Llegamos al momento de oración. Dejamos lo que estamos haciendo. Hacemos silencio, nos serenamos… dejamos a un lado todo eso que nos preocupa… respiramos profundamente… Tomamos conciencia de que estamos ante el Dios de la vida… y llenos de paz comenzamos la oración
Andando el camino, me encontré en una plaza, Señor, y todo lo que veía me interrogaba.
Miré fijamente… y comprobé la indiferencia de la gente, ante los que estaban pagando,
las consecuencias de la pandemia.
Me cuestiona lo poco que puedo hacer ante ello, por eso he decidido venir a Ti,
para ponerlos en tu corazón.
Conozco bien la abundancia de tu generosidad
y tu desbordante compasión.
Y… aunque sé que, no merezco nada,
abro mis brazos, para que me los llenes de tu magnificencia, a fin
de poder emplearla en favor de todos ellos.
Tú sabes mejor que yo, por dónde quieres que discurra mi vida, por eso en este momento, permíteme
que simplemente de diga Amén, a la manera con que Tú la guías.
CON ROSTRO DOLORIDO (Mateo, 20, 1 – 16)
Siguiendo el camino, las sorpresas llegaron antes de lo esperado. Allí, en aquella plaza, encontré gente que no hacía nada. Eran los parados. A muchos de ellos, les había parado la vida.
Unos no tenían trabajo porque nadie los contrataba. Otros, inesperadamente, habían perdido el que tenían y los terceros, estaban allí porque no querían hacer nada. Lo único que unía sus vidas, era el haber perdido la esperanza, debido a un diminuto virus que les apareció sorpresivamente.
Pero algo en ellos me conmovió, la característica más visible, era la del dolor que se descubría en sus rostros. Estaban tristes, algunos angustiados.
¡Quedé paralizada! ¿Cuánta gente estaría en esta situación por culpa de la pandemia? ¿Cuánto dolor habría escondido, sin que ni siquiera nos hayamos dado cuenta de ello? Y, con todo este desajuste que estamos viviendo ¿cuánta gente estará sobrellevando su problema, porque no somos capaces de hacer algo para que esto se solucione?
No podemos seguir instalados en nuestra comodidad. Será bueno que nos preguntemos:
- ¿Me identifico yo, en alguno de los grupos de parados?
- ¿Me siento preocupado, por todos los que están pasándolo mal, en este momento?
- ¿Soy un desempleado, que no hago nada porque, solamente pienso en mí mismo?
- ¿Siento que mi rostro refleja dolor, o refleja esperanza?
UNA LLEGADA INESPERADA
El tiempo de espera, siempre hace mella y entre los trabajadores quizá surgió la rivalidad –lo mismo que puede surgir entre nosotros, mientras esperamos que pase todo esto- Que, si tú has sufrido más que yo; que, si yo era mejor trabajador que tú; que, si a ti te dieron oportunidades y a mí no…
Pero, en medio de la discusión, aparece un personaje inesperado: El dueño de la Viña: Dios que, ante la sorpresa de todos les ofrece trabajo indiscriminadamente. Todos están invitados a trabajar por el Reino. Se acaban de encontrar, con ese Dios pródigo, que no sabe cuándo, cómo, ni por qué, jamás puede dejar de amarnos.
¡Qué pocas veces nos paramos a pensar en el privilegio que supone ser llamados a trabajar en los “viñedos” del Padre! ¡Qué pocas veces vemos en ello, un privilegio, una gracia, un regalo…!
Lo que sí vemos es que, faltan personas que quieran trabajar por el Reino. Y pienso que:
- Quizá sea este un momento precioso, para pedir al Señor que, mande trabajadores a su mies, porque la cosecha es mucha y los trabajadores pocos.
- No nos olvidemos de incluir esta petición, junto con la de la erradicación de la pandemia, necesitaremos mucha gente que nos brinde el amor de Dios, para poder salir de tanto deterioro.
UN DIOS INCANSABLE
Pero, Dios es incansable. Ha llegado la última hora y Él sigue buscando trabajadores.
¡Cuándo aprenderemos que Dios nunca se cansa de dar oportunidades! Y que, aunque a veces, a nosotros nos molesta su manera de actuar, el evangelio está lleno de parábolas en las que, Jesús, espera pacientemente para ver si alguno más se convierte y vive.
Ahí tenemos la parábola del trigo y la cizaña. ¡Esperad! Dejarlos crecer juntos… No deis nada por perdido… ¡Que generosidad la de Jesús! Él siempre va más allá de la justicia, Él se guía por la compasión. ¿Y nosotros?
- ¿Soy yo, persona compasiva?
- ¿Soy paciente?
- ¿Sé esperar?
LA HORA DE LA COMPENSACIÓN
El problema ha llegado, cuando al recibir la recompensa del trabajo realizado, aparecen las discrepancias. El dueño ha pagado a todos lo mismo y eso no parece justo.
¡Cuántas veces hemos pensado nosotros lo mismo! ¡Cómo difieren nuestra justicia y la de Dios!
La recompensa de Dios es la Salvación, la felicidad, la plenitud… Y nosotros seguimos peleando por las “habitaciones” del Reino. Que si a ti que, has trabajado poco, te han dado las mismas que a mí… A este que hizo menos, le han dado también las mismas… Dios habla de otra cosa. ¿Acaso la Salvación, la felicidad, la plenitud… se puede repartir a trozos? O se da, o no se da. La verdadera Vida no puede repartirse, se regala y se regala entera.
- ¿Cuántas veces he pensado yo que, a los demás –Dios- les daba más oportunidades que a mí?
- ¿Me considero más digno de recibir los dones de Dios que los otros?
- ¿Sigo todavía, con esa mirada miope de “contar la gracia”?
TODOS SOMOS IGUALES
Tenemos que concienciarnos de que, en el Reino de Dios todos somos iguales.
Es verdad que la parábola nos brinda un mensaje a tener en cuenta “Los últimos serán los primeros y los primeros últimos” pero eso es para este mundo, donde es imprescindible la humildad. A partir de ahí, no podemos juzgar con criterios humanos, los criterios de Dios.
Nosotros nos imaginamos que, el Reino tendrá una estancia grande llena de sillones confortables… donde unos “acomodadores” nos pondrán delante o detrás, arriba o abajo según hayan sido nuestros “méritos” Pero nada de eso sucederá.
En el Reino de Dios no hay primeros ni últimos, nadie ganará ni perderá… todos seremos iguales. ¿Acaso unos padres pueden tener hijos de primera, segunda o tercera… categoría?
Las cosas que nosotros primamos, no tienen importancia, ni valor en el Reino de Dios. Allí no habrá preferencias y, si las hubiese los primeros serán los desfavorecidos de la tierra. ¡Cómo nos descoloca el proceder de Dios!
- ¿Qué siento al ponerme ante esta realidad?
- ¿Qué escala de valores uso, cuando juzgo a los demás?
- ¿Qué descubro al hablar de igualdad?
Para terminar, como estamos en Octubre, un mes eminentemente mariano, lo haremos con una canción a la Virgen.
María, mírame; María, mírame
Si Tú me miras, Él también me mirara
Madre mía, mírame; de la mano llévame
Muy cerca de Él, que ahí me quiero quedar
María, cúbreme con tu manto
que tengo miedo, no sé rezar.
Que por tus ojos misericordiosos
tendré la fuerza, tendré la paz
María, mírame; María, mírame…
Madre, consuélame de mis penas
es que no quiero ofenderle más.
Que por tus ojos misericordiosos
quiero ir al cielo y verlos ya
María, mírame; María, mírame…