Hay algo en la liturgia de Pentecostés que siempre me ha sobrecogido realmente, y es, esa bellísima Secuencia, salida de lo profundo de un corazón habitado por el Señor.
Por eso, pensando en tantas cosas tan bellas como se han dicho de esta festividad, he decidido tomarla como referencia para ofreceros el artículo de esta semana.
Entro en ella, con todo el respeto que merecen las cosas sublimes de la vida y dada su extensión dedicaré también a ella las dos semanas siguientes, con el fin de hacer una trilogía que abarque: Pentecostés, Santísima Trinidad y Corpus.
Ven, Espíritu Divino,
manda tu Luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido;
Luz que penetras las almas;
fuente del mayor consuelo.
Estamos en la era de la luz. Precisamente, la luz, mueve nuestra historia. ¿Qué sería una ciudad sin luz? Parecería que la vida entera se había apagado.
Dejarían de funcionar los electrodomésticos, los ascensores, los semáforos, los quirófanos… el caos parecería haberse apoderado de la tierra; y, claro, como tenemos demasiada luz, vivimos con tranquilidad y a penas damos importancia a unas palabras, pidiendo luz, reflejadas en “la Secuencia de Pentecostés” que, por otra parte, recitamos una vez al año y quizá deprisa para que no se alargue demasiado la Eucaristía.
Sin embargo ¡Cuántas cosas, especiales, nos estamos perdiendo con esta actitud!
Todos sabemos como se reparten la electricidad, las grandes potencias de la tierra. Todas quieren los suculentos dividendos que les proporcionan. Y ahí están, los grandes carteles que exhiben sus marcas y un montón de empleados ofreciendo baratijas para atraer al usuario. Pero es asombroso observar que, frente a los empresarios de la electricidad, existe Alguien que es el dueño de la Luz: Cristo. Así nos lo dirá con estas, abrumadores palabras: “Yo soy la Luz del mundo, el que me sigue no caminará en tinieblas” Este es el secreto: Dios es dueño de la luz que no cuesta dinero, no dueño de la electricidad que aliena al ser humano.
Dios es dueño de la luz porque Él la creo, pero la creo para regalarla, para ofrecerla a cada persona y a cada ser; la ofreció para que todos pudiésemos disfrutarla de la misma manera y en la misma cuantía. Porque, sabemos bien que, Dios, no hace diferencias. Por eso, aquel día en una explosión de amor, dijo: “hágase la luz, y la luz fue hecha”
Pero Juan, en el prólogo de su evangelio nos dice –con estas bellas palabras- que el mundo la rechazó.
“La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino, y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
pero el mundo no la recibió” (Juan 1, 9-11)
LA IMPORTANCIA DE PEDIR LA LUZ
Lo que más tristeza produce es que, después de tantos años de historia, sigamos sin querer recibir la verdadera Luz. Por eso es necesario tener, un corazón desprendido, a fin de acercarse a la Secuencia y caer de rodillas ante el Señor para suplicarle, con fuerza:
- ¡Mándanos tu Luz, Señor! Las luces que nos rodean no sirven nada más que para deslumbrarnos.
- ¡Necesitamos tu Luz Señor! Esa Luz que penetra hasta el fondo del alma.
- Esa Luz que: esclarece, explica, descifra, interpela, comprende, entiende…
- Esa Luz que precisamos, los que nos sentimos pobres y ávidos de Ti, que eres nuestro Padre amoroso.
- Esa Luz que nos hará ver con nitidez la realidad de nuestra vida.
Todos necesitamos esta Luz. Por eso vamos a pedirla, hoy, con fuerza. Vamos a suplicar para que, El Espíritu, nos habite hasta el fondo del alma; para que nos haga ver cuan prolíferos somos, para observar las faltas de los demás, mientras nosotros nos creemos los buenos de la tierra.
Y cuando ya la hayamos hecho llegar a nuestro fondo y hayamos observado con tristeza, lo que allí habitaba escondido; dejémonos consolar por el Señor. Fuente del mayor Consuelo.
¡Cómo necesita el mundo ser consolado! No ha sido capaz de encontrarse con la persona que llevó la compasión hasta las últimas consecuencias: Jesús.
Jesús era: enormemente compasivo. ¡Y, un corazón compasivo, es admirable! Pero la mayor dignidad de Jesús consistió en que, no se guardó la compasión para Él, si no que la derramó, a manos llenas, a cuantos se le acercaban. Ciertamente es una actitud que dista bastante de la nuestra.
Jesús sentía compasión al ver a tanta gente, como lo rodeaba, sin rumbo; sin criterio, sin valores… pero, lejos de compadecerse y dejarlos con su situación, Jesús decide padecer con ellos, estar a su lado. Así, en un acto de sublime valentía, sale de su cómodo refugio para llevar el mensaje de salvación a cuantos quisieran escucharlo.
Quizá sea, este Pentecostés, el momento en que también nosotros, debamos dar el salto y salir fuera, a consolar tanta soledad camuflada, como existe el mundo que los rodea.
No tengamos miedo. Regalemos tantos dones como el Señor ha depositado en cada uno de nosotros. Pero, sobre todo, demos gracias sin cansarnos al observar:
Que Dios es esplendido,
a la hora de repartir sus dones.