Como todos sabéis hoy, día de la Virgen de Lourdes, es el día del enfermo. Y he pensado: ¡qué bien enlaza Dios las cosas! La Madre siempre arropando a cuantos están necesitados de sus cuidados.

Por eso, como es natural, no podía pasar este día sin tener un recuerdo, para todos mis amigos enfermos y para cuantos estén pasando un momento complicado, para cuántos me llaman para que oremos por ellos en la Adoración al Santísimo de los martes y para cuántos me habéis enseñado a enfrentar la enfermedad con valentía y fortaleza… a todos quiero deciros que os llevo en mi corazón.

Bien sé, que no somos muy proclives a decir a los demás que les queremos, que nos acordamos de ellos, que son importantes en nuestra vida… y, mucho menos a personas desconocidas con las que posiblemente no tengamos ningún contacto; pero hoy –por este medio que llega a todos- quiero acercarme a cuantos estáis sufriendo -sobre todos a los que más solos os encontréis- para deciros que admiro vuestra coraje y el gran valor que tiene para todos vuestro sufrimiento.

En este día del enfermo, os pongo ante el Señor. Y quiero hacerlo poniendo en sus manos y en su corazón, vuestro rostro y vuestra situación concreta, pues sé que sois sus favoritos y os ama de una manera especial.

También sé que es fácil decir cosas bonitas cuando se está en esa situación, pero nadie está bien indefinidamente. Por el dolor pasamos todos; unos antes, otros después; unos de una forma, otros de otra… pero nadie puede librarse de él. Yo también lo he conocido muy de cerca y he comprobado que en esos momentos Dios me llevaba en sus brazos lo mismo que ahora os lleva a vosotros.

Eso me ha enseñado que cuando la salud comienza a resquebrajarse, todo nuestro mundo se tambalea, los esquemas se trastocan, el corazón se suaviza y poco a poco vamos entrando en ese mundo de espera y abandono donde el dar y el recibir comienzan a formar una unidad. Pues ¿Quién más dado a dar y recibir que un enfermo?

Un enfermo es un ser desvalido. Hemos de tener una simple gripe y estamos a expensas de los médicos, del tratamiento, de ver si volveremos a sanar. Perdemos las seguridades que tanto apreciábamos y tan sólo nos encontramos con las manos tendidas y el corazón expectante. Dependemos de lo que vamos a recibir.
Pero un enfermo, sobre todo da: Da una perspectiva nueva de vida. Da humildad, da acogida, da agradecimiento… ¡Puede dar tanto un enfermo!

Así, nuestro querido Papa S. Juan Pablo II tan cercano a esta realidad, eligió el 11 febrero de 1984 para publicar la carta apostólica Salvifici doloris acerca del significado cristiano del sufrimiento humano, fijando al año siguiente esta misma fecha para instituir la celebración de la Jornada mundial del enfermo. Y decía –en la carta que escribió para tal evento- que lo hizo así, “porque quería que este día fuese un momento fuerte de oración y ofrecimiento del sufrimiento para el bien de la iglesia, así como una invitación para que todos reconozcamos en el rostro del hermano enfermo, el rostro de Cristo que, sufriendo, muriendo y resucitando, realizó la salvación de la humanidad”
Por eso hoy, quiero hacer un llamamiento a todos, para que miremos el rostro de Cristo y veamos en él todas esas dolencias, esos males, esos sufrimientos, esas vidas segadas por la injusticia, por la miseria, por la marginación y con valentía seamos capaces de preguntarnos cuántas de esas heridas se han producido por nuestro egoísmo, por nuestra indiferencia, por nuestra apatía… Siendo capaces de mirarles de frente y ver a todos ellos, no como simples personas, sino como hijos de Dios queridos y privilegiados.

Pues todos ellos conforman en rostro de Dios. Por eso, Jesús al mostrar sus llagas nos está revelando a cada ser humano que sufre en el cuerpo o en el alma. Nos está presentando a la humanidad sufriente que, metida dentro de sus heridas, derrama sobre el mundo la sangre que conforta y el agua que regenera. Nos está expresando que cada persona que sufre a su lado, se convierte con Él en redentor del mundo.

¡Qué grandes sois mis queridos enfermos! ¡Qué dignidad la vuestra por haber elegido poner vuestros sufrimientos junto a los del Señor!

Yo querría pediros hoy, que os dejaseis besar por el Señor, lo mismo que se dejó besar el leproso del evangelio. ¡Cuántos seres de los que nos decimos sanos, vamos por la vida con el corazón lleno de lepra, sin quererla ver y sin dejarnos besar por el Señor! Pero vosotros no. Vosotros sois especiales, vosotros podéis saborear ese beso de Dios porque vuestro corazón está limpio. Porque en cada dificultad habéis experimentado su cercanía.
Quiero que comprendáis que vuestras heridas son una brecha donde nace el amor y la misericordia.
Quiero que sepáis que el cuerpo herido de Cristo os ha dado el coraje de seguir y la ternura de acoger, una ternura que os da fuerza para vivir por los demás, aunque no lleguéis lejos porque vuestros pasos no puedan ser largos. Una ternura que nace sólo, de los que viven su vida junto al corazón de Dios.
Gracias de nuevo. Seguiré pidiendo al Señor inmensamente por vosotros, le diré que guarde esta semilla de fe y entrega que sois vosotros. Cristo murió de una vez por todos, pero vosotros sois esos otros cristos que están muriendo cada día un poco, por todos los demás.

Quiero aprender de vosotros a morir -también yo- cada día un poco a mi egoísmo, a mi comodidad… porque todos unidos podremos ser luz para este mundo que camina en tinieblas.

¡No os canséis! Sabed que el Señor abre su mesa todos los días, para que cojamos fuerza y podamos seguir caminando. En ella nos sentaremos juntos y nos alimentaremos con la Palabra y con su Cuerpo y Sangre, para salir al mundo a manifestar que Cristo ama a todos, y vive en cada persona que es capaz de entregarse por los demás.

Os quiero de verdad y quiero mandaros todo mi cariño.