Hay evangelios que nos parecen un poco desconcertantes. No nos resulta agradable sentirnos interrogados y en lugar de afrontarlos, tratamos de usar nuestros recursos, para escapar de ellos.
Pero creo que es necesario que, el evangelizador eluda, lo más posible, “todo lo que suene a ley” para centrarse en lo auténtico de Dios.
Porque cuando una persona escucha a Dios y le responde con generosidad, es capaz de dejar todos esos condicionamientos que le deslumbran para centrarse en el auténtico amor; pues solamente así comenzará a notar cómo comienza a llegar la luz a cuanto trata de evangelizar.
La tiniebla de angustia, el miedo, la ansiedad… que guardaba en su interior comienzan a aclararse, percibiendo que lo positivo no está por encima de la persona, sino dentro de ella.
Nuestra vida de fe siente la certeza, de que es, el mismo Dios, el que nos busca, el que nos acoge, el que nos lleva a un camino de felicidad. Descubriendo entonces que, nuestra única tarea consiste en no poner obstáculos a la misión encomendada.
Hacer cada día, un acto de confianza en el Señor; como Pablo, como María, como los profetas, como los apóstoles… como tantos discípulos de Cristo que han venido después de ellos y que incluso viven entre nosotros; para dejar a un lado, todo lo que nos impide dar un auténtico culto a Dios; que reside en el interior de cada persona, al cual hemos de llegar, con respeto y dignidad.
¡CÓMO NOS GUSTA PONER CONDICIONES A DIOS!
Al ponerme ante la liturgia de esta semana de cuaresma, me daba cuenta de que, lo que pretende es llevarnos a descubrir esas veces que, también nosotros, ponemos condiciones a Dios para aceptar la salvación.
Como los judíos, queremos signos; como los griegos, sabiduría. ¿Quién no ha pedido, a Dios, algún milagro? ¿Quién no le ha pedido que se cumpliesen sus caprichos -aunque fueran disparatados- a la hora de evangelizar?
Pero no termina la cosa ahí. Todos conocemos a evangelizadores –muy metidos en las parroquias y quizá nosotros mismos-, que también le hemos exigido a Dios que: la revelación satisfaga nuestra inteligencia; que la Iglesia se ajuste a nuestros criterios y que el Papa diga siempre lo que nosotros queremos escuchar.
Sin embargo, aquí tenemos a Pablo, tan lejano en el tiempo y tan próximo en la realidad; mostrándonos al verdadero Mesías. Al Cristo que él predica, al que encontró en el camino de Damasco y se adueñó de su vida, de forma singular.
- Un Cristo crucificado que desinstala a cuantos deciden seguirle.
- Un Cristo crucificado que nos muestra la salvación, no como obra humana llena de espectacularidad, sino como obra de Dios: pobre, humilde y… cautivadora.
Por eso la predicación de Pablo es valiente y decidida y muestra –sin ningún miedo- como el evangelio se opone frontalmente a lo que, judíos y griegos, reclaman.
El apóstol ha descubierto que la sabiduría y el poder salvador de Dios están en Cristo crucificado, donde el evangelizador puede percibir su debilidad y su absurdo, contemplando asombrado cómo, de todo eso que a nosotros nos parece negativo, Dios hace brotar la auténtica vida.
Pablo nos muestra que, la relación con el Señor, no es una dependencia mercantil de “compra y venta”, ni una relación de fuerza y poder… sino la antítesis de todo eso.
El apóstol quiere recordarnos que, lo que da valor a la fe no puede atribuirse a ningún ser humano, sólo a la fuerza de Dios, plasmada en Jesús de Nazaret que vino a traernos la Buena Noticia. Él mensaje liberador que rompe cualquier expectativa humana, para proyectarse más allá de nuestras propias conquistas.
Pablo nos invita hoy, a dejar de creer en la persona autosuficiente que sólo piensa en sí misma, para acercarnos al verdadero y auténtico Dios, que ha hecho de la Cruz un medio de santificación que, nos une a todos en:
- Un mismo evangelio.
- Un mismo bautismo.
- Un mismo pan.
- Una misma fe.
- Y un mismo Señor.
Ahora sí, ahora ya podemos preguntarnos, y para nosotros:
¿QUÉ SIGNIFICA EL TEMPLO?
Jesús, quiere llegar al templo para encontrarse con Dios y se encuentra con gente que, en lugar de buscar a Dios mercadea con él. Y Jesús siente un inmenso dolor. No puede consentir que hagan eso en la casa de su Padre.
Veamos como Jesús, en esa precisa ocasión, llama Padre a Dios. Y nosotros ¿lo sentimos como Padre?
Porque esta una de las condiciones indispensables para un evangelizador; concienciarse de que, el verdadero templo no es un edificio de piedra, sino el corazón de cada persona a la que intenta evangelizar.
El Templo De Dios no es un edificio –más o menos suntuoso-, sino el fondo, el interior la persona; de ahí que el nuevo Templo de Dios sea su Hijo, el Mesías, Cristo Jesús al que la semana pasada nos invitaba a escuchar, desde el Monte de la Transfiguración.
Aquel al que fuimos capaces de decirle al verlo transfigurado:
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir. Venciste las resistencias de mi corazón, como la luz vence la oscuridad de la noche. Me sedujiste, Señor y quiero entrar en un proceso de conversión.
Ayúdame a no olvidarme, de que en Ti: vivo, me muevo y existo; para que pueda seguir repitiendo: Me sedujiste, Señor y me dejé seducir.