Todos sabemos que no nos gusta ver nuestras cegueras. De ahí el dicho popular “No hay peor ciego, que el que no quiere ver” Por eso, es primordial reconocerlas, porque si no somos conscientes de que no vemos, nunca nos acercaremos a Jesús para decirle: ¡Señor, que vea!
A mi me parece que nuestra primera ceguera consiste, en que no queremos mirarnos a nosotros mismos y por lo tanto no nos reconocemos.
Es cierto que todos tenemos una parte que se ve mejor desde fuera que desde dentro; es, esa parte de nuestra personalidad, que intentamos mostrar a los demás y que, a veces, nada tiene que ver con la realidad.
Porque, no siempre nos vemos como nos deberíamos vernos –somos demasiado benévolos con nosotros mismos. A veces tenemos, un desenfoque visual de nosotros mismos y no nos reconocemos bien. Nos sobre-valoramos, nos creemos mejores que los demás y no nos importa despreciar a los que no nos gustan demasiado.
- ¿Creo que me conozco?
- ¿Creo verme como soy, o al mirarme a mí mismo, tengo distorsionada la mirada?
Otras veces nos infravaloramos; nos creemos poca cosa, nos parece que no servimos para nada, nos sentimos desgraciados y, todos hemos constatado que, si alimentamos esta realidad, podemos desembocar en una depresión.
Este desenfoque puede llevarnos a querer desarrollar cualidades triviales: A obsesionarnos por nuestro físico, a condicionarnos por la posición social, a alimentar nuestro ego… olvidándonos de los verdaderos dones que Dios ha puesto en nuestra alma.
Y tantas cegueras, nos impiden ver, esa conexión que se funde con el misterio de Dios. Pues en esa profundidad es donde se encuentran:
- El valor de uno mismo.
- El valor de los hermanos.
- Y el valor por las cosas que, Dios ha puesto en nuestra vida, como un regalo singular.
En realidad ¿Qué hago yo para entrar en ese misterio de Dios, en esa profundidad donde anidan los verdaderos valores de la persona?
Es significativo que, a la ceguera de “mirarnos a nosotros mismos”, siempre le suceda, una segunda ceguera; esa que, no nos deja reconocer a los demás, como hermanos nuestros.De ahí, que como ciegos que somos, juzgamos a los otros por las apariencias. No somos capaces de aceptar el misterio que llevan dentro y no es posible amar aquello que no aceptamos.
UUrs von Baltasar decía: “sólo donde hay misterio, hay hondura” Por eso, si nos movemos en la superficie, veremos al hermano como un simple bulto, o lo que es peor, como un rival nuestro, pero no seremos capaces de ver, la huella de Dios, que hay en el fondo de cada ser humano.
· Y yo ¿me muevo en la superficie, a soy persona de hondura?
LA CALIDEZ DEL ENCUENTRO
El ciego se encuentra con Jesús. Y, no es que tuviera deseo de hacerlo. Su ceguera era tan profunda que no tenía la aspiración de curarse. Se había instalado en ella y no creía que pudiese salir de aquella situación.
De nuevo es Jesús el que toma la iniciativa. Él es la Luz del mundo. Ha venido para disipar todas nuestras tinieblas.
Y con esta afirmación, se presentan ante nosotros dos actitudes que nos comprometen:
- Catequizarnos, para que nuestro proceso se encamine a la Luz.
- Y Reconocer que: la falta de respuesta entorpece la salvación.
Con el proceso de curación del ciego, Jesús, vuelve a darle un giro a nuestra mente corta y estrecha, mostrándonos el por qué y el para qué de esa ceguera:
- No es cosa de pecado, sino de gracia.
- No es castigo, sino bendición.
- No es una negatividad, sino una mirada positiva de encuentro, con la realidad de la Luz.
Jesús es la medicina que actúa, siempre que lo deseamos, con fuerza.
Jesús nos saca del abismo de nuestra miseria, acogiéndonos con su gran misericordia.
Jesús regenera el cuerpo y el corazón y pone a la persona en contacto con el mismo Dios.
Jesús, además, no elude los medios humanos, manda, al ciego: Lavarse, obedecer y creer. Más tarde el ciego entenderá que, el agua que Jesús le ofrece es la del Bautismo. La misma agua del Espíritu de vida; un agua, ofrecida por la “piscina” de la Iglesia y la fuerza de la fe.
El ciego es curado por el gran Sanador de: ayer, hoy y siempre… ¡Pero cómo nos cuesta creerlo!
El ciego, sin saberlo, ha entrado en la dinámica de la fe.
- Primero: con una Fe incipiente, solamente ve a Jesús, como un simple hombre.
- Después, con la Fe adulta, empieza a verlo como un profeta que viene de Dios.
- Más tarde, con la Fe cristiana, se postra para confesarlo: Enviado y Mesías.
- Finalmente, su Fe testimonial, será capaz de sufrir persecución para dar testimonio de Cristo.
El Ciego, se ha convertido en testigo. Ha dejado los salvavidas y se ha sumergido en el mar de Dios.
Qué momento tan oportuno para preguntarnos:
· ¿Qué situaciones me han llevado, a saber que no veía con claridad?
· ¿Qué personas me han ayudado a descubrir, mis cegueras?
· ¿Con qué medios he contado, para acercarme a Jesús y decirle: ¡Quiero ver!?
· ¿Qué situaciones, personas o cosas me ayudan a conocer mejor a Jesús?
Cuando dejamos curar a Dios nuestras cegueras,
aún sin saberlo,
hemos entrado en la dinámica de la FE.