Durante estas semanas anteriores, hemos ido viendo que, todo lo que ha sucedido hasta ahora ha sido gracia de Dios.
Las Lámparas encendidas, la entrada al Banquete, el puesto que hemos ocupado, la invitación a trabajar para el Reino… Pero, lo realmente importante es, si de verdad nos hemos encontrado con el Señor o no, pues es ahí donde está la esencia de todo: En el Encuentro.
Por eso es importante preguntarnos:
• Y yo, ¿me he encontrado con el Señor?
• ¿O todavía sigo encendiendo lámpara y buscando el puesto adecuado, sin advertir su presencia?
Porque, lo primero que necesitamos, es tomar conciencia de que es -el mismo Dios- el que nos espera. Y nos espera para hacernos sentir su mirada llena de amor, de ternura. Nos espera para regalarnos una mirada que habla, que da paz, que estimula a llevar una vida que merezca la pena.
Pues Él quiere –para su Reino- personas capaces de tomar una opción seria: de esfuerzo, de entusiasmo, de fortaleza… para no abandonar; ya, que las circunstancias y los avatares de la vida, intentarán hacer que nos rindamos una y otra vez.
Y vemos que, la vida se repite que esto ya les pasó a sus discípulos. Que ellos, a pesar de estar con Él, a pesar de compartir sus conversaciones, su comida, a pesar de vivir una vida itinerante a su lado, tampoco eran capaces de arriesgarse de verdad. Por eso, un día les dijo:
Mirad:
“El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra, lo esconde de nuevo y vende todo cuanto tiene, para comprar el campo”
(Mateo, 13, 44)
Y ahora nos llega la pregunta. Y para nosotros –para mí- que hago oración, que comulgo cada día, que quiero vivir a su lado:
• ¿Soy consciente de haberlo encontrado?
• ¿Qué significa haber encontrado el Tesoro?
• ¿Vendería todo lo que tengo para adquirirlo?
Vamos dándonos cuenta de que, cuando decidimos encontrarnos con Dios, escucharle con atención, intentar descubrirle en nuestra vida… no nos queda más remedio que acercarnos a la oración, a la Eucaristía… llegar a su presencia, quedar callado, escucharle, hablarle… regalarle un rato de nuestro tiempo… Pues, ¡Cómo tranquiliza saber que Dios está ahí!
Sin embargo, muchas veces lo hacemos con la misma impaciencia con la que realizamos las actividades de nuestra vida. Con el tiempo controlado y buscando resultados inmediatos a lo que nos preocupa.
Necesitamos acostumbrarnos:
• A saborear este tiempo que estamos con el Señor.
• A dejar que su Palabra vaya calando poco a poco en nuestro corazón.
• A disponernos para que Dios pueda entrar en nuestro fondo a su ritmo, sin forzar las cosas, a su manera…
Por eso hoy, querría invitaros a que, en lugar de apabullar a Dios con palabras e ideas, intentemos mirarle. Que nos dejemos mirar por Él, que le sintamos… que gustemos internamente lo que nos va diciendo, lo que intenta transmitirnos, lo que quiere indicarnos…
Escucharlo, como lo han escuchado en los momentos de calma los grandes orantes. Dándonos cuenta de que nos dice –nada más y nada menos- eso mismo que les dijo un día a sus apóstoles:
Os daré el Espíritu de la verdad para que esté siempre con vosotros. Ese Espíritu que el mundo no puede recibir, porque ni lo ve, ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis, porque mora con vosotros, y está en vosotros.
(Juan 14,16)• ¿Qué he sentido al escuchar estas palabras?
• ¿Pienso que, realmente, conozco el Espíritu de la verdad?
• ¿Pienso que, realmente vive en mí?
• ¿Qué resonancia tiene todo esto, en lo profundo de mi ser?
No dejemos pasar inadvertido que, Dios sale a nuestro encuentro una y otra vez, aunque nos resulte difícil reconocerlo. Él está en toda ocasión. Cuando las cosas son favorables, cuando son adversas; cuando viene mostrándose en una enfermedad o cuando llega desde una mano tendida…
Y es sorprendente que, este encuentro con el Tesoro, se pueda dar de tantas maneras. Lo vemos con reiteración en el evangelio. A veces se da a los que buscan sin descanso y otras veces aparece sin buscarlo, sin que nos lo propongamos… aparece, haciéndose el encontradizo en nuestra vida.
Sin embargo, ahí vemos a tanta gente buscando algo más grande y mejor, sin ser capaces de ver que todo lo que buscan, se encuentra en el Evangelio de Jesucristo. ¡Cuánta gente buscando a Dios, en medio de oscuridades que son las que ocultan el valor del tesoro! Esta es nuestra tarea, no podemos escatimar esfuerzos, tenemos que llevar el Tesoro a todas esas personas ávidas del encuentro con el Señor y que no tienen a nadie que se lo muestre.
Pero, para ello en necesario, ponernos ante Él y preguntarnos –desde la mayor sinceridad-
Si Dios es mi tesoro,
¿Tengo, realmente, puesto en Él mi corazón?