Hemos dicho muchas veces como nos hubiera gustado que Jesús hubiese bajado de la Cruz y hubiese puesto a todos en su sitio dejándolos boquiabiertos, pero yo creo que, nos hubiera gustado de la misma manera, que después de resucitar se hubiera aparecido al Sanedrín, a los que realizaron la ejecución, a los verdugos y a todos los que tuvieron algo que ver en la crucifixión para decirles: ¡Mirad, aquí estoy yo, he resucitado! ¿Ahora que tenéis que decir?
Sin embargo Jesús, una vez más vuelve a darnos una lección de humildad, de respeto, de fidelidad al plan de Dios y en vez de deslumbrar, hace alarde de su porte, de su valor, de su serenidad… y vuelve para calmar las necesidades de esos que tanto le necesitan en ese momento: Los suyos. Y lejos de venir a darles lecciones y adiestramiento para sobresalir ante sus perseguidores, viene para ofrecerles su ayuda, para preocuparse de cómo están, de qué necesitan, de qué sienten e su corazón… irrumpe en su vida de una manera que nadie lo hará nunca. Va de uno en uno, les hace sentirse especiales, les responde a sus preguntas, les muestra un horizonte de vida que nunca habían soñado… les va invitando a vivir sencillamente lo que le habían visto vivir a Él.
A María Magdalena la busca personalmente y entra hasta su fondo para decirle: “Mujer ¿qué te pasa? ¿Cuál es el motivo de tu tristeza? ¿A quién buscas?” Y llega hasta el Cenáculo para alentar a Tomás en su falta de Fe “Tomás, aquí estoy, compruébalo por ti mismo. Te entiendo. No te preocupes que sigues siendo mi amigo lo mismo que lo eras antes” ¡Señor! Tú eres mi Señor y mi Dios, ¿a quién iremos fuera de Ti?
Pero Jesús no se conforma con llegar a los cercanos, Él quiere estar cerca de todos los que lo buscan de cualquier manera. De los que lo buscan sin encontrarlo y de los que lo encuentran sin buscarlo. De los que se van decepcionados y de los que siguen, aunque sea sumidos en la resignación. Jesús no hace acepción de personas, Jesús ha muerto y ha resucitado para todos.
Por eso sale a los caminos para seguir buscando a los que quieren abandonar y lo mismo que lo hacía cuando estaba con ellos, se acerca a dos que caminan tristes y desalentados; los sucesos acaecidos los han desinstalado y han decidido poner fin a la pesadilla.
Y lo mismo que con los demás: Jesús vuelve a conversar con ellos.
Yo creo que Jesús debe de ser un buen conversador, ¡aunque los modernos no tengamos tiempo de hablar con Él demasiado!
Hay un libro de Sergio Ledesma que se titula “Somos lo que Conversamos” Y es que la mejor manera de conocer a una persona es escuchándole, viendo su manera de expresarse, su vocabulario, su compartir… De tal manera que, una buena conversación siempre gusta a todos, ella produce sosiego, serenidad… ella hace la vida más agradable.
Pero por desgracia esto se ha perdido. Hoy ya no se habla, Hoy se “Chatea” Es verdad que chatear sigue siendo una conversación, aunque sin vernos, sin sentirnos, sin mirarnos a los ojos, sin escucharnos… En fin, me atrevería a decir que es una conversación “descafeinada” pero conversación al fin y al cabo.
Pero lo importante no es eso. Lo importante es, que cuando los discípulos valoran lo que han compartido con Jesús lo primero que surge es el sosiego que les produce, lo que sintieron en su fondo… ¡Cómo ardía nuestro corazón! Dirán los que van camino de Emaus. Y ahí está la clave en observar lo que nuestra conversación con los demás produce en su fondo.
