Hace unos días, la liturgia nos ofrecía el evangelio de las “Vírgenes prudentes y necias”. Al oírlo, llamó poderosamente mi atención, –algo en lo que nunca había reparado-, la conexión que tenía con el comienzo de curso.
Dándome cuenta de que, después de un tiempo de somnolencia, de inactividad y desconexión, volvemos a encontrarnos en la puerta del convite en el que se nos invita a entrar en la fiesta. Entonces descubrí que, había cosas, en la parábola que no podíamos eludir ni pasar por alto.

Comienza un nuevo curso y yo comenzaba la Adoración al Santísimo –que dirijo cada martes- la fiesta a la que todos estamos invitados. Pero que, como en la parábola, entre los invitados hay dos grupos: los que tienen las lámparas preparadas y los que no. Los que decidirán venir a la oración y los que pasarán de ello; los que quieren llenarse de Dios y los que decidirán hacer otras cosas.

Sin darse cuenta de que:

  • La Lámpara somos cada uno de nosotros.
  • Y el aceite, la Presencia de Dios en nuestra vida.

De ahí que, lo de encender las lámparas sea personal y nadie puede encenderlas por otro. Cada uno deberá decidir –desde la mayor libertad- en qué grupo quiere situarse este curso: si en el grupo –de los que quieren entrar- y seguir gustando de la presencia de Dios durante todo el año, o en el grupo de los que preferirán no hacerlo.

Sin embargo, no podemos equivocarnos. La realidad nos iguala a todos y todos tenemos la misma oportunidad. Todos hemos recibido nuestra lámpara = la vida y nuestro modo de adquirir el aceite… Todos estamos llamados a ser luz, a irradiar resplandor allá donde nos encontremos… porque, lo queramos o no, las lámparas y el aceite son los que marcan la diferencia entre un grupo y otro; ya que, mientras las del primer grupo podrán encenderlas, las del segundo no.
Por eso observaréis que, esta parábola no es para tratarla de pasada, como solemos hacerlo, sino para detenernos en ella, pues encierra una riqueza que a veces no somos capaces de abarcar.
Nosotros somos las lámparas de las que se nos habla. Y todos, sin excepción, tenemos la promesa de un Dios Padre – Madre que es amor, que nos espera, que sale a nuestro encuentro y resulta, realmente triste, que en ella se nos hable de que solamente “cinco de aquellas vírgenes, pudieron alcanzar el sueño de encontrarse con el Señor a su llegada”
Pero, no sólo esas vírgenes tenían sueños. También nosotros los tenemos. Y tenemos metas… para realizar este curso y hemos confeccionado la agenda de todas las cosas que queremos hacer… sin darnos cuenta de que, si no tenemos aceite, nuestra lámpara no prenderá.

Porque, hay una cosa muy clara y que no podemos pasar por alto, sin ese aceite que, solamente se encuentra pasando tiempo en la presencia de Dios, nuestra lámpara no se encenderá.

A pesar de todo lo que digo, sé bien que esto no gusta demasiado, que a la gente le va más lo de hacer cosas, tener actividades… La manera de vivir que se ha impuesto hoy –no sólo en nuestra sociedad, sino también en la iglesia- no nos enseña donde se encuentra el aceite para encender la lámpara; no nos enseña a hacer oración; es más, se cree una pérdida de tiempo pasar un rato en la presencia de Dios y, por lo tanto, no nos enseña a relacionarnos con Él.
Hoy, para estar formados, se hacen reuniones, convenciones, asambleas, excursiones, cenas y comidas de trabajo… y, cómo no, muchas, muchas charlas de formación. Y con tanta actividad, imposible poder sacar un poco de tiempo para la relación con Dios. No hay tiempo para adquirir el aceite que encendería la lámpara. Y ahí estamos, en la puerta, pidiendo a ver si alguien nos da un poco del suyo, porque nuestras lámparas siguen apagadas.

