“Que nada os preocupe. Orad y pedid a Dios todo lo que necesitéis y sed agradecidos”  (Filipenses 46, 7)

 La Palabra de Dios es directa, no usar evasivas, no da rodeos… Nos dice directamente que: Oremos sin desfallecer.

       Pero ¿por qué orar? ¿Cómo orar? Y en realidad ¿yo quiero orar?

Si nos ponemos ante nuestra realidad vemos que hay muchas personas que rezan –cosa fantástica- pero cuando se les habla de hacer oración huyen, es como si se les estuviera hablando en un idioma desconocido, se asustan, no son capaces de aceptarlo y, tristemente, hasta son capaces de juzgar a la persona orante.

Pero yo sé que, en su fondo buscan a Dios desde lo profundo, lo que pasa es que nunca han sido capaces de entrar en esa experiencia donde Dios aparece de una manera nueva y sorprendente.

La oración es simplemente dejarse MIRAR por Dios. (La palabra mirar que en la biblia significa amar) Por eso, la oración tiene que estar lejos de los condicionamientos, las estructuras, las normas… ¿Acaso alguien se plantea, las veces que besa a su hijo al día? ¿Acaso alguien hace un discurso para hablar con los suyos? Pues si Dios es uno de los nuestros y el más importante ¿Cómo buscar formas absurdas para llegar a Él? Pero:

  • ¿Yo? Yo que voy con asiduidad a la parroquia, que busco a Dios… ¿soy, realmente persona de oración?
  • ¿Me dejo mirar = amar por el Señor?

 Cuando nos detenemos a observar a los grandes profetas: Moisés, Elías, Isaías… nos damos cuenta de que todos se pusieron de pie ante el Señor. ¿Para qué? Pues para que les mirase. Pero ¿por qué se nos presenta una cosa tan irrelevante para nosotros? Pues para que nos demos cuenta de que todos se dejaron mirar por Él. Se pusieron ante Él “para ser vistos” porque esta actitud confirma que Dios ve el corazón de la persona, su fondo, su profundidad… De ahí que el orante tenga por misión, el ponerse “en pie” en presencia de Dios, para dejarse mirar por Él.

Fijaos con que precisión nos lo dice el Salmo 138 “Antes de formarme en el seno materno, Dios ya me conocía…” Dios ya me había mirado, ya se había fijado en mí.

Y conocer a Dios, o ser conocido por Él, supone:

  • Ponerse en relación.
  • Experimentar su presencia.
  • Participar de su vida.

Porque Tú Señor me ves, pones a prueba mi corazón y estás conmigo. Esta es la clave. Dios está cerca, atiende mi queja, me escucha, me oye, me acoge… Y porque estoy cerca de Él, soy visto, escuchado, amado… Hasta el punto, de que “Dios es capaz de concederme, hasta lo que no me atrevo a pedir”

 Por eso la oración de Jesús impactaba, porque sentía todo esto como nadie. De ahí que los discípulos, testigos de ello, se quedasen embelesados al verle dirigirse a su Padre.

Así, un día, en el que ya no podían seguir viéndole, con esa actitud de intimidad, dirigirse a su Padre, se atreven a decirle ¡enséñanos a orar!

Me imagino que, Jesús, los miraría con mucho cariño y, lejos de apabullarlos con una disertación que les impresionase, les va diciendo pacientemente, mirad:

Cuando os pongáis delante de mi Padre no utilicéis muchas palabras. Él sabe al instante todo lo que os pasa.

La oración ha de ser insistente, como la de la pobre viuda.

Ha de ser perseverante. Siempre sabiendo esperar, porque Dios llega siempre: a su tiempo y a su modo.

La oración ha de ser confiada. ¿Quién no tiene confianza con su padre? Pues Dios, es el Padre Bueno que nos espera siempre.

A la oración se ha de llegar con una profunda humildad. No somos nosotros los que tomamos la iniciativa, es el mismo Espíritu el que “ora por nosotros”, cuando somos capaces de disminuir para que Él crezca.

A la oración hemos de llegar sabiéndonos pecadores, imperfectos… necesitados del amor del Padre para que nos regenere.

A la oración hemos de llegar, con la fe suficiente, como para poder exclamar: Señor yo creo pero aumenta mi fe.

  • ¿Es, realmente, así mi oración?

 Pero, a pesar de tanta resistencia, yo creo que todos sentimos necesidad de orar, de llegar a Dios, de decirle nuestros problemas, de expresarle nuestras necesidades y esto es lo que se necesita para hacer oración, de ahí que a veces me pregunte ¿por qué queremos complicar una cosa tan evidente? Para hacer oración, -como nos dijo Jesús- tan solo se necesita:

  • Querer orar.
  • Gustar el silencio.
  • Estar abiertos a la escucha.
  • No desanimarnos.

Es triste escuchar que algunas personas han dejado la oración: porque no les dice nada, porque se aburren, porque su esfuerzo no ha estado en consonancia con los frutos esperados…

Os aseguro que, si los frutos fueran en proporción directa al esfuerzo y al tiempo empleado y pudiésemos descubrir un termómetro que midiera sus frutos, todo el mundo sacaría tiempo para hacer oración. Pero la oración no es una línea recta; el tiempo de Dios no es nuestro tiempo ni su manera de actuar la nuestra, por eso nos resulta tan difícil caminar por sus sendas. La oración es gratuidad, regalo, entrega, donación.

La oración es dejar a Dios manejar tu vida. Es dejarnos hacer por él, entregarle las riendas de nuestros asuntos… Pero esto requiere una fe grande y un total desprendimiento.

  • ¿Qué dice esto a mi manera de hacer oración?

Después de observarlo, me parece que queda claro que un día sin oración es como un día sin sol, donde la mirada queda retenida en nosotros mismos.

Por eso necesitamos darnos cuenta de que, cuando no damos suficiente tiempo a la oración y caemos en el activismo, tropezamos con las personas que nos rodean como meros bultos que tan solo nos estorban. Somos incapaces de ver sus rostros, de percibir su misterio, de darnos cuenta de que están habitadas por ese Dios, por medio del cual: “somos, nos movemos y existimos

De ahí que, sólo cuando seamos capaces de acoger en nosotros, esa presencia de Dios que nos llene y nos envuelva, podamos sentir la riqueza del encuentro.

Cuántas cosas más querría decir, pero creo que hoy es imprescindible terminar orando.

Señor: Te necesito.

Sé que Tú, no eres solamente parte de mi vida, sé que Tú, eres mi vida.

Eres mi pozo, mi sed, mi agua… El que me refresca, me lava, me riega, me empapa…

No permitas, Señor, que abandone esta vida de intimidad contigo. Tú sabes, mejor que nadie, que el sol de la vida calienta demasiado y no quiero que, la necesidad de agua, me arrastre a pozos equivocados.

Pero, a pesar de todo, sé Señor, que legues cuando llegues… ¡Yo te estaré esperando!