De ahí que fuese bueno que hoy nos preguntásemos: ¿nos producen sosiego esas conversaciones que plasmamos al chatear o a veces nos producen ansiedad e incluso vergüenza? ¿Nos hemos preguntado alguna vez si estaríamos dispuestos a que nuestras conversaciones escritas pudiera conocerlas todo el mundo, como se puede airear lo que Jesús compartió con los que iban caminando? ¿Estaríamos dispuestos a que nuestras conversaciones con los amigos las pudieran saber nuestros hijos? Y lo que es peor ¿nos importaría que lo que conversamos fuera de casa o con los compañeros de trabajo lo pudiera conocer nuestra mujer, nuestro marido? ¿De qué conversamos? ¡Qué importante que nuestras conversaciones sean siempre edificantes! ¡Cómo debemos cuidarlas!
Pero todavía hay algo de mucho más calado. ¿Hablamos con el Señor? ¿De qué hablamos con el Señor? ¿Cómo hablamos con el Señor?
¿Nosotros rezamos? ¿Cómo lo hacemos? Porque a veces pasamos un tiempo rezando y ni siquiera sabemos lo que hemos dicho, eso no es hablar con el Señor y mucho menos orar.
Orar es conversar con el Señor es decirle cosas bonitas, es alabarlo, es agradecerle, es expresarle todo lo que nos sale del corazón… pero claro para hacer eso es necesario amarlo.
Y sé bien que, a veces no sabemos hacerlo, pero podemos pedírselo al Espíritu Santo porque Él siempre está dispuesto a ayudarnos. Podemos pedirle que sea Él el que nos diga cómo hacerlo, qué decir… porque cuando la persona se pone delante de Dios tal y como es no necesita fórmulas, ni hojas para leer, ni repetir oraciones que otros han hecho… De su corazón brota el agradecimiento, el pedir perdón, el decirle al Señor lo frágiles que somos, el pedirle que nos ayude a perdonar a cuantos nos han causado dolor.
Pedirle perdón por nuestras infidelidades, nuestras tristezas, nuestras envidias, nuestras angustias…
Y darle también gracias por todo lo que nos ha dado: la vida, la familia, la comunidad de hermanos… la fe, la esperanza, la libertad… Sin terminar habiéndole dicho que se cumpla su voluntad, porque sabemos que su tiempo no es nuestro tiempo ni su manera de hacer las cosas la nuestra. Y ahora sí, ahora callemos y pasemos un tiempo preguntándonos:
• ¿Qué hablamos con el Señor?
• ¿De qué hablamos con el Señor?
• Cómo hablamos con el Señor?
Pero esto no termina aquí. Todavía falta un pequeño detalle. Y nosotros ¿escuchamos a Dios? ¿Habla con nosotros? ¿Dé que habla? Él sí que tiene siempre una palabra hermosa que decirnos: “eres bello a mis ojos, ¡te necesito! Te llevo tatuado en la palma de mi mano; aunque todos te dejen, yo nunca me olvidaré de ti…” Y esa conversación de Dos con nosotros dura todo el día, lo que pasa es que no tenemos tiempo de escucharle, cada uno estamos pensando en nuestras cosas, en nuestras ocupaciones, en nuestras preocupaciones y no somos capaces de entender, que ni siquiera hay que estar muy atento para darnos cuenta de todo los que nos dice.
La creación ¿no nos está diciendo algo de Él? Las personas, las circunstancias, la Sagrada escritura que leemos en la liturgia… ¿no nos están diciendo algo de Él? El amanecer, los de nuestra casa, la enfermedad que nos ha sobrevenido, ese empleo que acaba de llegar sin esperarlo, ese viaje que estamos preparando, esa muerte que nos ha sobresaltado, ese nieto que ha nacido, esa palabra de Dios… ¿no nos está diciendo algo de Él? Dios está hablando con nosotros todo el día, no sirve la pregunta de ¿Señor por qué no me hablas, por qué no me escuchas? Sino hijo ¿por qué no escuchas a Dios? ¿Por qué no escuchas a tu Padre?
Prestemos más atención a ese Dios que nos acompaña y nos habla siempre. Dejemos que irrumpa en nuestra vida, que nos diga el plan que tiene preparado para cada uno de nosotros. Dejémonos transformar por Él como lo hicieron los apóstoles y sobre todo no pasemos por alto su invitación a vivir sencillamente su evangelio.