Por Julia Merodio

Cuando la semana pasada os planteaba el tema de la alegría, quedaba claro que nuestro Dios es un Dios gozoso y entusiasta, capaz de vivir en fiesta; lo que ya no quedaba tan claro es que, ese Dios de la fiesta y el gozo fuese un Dios que ríe.

Es sorprendente comprobar que, en nuestra iconografía no aparezcan, o aparezcan muy pocas imágenes y cuadros de Jesús riendo. Es verdad que, en todas nuestras representaciones de Jesús, hemos sido capaces de plasmarlo con semblante alegre, agradable, satisfecho, acogedor… pero riendo, en raras ocasiones por no decir en ninguna. Y yo me pregunto ¿acaso Jesús no reiría en las Bodas de Caná? ¿Y en los banquetes de los que nos habla en el evangelio?

 

Ante esta realidad no es extraño que al ver a unos cristianos tan serios y parcos en expresiones de alegría, la gente piense que nos hemos olvidado de reír, o lo que es peor que lleguen a pensar que ser cristiano lleva implícito ocultar la risa.

 

Sin embargo nada más lejos de la realidad. Fue el mismo Dios el que nos creo con la sonrisa “puesta” La risa en tan consubstancial al ser humano como el llorar, o el parpadear, de ahí que Jesús no iba a ser una excepción; digo yo, que él también nacería con la sonrisa “puesta” como cualquier bebé.

Lo que pasa es que esto de la risa debe de ser cosa muy seria, tan seria que, en este momento de la historia han tenido que aparecer clases de “risoterapia” para llevar a la gente a no perder tan hermosa cualidad.

Más, es significativo que, cuando la gente no sabía nada, sobre los músculos que se movían al reír y todos sus beneficios al hacerlo, la gente riese abiertamente y con demasiada frecuencia.

Ciertamente, hasta que no aprendamos a reír no podremos comprender a nuestro risueño Padre, Dios, con el que es fácil reírse de esas propuestas, a veces, graciosas capaces de llevar a la risa a cuantos lo acompañaban en el camino.

Fijaos cómo se reirían los paisanos de Zaqueo que, al ver llegar a Jesús se sube, ridículamente, en aquel sicómoro ¡alguien tan importante como él! Y no es de extrañar que semejante situación también a Jesús le produjese risa y quizá fuese riendo como le mandase bajar de allí. Pero debía de ser algo tan cotidiano que a nadie le produjo extrañeza, ni siquiera al mismo Zaqueo, él baja con naturalidad sin que le viniese a la mente la idea de denunciar a Jesús por ridiculizarlo, cosa tan implantada en nuestros días, Zaqueo lejos de reprocharle lo que había hecho lo invita a comer, dejándose salvar por Él.

Y ¿no os parece, qué Jesús reiría después de pronunciar cada Bienaventuranza? ¡Bienaventurados los pobres…! Y Jesús sonrió. Hoy diríamos que eso no tiene ninguna gracia ¡qué lástima! Nos hemos hecho mayores y hemos dejado de sorprendernos.

Creo que, es importante situarnos en la escena. Jesús, ante aquellos rostros expectantes que lo taladraban con la mirada, quiere mandarles un resquicio de esperanza y lo hace con esas sorprendentes palabras. Es curioso que los que lo escuchaban no se sintiesen humillados, ni ridiculizados.

Quizá no hayamos sido capaces de captar las dos características que encuadran el hecho.

La primera está en comprobar que Jesús no les deja con un regusto a frustración. Jesús después de cada Bienaventuranza les ofrece una recompensa: Bienaventurados los que son tan libres, que escogen el camino de la pobreza, porque ellos serán saciados. Dios los llenará.

La segunda consiste en que, Jesús, no ofrece las Bienaventuranzas,  sentado en un trono, ni sobre la atalaya de un suntuoso castillo, con sus buenos escoltas y rodeado del séquito real; Jesús les habla a su altura y con una claridad que pueden entenderle. Jesús está allí con ellos, en el mismo lugar y Jesús viste como ellos, una simple túnica y unas sandalias similares a las suyas, de ahí que lejos de irritarles sus palabras, les consuelen y les den algo de la felicidad que no poseen. Y todos reirían y Jesús con ellos.

No hay que ver nada más que la manera que tenían de acercarse a Él. Todos le buscaban. Y es que Jesús era una persona divertida; lejos de pronunciar impresionantes sermones, les contaba parábolas amenas, tan entretenidas que nadie tenía prisa por irse.

Nos lo cuenta el mismo evangelista. Dice que se les hace tan tarde, que el mismo Jesús, apiadándose de ellos les da de comer y lo hace tan abundantemente que, Jesús al verlos saciados, se siente dichoso y riendo da gracias al Padre por su derroche de bondad.

Los que vivían a su lado debieron de aprenderlo muy bien. ¿Alguien se imagina a Pedro y a Juan dando la mano al paralítico, al que estaban curando, con un rostro amargado? ¿Acaso Pedro y los demás apóstoles, al dar testimonio de Jesús pondrían cara de resignación y amargura? ¡Cómo se graba en el corazón la sonrisa de un rostro! Por eso la sonrisa de Jesús se había grabado en la cara de sus discípulos.

Pero claro después de insistir tanto sobre la risa de Jesús, es posible que alguno podamos preguntaros y ¿cómo sería la risa de Jesús?

La risa de Jesús creo que sería preciosa y natural. Yo me la imagino  como la de esa madre que, con un poco de carne picada y un puñado de arroz, es capaz de hacer comida para todos sus hijos y nietos que se encuentran en paro y al verlos tan dichoso sentados a la mesa y saciando su hambre, aunque su corazón llore, su cara muestra una amplia sonrisa, muy similar a la sonrisa de Dios.

Sería también, como la de ese padre que con una escasa pensión ha acogido en su cada a la familia de sus hijos, a los que les han quitado el piso, para que tengan un techo donde cobijarse y una sopita caliente.

La sonrisa de Dios sería como la de esas personas de cáritas que, cada día preparan comida y bocadillos para cuantos van llegando.

Y como la de aquel misionero, que ha cambiado su bienestar, por la más absoluta precariedad para que niños y mayores puedan sonreír.

Me la imagino, también, como la de ese sacerdote que, sin ninguna comodidad, está en aquel pueblo perdido y atiende a los ancianos y enfermos de la zona.

La sonrisa de Dios sería como la de esos jóvenes que acompañan a niños con problemas y son capaces de hacer que la sonrisa llegue a su cara.

O como la de esos ancianos que ahora cuidan de sus nietos porque sus hijos tienen un horario estresante y unos sueldos muy bajos y los divierten contándoles cada día las mismas aventuras.

O esas monjitas de clausura que sonríen mirando la Custodia, a la vez que su boca se llena de risas al pedir por todo y por todos; porque ellas saben mejor que nadie, que ese al que se lo piden lo puede todo y que pase lo que pase, vela por sus hijos.

Y Jesús sigue riendo cuando descubre a esas personas que saben que, para ser feliz no hace falta tener cosas inservibles, ni almacenar lo que nunca se va a utilizar, porque la risa brota, simplemente, cuando se tiene un corazón sencillo capaz de abrirse para albergar una débil y frágil semilla, capaz de  hacer germinar y fructificar todas las bondades y generosidades que Dios va poniendo en él, porque sabe que los demás al comprobarlo y compartirlo reirán de gozo y de paz.

Por eso me atrevería a pediros que vayamos por la vida con la sonrisa puesta, regalándola a cuantos se crucen en nuestro camino, pues creo que no podemos imaginar, lo que le debe de gustar a Dios ver la sonrisa en un rostro.