y ya no tiene: ni para comer, ni para vestirse, ni casi para sobrevivir…
Con los ancianos, que se encuentran solos, porque no tienen recursos para pagar a alguien que los atienda.
Con las personas maltratadas, víctimas de la violencia de los resentidos, que buscan descargar su furia en los que se hallan en inferioridad.
Con las jóvenes madres, obligadas a abortar, que se encuentran solas en esa sala donde se halla el instrumental perfecto para matar al hijo de sus entrañas.
Así podríamos seguir aumentando situaciones que nos desbordarían, pero no podemos pasar por alto la que se apunta al final: “y conformaos con vuestra paga” ¡Ay si todos nos conformásemos con nuestra paga! Posiblemente la primera consecuencia que encontraríamos sería la disminución del paro y que los bienes llegasen a todos.

Por eso, no nos cansemos se orar al Señor para que nos dé la gracia de la conversión, pues como decía S. Agustín:
Si la misericordia de Dios es infinita,
no podemos cansarnos nunca de pedir perdón.

 

Foto de DAVIDSONLUNA en Unsplash.