Te adoramos, ¡oh Cristo! y te bendecimos porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo

 Cuando se trata de juzgar a alguien es mejor elegir la noche, para no dar notoriedad. Tampoco importan las rencillas que haya, entre los que se erigen jueces, cuando lo que se busca es dictar una condena. Por eso encontramos a todos reunidos: Sumos sacerdotes, senadores y letrados; se trata de condenar a un “blasfemo” que, públicamente ha tenido la osadía de declararse Hijo de Dios.

Es cierto que la cosa no está demasiado clara, pero la condena tiene que prosperar, por lo que sin importarles lo más mínimo, han de buscar testigos falsos y pruebas inexistentes que corroboren su intento. Entonces me di cuenta de que, todos creían tener poder para juzgar a Jesús, aunque al encontrárselo de frente, tuviesen que hacer un gran esfuerzo para aparentar una tranquilidad que no poseían.

Al mirarle, les parecía imposible cuanto habían dicho de Él, ¿qué podría tener ese pobre campesino para imponer tanto respeto? ¿Qué podría haber hecho para darles miedo al ir a prenderlo?

Los informes que les habían llegado sobre el Nazareno hablaban de su buen conocimiento de las Escrituras y su hábil dialéctica  pero ¿qué era, realmente lo que predicaba? ¿Dónde lo había aprendido? ¿Cuáles eran sus verdaderas intenciones?

La boca del gobernador se abrió para decirle:

“Si eres tú el Mesías dínoslo. Jesús les contestó: Si os lo dijese no me creeríais, pero sabed que el Hijo del hombre estará sentado a la diestra de Dios” (Lucas 22, 67 – 70)

 

 

HACEMOS SILENCIO

       ¡Qué gran lección se presenta en nuestra vida!

¡Qué necesario aprender que, antes de juzgar a los demás, hemos de juzgarnos a nosotros mismos!

No he venido a juzgar, dice Jesús, sino a salvar. Pero a Él lo están juzgando y no de manera limpia.

Sin embargo, es grandioso observar que, Jesús no juzga, pero tampoco pacta con el mal, Él enseña la manera de obrar claramente y con valentía. ¡Cuántas veces estamos recriminando nosotros, a la persona que juzga, sin darnos cuenta de que en ese momento la estamos juzgando nosotros a ella!

Por eso es importante que nos digamos con frecuencia ¿quién soy yo para juzgar? Yo no estoy aquí para juzgar, ni para criticar… yo estoy aquí, para construir, para regalar misericordia, para ofrecer compasión… y, como Jesús, para señalar lo que, creo que no está bien.

El mismo San Pablo nos lo dice de esta manera, en Romanos 14, 13: “Dejemos de juzgarnos mutuamente…” Sabiendo que, dejarnos de juzgar unos a otros, nunca debe conducir a la pasividad de quitarnos problemas de encima, sino a buscar una actividad y un compromiso en común.

“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros”

                                              (Lucas 6, 36-38)

MOMENTO DE ORACIÓN

Señor, tú sabes que somos muy dados a juzgar a los demás y que, a veces no nos importan las armas que usemos con tal de salirnos con la nuestra.

Pues… ¡qué fácil es juzgar! ¡Qué fácil es, hundir a una persona! También nosotros estamos juzgando a Jesucristo cuando lo hacemos con los que nos rodean.

         Porque lo que realmente nos asusta es la verdadera vida, la existencia cimentada en el evangelio de Jesús, la gente que va  contra corriente…

         Por eso, quizá lo que en este momento deberíamos hacer, es preguntarnos como ellos ¿quién es, el Jesús en el que creo? ¿Qué significa en mi vida? ¿Soy realmente consciente, de que Jesús no vino a juzgar sino a salvar?

Ayúdanos, Señor, a ser misericordiosos, a aprender de Ti que, no viniste a juzgar sino a salvar;  y, aunque a veces nos cueste, sigamos sin desfallecer las enseñanzas del evangelio, cuyo centro se basa en dignificar a la persona.     

—–   Padrenuestro, Avemaría y Gloria…

“Señor, pequé. Ten misericordia de mí y de todos los pecadores.