Si nos detenemos ante la Palabra de Dios nos damos cuenta, de que el tema de la Oración parece ocupar un lugar muy privilegiado. Y si, realmente,   hay algo que a un grupo de adoradores ha de interesarle, es precisamente eso, el tema de la oración. Por lo que, si el martes pasado nos deteníamos ante la necesidad de “orar sin desfallecer”, será bueno que la siguiente pregunta sea: ¿cómo orar?

Lo tenemos cercano. Es el mismo Jesús, el que en el evangelio del domingo nos ofrecía la parábola del Fariseo y el Publicano, una parábola que Jesús eligió para que se interrogasen, tanto los que le acompañaban, como el resto de oyentes que se acercasen a oírlo. Aunque, lo que a nosotros ha de importarnos, sea preguntarnos cómo la recibimos y cómo la acogemos.

Yo creo que todos, o al menos una gran mayoría, al escuchar este pasaje del evangelio, solemos imaginarnos una iglesia vacía con dos hombres uno en el primer banco y otro en el último, orando solos. Pero probablemente estos personajes podían están mezclados entre la gente e incluso uno al lado del otro. Sin embargo hay una cosa clara: los dos habían elegido hacer oración –como nosotros- Pero,

  • ¿Realmente yo, he elegido hacer oración?

          Aquí lo tenemos. Jesús, es el que opta por estas dos posturas  contrapuestas para explicarnos la autenticidad de la oración.

TEXTO EVANGÉLICO

“Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros… ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” En cambio el publicano se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” os aseguro que este bajó a su casa justificado y aquel no.

Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será ensalzado” (Lucas 18,9 -14)

Por un lado, el texto nos presenta a un fariseo, personaje ejemplar donde los haya, que cumple todas las leyes y alguna más –por si acaso- sin embargo se advierte en él algo que no cuadra: quizá ese pequeño gesto, o el tono de su voz, o la manera de sonreír, quizá su mirada, o esa palabra inoportuna… En él se aprecia un planteamiento equivocado, poco creíble… se aprecia que la verdad que proclama tiene poco que ver con el mensaje de Cristo.

  • Y esto ¿qué me dice a mí, en relación a mi manera de orar?

La parábola nos advierte de que, hay virtudes que no desprenden buen olor. Él fariseo está presumiendo de ser familiar con Dios, pero no es capaz de advertir que Dios, aunque a él lo acoge bondadosamente, a su manera de actuar no. A su manera de actuar, no sólo la mantiene a distancia, sino que la aparta y la rechaza.

Porque Dios no soporta las virtudes que se llenan de presunción, de autocomplacencia, de vanagloria, de jactancia, de desprecio a los demás….

  • ¿Le gustará a Jesús, mi manera de utilizar mis virtudes?
  • ¿Qué me diría de mi modo de proceder con ellas?
  • ¿He olvidado que los dones que tengo son pura gracia de su amor?

Por otro lado encontramos al publicano ciertamente no se presenta como modelo de vida, su conducta no es mejor que las prestaciones virtuosas del fariseo. Su ética es bastante dudosa y bastante discutible, en cualquier caso no es un campeón de honestidad.

Más lo que le hace ganar frente al fariseo es la actitud de no pretender esconder la miseria que lleva encima. Quizá ese se el detalle que presentan sus palabras entrecortadas:

  • ¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador.
  • Con ello aparece el gesto: se golpea el pecho.
  • Y descubrimos su mirada: no se atrevía a levantar los ojos…

Cualquier detalle resulta decisivo. Porque el amor se nutre de detalles y uno sólo bastaría para indicar si nosotros somos “verdaderos ante Dios”

  • ¿Cuál es mí detalle en esta mañana? Puede ser que no logre hallarlo, pero no pasa nada; Dios es paciente y sabe esperar
  • Y todavía más. Si no soy capaz de descubrirlo puedo pedir su gracia para que me ayude a encontrarlo.

Nos queda un último apunte ante los dos comportamientos a los que nos hemos referido. Los dos anidan en cada uno de nosotros, unas veces actuamos con uno y otras con el otro.

De ahí que precisemos estar alerta, para renunciar a sentirnos satisfechos de nosotros mismos, de ir a la oración buscando solamente que Dios satisfaga nuestros deseos; de estar rato y rato hablando solamente de lo nuestro sin acordarnos de las necesidades de los demás; de buscar recitar frases bonitas como si Dios necesitase de nuestra locuacidad…

La verdadera oración tiene dos componentes esenciales: la humildad y la pobreza y eso no se improvisa al entrar en la iglesia, ni se compra con arrogancia.

Nuestra vida tiene que tener una manera de realizarse que al llegar ante el Señor, aún sin pretenderlo, nuestra rodilla se doble ante su grandeza, mientras nuestro corazón se sienta necesitado de su amor.

Porque yo creo que, lo que más necesitemos los que estamos en oración ante Él, es arrodillar nuestro corazón y regalarle ese gesto de acción de gracias ante tantos bienes como recibimos.

No cerremos nuestro corazón a esta enseñanza que, por medio de estos dos personajes, quiere hacernos llegar el mismo Jesús.

Dejemos de intentar comprar a Dios con nuestros gestos –por muy buenos que sean- dejemos de hacer planes cuando llegamos ante el Señor, dejemos de tomar decisiones de cómo llegar a Él para agradarle… Cuando lleguemos ante Él para orar, abandonémonos por entero en su presencia; dejemos que Él ore por nosotros; aceptemos, sin poner condiciones, su designio de salvación personal, para cada uno y, luego, callemos, Callemos, hasta que seamos capaces de sentir su presencia en lo más íntimo de nuestro ser.

Acojamos su gracia, su fuerza salvadora, su empuje… Dejemos de conquistarle, de convencerle de nuestros planes… Dejémonos, mejor, “convencer” por Él que, siempre guarda para nosotros, unos bienes que jamás habríamos sido capaces de imaginar.

Y vaciémonos. Vaciémonos de condicionamientos y prejuicios cuando queramos llegar ante el Señor para orar, pues no olvidemos que,

Jamás podremos hacer sitio a Dios,

si estamos llenos de nosotros mismos