Y esta es la realidad. Si la lámpara no tiene aceite no sirve de nada. No importa el número de metas que tengamos, ni la estrategia maravillosa que hayamos urdido para aplicar a ellas, sin la presencia de Dios, sin la gracia de Dios, no van a funcionar –da igual lo que pensemos- sin la ayuda de Dios, sin que Dios esté en ellas de nada servirán. Sin aceite la lámpara no se enciende. Si dejamos a Dios fuera de nuestra vida las cosas no funcionan.
Pues, lo queramos o no, nuestra vida no será plena por la falta de problemas, ni porque todo nos vaya bien, ni porque hayamos tenido mucha suerte en los negocios… nuestra vida, solamente será plena, cuando esté en ella la presencia de Dios. Y no sigamos pensando que seremos felices cuando no tengamos dificultades, ni problemas, ni enfermedades… lo seremos cuando esté con nosotros el Señor.

De ahí, los esfuerzos y la estrategia del mundo para quitarnos el aceite. De ahí, que su misión sea tratar de robarnos ese tiempo que dedicamos a Dios con cosas más sugerentes, de impedirnos nuestra comunión con Dios. De quitarnos todo el tiempo que puede… porque sabe bien que podemos tener la mejor lámpara, pero que sin aceite no sirve para nada.
Pues ¿acaso creemos que, a alguien le preocupa las veces que vayamos a la iglesia? Ya podemos ir todas las veces que queramos. ¿Acaso creemos, que le preocupa a alguien, el que pertenezcamos a un montón de grupos, el que hagamos un montón de actividades…? Lo que de verdad preocupa es que nuestra lámpara no tenga aceite, que no tengamos tiempo para estar en la presencia de Dios, porque es –solamente- allí, donde uno puede llenarse de luz, donde uno puede comenzar a resplandecer. Pero, aunque sea reiterado lo repito, no porque seamos “lámparas maravillosas” sino por el aceite que Dios deposita en ellas.

También observamos, que entre los invitados al banquete surgen dificultades. La fe en Jesucristo -que creían tan asentada- ha comenzado a tambalearse al ver que no encontraban en los demás la respuesta que deseaban y van perdiendo la esperanza.

La ayuda que esperaban -por prevención- se les ha negado. Y han comenzado a dudar. Tienen temor a los retos, porque sus lámparas están apagadas y no tienen provisión de aceite. No son capaces de darse cuenta de que cuando no se tiene a Dios, las dudas y los temores prevalecen y la oscuridad asusta, pero nadie puede prestar a otro su relación con Dios.
Dios quiere tener una relación personalizada con cada uno, una relación que necesitamos tener todos los días, teniendo claro que no podemos usar la del vecino, porque la relación con Dios no es algo que se preste, es algo que hay que cultivar, pues cuando la lámpara tiene aceite aparece la luz y como nos dice el evangelista Juan, en el prólogo de su evangelio: La Luz resplandece en las tinieblas.

De ahí, que cuando prendemos nuestra lámpara las tinieblas huyen. De ahí, la insistencia del evangelio a encender las lámparas, porque si vivimos con las lámparas encendidas las tinieblas huirán de nuestra familia, de nuestro matrimonio, de nuestros grupos, de nuestra realidad…

Para no alargarme más, terminaré invitándoos a pedirle al Señor, que nos ayude a ser “Lámparas encendidas” cristianos de los que atraen; de esos que hacen a los demás acercarse a ellos para averiguar qué es lo que les hace vivir de esa manera, de esos que descubres que es Cristo su motor y que también puede ser el de tu vida. De esos que muestran la presencia de Dios en sus vidas, que hacen oración, comulgan, ayudan, se dan, están siempre alegres y sonrientes… pero que además, se esfuerzan por ser cada día mejores personas y mejores cristianos; haciendo sacrificios que nadie nota y renuncias que les fortalecen el alma.

Cristianos de los que hacen el camino con las lámparas encendidas, para dar luz e iluminar a cuantos están a su alrededor, intentando borrar las oscuridades que anidan en algunos corazones.
De los que son capaces de caer de rodillas ante el Señor, para agradecer cuanto han recibido de su bondad: la lámpara, el aceite… la capacidad para sostener la esperanza en las noches oscuras y sin sentido; la fuerza para haber seguido en pie aunque, a veces, el sueño les haya sobrevenido… y, sobre todo, por el impulso que reciben para alimentar la certeza, de que Dios siempre llega para darles el amor y la alegría que les hacen capaces de alimentar su deseo.

Porque al final, aquí está la clave.

El desear ser lámparas encendidas,
en el aceite del encuentro con Dios