LOS DOLORES DE LA VIRGEN

 

Por Julia Merodio

 

Todos conocemos a personas que se llaman Dolores; y, el que más y el que menos, tiene una amiga Loli o Lola. Todas ellas celebran su onomástica el viernes que antecede al Domingo de Ramos: Es el viernes de Dolores, algo que, posiblemente se va olvidando y solamente, es recordado por la gente un poco mayor.

Por eso quiero sacarlo a la luz, porque lo mismo que las siete Palabras son queridas y recibidas con gozo, creo que los Dolores de la Virgen se recibirán de la misma manera; mucho más cuando descubramos que son tan actuales como la vida misma.

Es obvio que no podré plasmarlos todos pero elegiré el de la agonía por ser el más afín a la entrante Semana Santa.

 

AGONÍA DE JESÚS

Si todos los dolores de María habían sido punzadas para su alma, yo creo que la mayor de todos fue la de ver agonizar a su hijo. Su único Hijo. Y no hablo de forma hipotética, yo vi agonizar a uno de mis hijos.

Por eso entiendo, perfectamente, el dolor de la Madre y entiendo que, desde que  lo encuentra en el camino del Calvario, María ya no pueda separarse de Él.

Al verle se da cuenta, de los dos sentimientos, que taladran el alma de su Hijo:

–  El dolor de verla sufrir, de esa forma tan indecible.

–  Y la tranquilidad que le da, tenerla a su lado.

A ella le parece imposible poder seguir en pie, después de ver lo en tan lamentable estado, pero Dios da siempre una fuerza imposible de imaginar y si el Espíritu Santo estuvo con ella en el nacimiento ¿Acaso ahora la va a abandonar?

Sin saber cómo sigue ahí inmóvil, en pie junto a la Cruz. Ya había visto, con mirada atónita: desnudar a su Hijo; meterle los clavos por manos y pies; izar la Cruz y chorrearle la sangre por cada poro de su cuerpo… pero, todavía, le quedaba verlo agonizar. Sería una agonía larga. Tres horas para agonizar son muchas horas, pero en esas horas a Jesús le quedaba mucho por hacer y a ella mucho por sufrir.

Las madres de nuestro siglo también saben mucho de agonía. De agonías lentas en las que ven deteriorarse a sus hijos, esclavos de esas muertes lentas que los van despojando de bienes, de dignidad, de salud… ¡Cuánto se sufre viendo agonizar a un hijo! ¡Qué pequeña se siente la persona ante el sufrimiento! ¡Qué impotente ante lo trascendental!

Lo mismo que nosotros, María estaba junto a su hijo en su sufrimiento, pero no podía quitarle ni un ápice de su dolor, para sufrirlo ella.

En la vida encontramos fronteras absolutas con las que no podemos batallar y, esta es una de ellas.

Por eso, cuando menos lo esperamos, nos encontramos a madres sufriendo y a hijos agonizando; son las agonías de quien camina a la muerte lentamente, una muerte buscada y consentida.

Ante nuestros ojos desfilan esas muertes sin piedad en algún momento cualquiera de nuestra vida, con la correspondiente agonía que produce. Apuntaré alguna de ellas:

  • El alejamiento de Dios.
  • El prescindir de los valores.
  • El buscar placer sin importar el precio.
  • El consumir de forma convulsiva.
  • El ansia de poder aplastando a los demás.
  • El vender al amigo por dinero.
  • El despreciar a los que dieron todo por amor.
  • La indiferencia con los seres queridos…

Agonías lentas y muertes anunciadas que no todos somos capaces de asumir y tolerar. De ahí los desenlaces tan tristes que nos presenta cada día la historia.

Y ¿Qué decir a todos esos que agonizan en una fría carretera solos y sin nadie que les ayude? Una de las más fuertes agonías de nuestro tiempo que, llevan a tantas madres, a esperar noches enteras al hijo que nunca llegará.

Madres, con el teléfono pegado al cuerpo, esperando que se confirme la llegada satisfactoria del hijo, al lugar de destino.

A María se lo avisaron, le dijeron que una espada atravesaría su alma y aquí estamos todas las madres esperando esas “espadas” que traspasaran la nuestra.

Por eso es importante acercarse a la Madre para que nos infunda valor y esperanza, además de conformidad, para que se cumpla en nosotros, la voluntad de Dios.