Hace dos semanas, hablábamos del encuentro con Dios. Pero, aún queriendo encontrarnos con Él, no estamos acostumbrados a dejar que sea Él el que elija, ni el que nos manifieste su voluntad. No le damos oportunidad. Nos envolvemos en proyectos, reuniones, presupuestos, estadísticas… No somos dados a  esperar esas manifestaciones que nos llegan de Dios y que, una y otra vez, tratamos de no dejarle hacer su trabajo en nosotros.

Sin embargo, Dios no cesa, de manifestarse al ser humano como  siempre se ha manifestado.

Por eso sería bueno que hoy recordásemos, alguna de las veces,  en la que el Señor se nos ha manifestado. Pero no de una manera global, sino buscando esa vez en que nuestro cuerpo tembló al contemplarle:

  • ¿Qué hecho recuerdo, en el que vi a Dios presente sin ninguna duda?

 

En el libro del Éxodo vemos que, cuando Dios se manifiesta a Moisés, él asombrado, se inclina, se echa rostro en tierra y adora.

Dios llama a Moisés desde la zarza:

— ¡Moisés! ¡Moisés! —Aquí estoy —contestó Moisés.

Entonces Dios le dijo: —No te acerques.

Descálzate. Porque el lugar donde estás es sagrado.

Después añadió:—Yo soy el Dios de tus antepasados.

Soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Moisés, al oírlo se cubrió la cara,

pues tuvo miedo de mirar a Dios.

 

Moisés no puede ver a Dios. Su rostro ha tapado al hundir su cabeza sobre la tierra, pero pronuncia el nombre de Dios y encuentra su rostro. Porque el amor siempre está por encima de las palabras, por encima de la inteligencia.

Las palabras, a veces, tan sólo esconden lo esencial de lo que queremos manifestar. Por eso os invito a pedir perdón:

Señor: Perdóname, por las veces que voy a ti con la cabeza demasiado elevada, como si fuese yo el portador de la verdad.

       Perdóname, cuando te aturdo con palabras huecas, que me tapan lo esencial de lo que querrías decirme.

       Perdóname, por las veces que me quejo de que nadie me tiene en cuenta, cuando soy yo el que tengo que preocuparme por los demás…

 

Sin embargo, esa actitud humilde de Moisés, le hace descubrir a ese Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”; descubre el verdadero rostro de Dios, un rostro paciente, un rostro sereno, un rostro de perdón infinito.

Moisés, como todos los adoradores que han existido después de él, sabe muy bien que a Dios hay que rendirle honor en silencio, dejando que el misterio cale dentro del corazón.

Pues cuando el misterio cala, el corazón empieza a llenarse; mientras las palabras van callando, los pensamientos se van evaporando de nuestra mente y ya sólo queda sitio para la sorpresa, para el asombro, para la adoración a ese Señor, que hace maravillas en los corazones disponibles y entregados, como el de María.

¡Ay si la gente decidiera acercarse así al Señor! ¡Si fuese capaz de acceder al sagrario para quedar en silencio y adorar! Porque:

Cuando el silencio habla, la vida se transforma.

Cuando el silencio del amigo habla, la vida se llena de ternura.

Cuando el silencio del corazón habla, la vida se transforma en amor.

Cuando el silencio del amor habla, la vida se hace comunión.

Cuando el silencio del dolor habla, la vida se hace misterio.

Cuando el silencio del misterio habla, la vida se transforma en adoración.

 

Dios, revela sus secretos a los que han sabido hacerse pequeños, a los que han sabido en el silencio llegar a Él. Cuántas veces caemos en la curiosidad de saber cosas sobre Dios, de discutir cosas sobre Dios, de demostrar cosas de Dios; pero enseguida comprendemos que esto no nos lleva a nada concreto. Dios no se deja capturar por la mente. A Dios se llega en un eterno descubrimiento, dejando al Espíritu que nos conduzca hasta la verdad plena.

Por eso, el lugar donde podemos descubrir el amor de Dios es el corazón. “El amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Y ese amor que Dios pone en nuestro corazón es el que nos traerá los frutos salidos de su esencia: la bondad, la ternura, la benevolencia, la alegría… y veremos que todo este derroche de amor es la rúbrica de Dios en nuestra vida. Porque:

Cuando el silencio del alma habla, nuestra vida se transforma en oración.

Cuando el silencio de Dios habla, la vida se transforma en misterio  de Dios

Cuando el silencio de la luz de Dios habla, la vida se llena de transparencia de Dios

      Porque… cuando el silencio habla, la vida se transforma.

Y entonces notaremos… que, a nuestro interior llega esa esperanza que no defrauda, esa paciencia en medio de las tribulaciones, esa paz cuando las cosas son adversas, y sentiremos de nuevo la presencia de Dios, y nuestro corazón saldrá transformado. Acogeremos el Don desde la libertad más plena y comprenderemos lo que es su gratuidad.

Pudiendo decir con las palabras de Isaías:

“En la noche te desea mi alma y en verdad mi espíritu, dentro de mí te busca con diligencia; porque cuando la tierra tiene conocimiento de tus juicios, quedan sobrecogidos todos los habitantes del mundo” (Isaías 26:9)