El mes de Mayo va pasando y quiero aprovechar estos días que faltan para dedicárselos María, nuestra Madre.

Al ponerme de nuevo, ante lo que nos rodea, veo que las cosas cambian despacio. Subidas y bajadas de muertos, de ingresos, de contagiados… Luchas por pasar de una fase a otra, si nos confinamos para no coger el virus, cae en picado la economía y si tratamos de salvar la economía, miedo a que suban los contagios. Total que ahí vamos buscando comités de expertos que siguen sin saber qué hacer, ni cómo moverse, para que todo el mundo esté contento. Por lo que de nuevo he decidido… acercarme a María.

Si alguno de los eruditos que están ahí, machacándose su inteligencia, para dar una solución acertada a la realidad que nos rodea leyese este título, creería que estaba de broma. María ¿Ciencia de Dios?

María, además de pobre e irrelevante, era una joven analfabeta a la que no se le permitía tener una cultura por el mero hecho de ser mujer, situación que hace impensable que poseyera el “Tesoro del Saber”

Sin embargo, aunque parezca sorprendente, María sabía lo que ignoran muchos de los grandes sabios de la tierra; lo que desconocen esas personas que se creen grandes y se nos presentan como superentendidos e ilustrados; esos que –de vez en cuando- se cruzan en nuestro camino mirando por “encima del hombro” Y es que los verdaderos tesoros y las auténticas respuestas están dentro, en lo profundo. Lo valioso ni tiene precio, ni se puede robar. Todo está en la entraña de la persona.

Si los “cacos” de nuestros días, cuyos procedimientos son cada vez más sofisticados, hubieran aparecido por aquellos parajes –donde María vivía-, jamás se hubieran fijado en su casa para llevarse algo que pudiera merecer la pena. Sus posesiones se ceñían a lo imprescindible para la subsistencia. Sin embargo ahí estaban sus verdaderos tesoros, en su interior, por lo que no podían ser robados ni desvalijados. Y ¡fíjate! Resulta que, al contrario de lo que se pudiese pensar, entre esos tesoros que adornaban la vida de María se encontraba: el “Tesoro del Saber”

María sabía que Dios la amaba desde la eternidad, conocía que era la hija muy querida del Padre y, por si fuera poco, sabía que había sido elegida para ser la Madre del mismo Dios. Ella poseía el gran DON de sentirse querida por toda la Trinidad y trataba de saborearlo y disfrutarlo, en su interior, con paz y alegría.

María sabía pronunciar la palabra “Padre” de manera especial; se lo había inspirado el Espíritu Santo; el que hace sentir por dentro, el que hace sagrada la Palabra de Dios, el que ayuda a “gustar” –íntimamente- el sabor de la Fe.

María escuchaba a Dios, con toda la creación. Todo le hablaba de Él. Recordaba, constantemente, que el mismo Dios la había creado y se sentía llena de la profundidad generosa de sus Dones.

María sabía que no le bastaba con rezar y socorrer a los desfavorecidos, sabía que además tenía que estar dispuesta a no entender.

      • Los planes de Dios.
      • Los silencios de Dios.
      • Las maneras de actuar de Dios
      • Su abandono…

Por eso sabía que necesitaba contemplar los acontecimientos con los ojos del corazón y la ciencia de Dios.

Acabamos de quedar descolocados. ¿Con que ojos y qué ciencia, miramos nosotros los acontecimientos que se nos van presentando? Todo lo indescriptible que nos iba asolando lo tapábamos. Nos habían dicho que esto era “un poco más que una gripe” y que cuando pasase, saldríamos para volver a la vida de antes. Pero nos hemos ido dando cuenta que no es así. Nos iban presentando, los aplausos, los cantos, las ocurrencias de muchos… pero no nos presentaban los dramas que existían detrás de los balcones, entre otras cosas, porque muchos ya no tenían ni para comer. Y ¿qué ha pasado? Que cuando hemos comenzado a salir, nos hemos ido dando cuenta de que mucha gente –sobre todo jóvenes- hacen lo que quieren, incumpliendo las reglas que se les van dando. Y… que es ahora cuando, los médicos y enfermeras han tenido que comenzar a alertarnos de la peligrosidad a la que estamos expuestos.

¡Qué distinto todo esto a lo que nos presenta María, aunque no nos paremos a pensarlo! Es fácil apreciar que, si por el Don de Consejo se le había permitido -a María- el  saber optar por lo recto, lo bueno, lo justo… lo que le agrada a Dios; por el Don de Ciencia se le concedió –lo mismo que a nosotros- valorar rectamente, las realidades que se le iban presentando, en el discurrir de su existencia. La diferencia está en cómo lo utilizó ella y cómo lo utilizamos nosotros.

Estamos hartos de ver que, los juicios de valor que nos ofrecen los políticos, los medios de comunicación, los “entendidos”… sobre los acontecimientos y vicisitudes que nos van apareciendo, están todos afectados por ideologías, partidismos, intereses y deformación; sin embargo Jesús nos advierte -muchas veces- que debemos rechazar todos esos criterios humanos, e ir a la luz de la Palabra que ilumina a todo ser humano y que tantos no conocen porque no la han querido recibir. –Es ya el prólogo del evangelio de Juan, el que lo dice de esta manera- “Vino a los suyos y los suyos no la recibieron”

De ahí, la necesidad de situarnos en la verdad. De permanecer firmes en esos criterios diferentes que nos hacen resultar incómodos -en este ambiente hostil y enrarecido en el que estamos inmersos- pero que son los que la gente necesita escuchar para saber por dónde debe seguir caminando.

Pidámosle al Señor que, como a María, nos conceda el Don de Ciencia. Ese Don que nos ayude a discernir entre la sinceridad y la falsedad que se mezclan ante nosotros como si fuese lo más normal. Que nos conceda, ese Don que nos haga valientes para denunciar la injustica; para ver lo que se funde detrás de las aparentes verdades; para descubrir la belleza y la armonía que contiene todo lo creado y que nos dé un conocimiento nuevo que, nos permita rehacer nuestra vida desde lo auténtico, tomando conciencia de nuestra identidad como Hijos de Dios.

Porque queremos que Él nos infunda esa ciencia de los niños, de los pequeños, de los que la gente deja relegados… pues sólo así podremos ver la altura, la grandeza, la sabiduría y la inmensidad de Dios. Solamente así dejaremos de ver grande lo que para Dios es insignificante.

Pidamos a Dios sin cansarnos, este magnífico Don