Cada tres años, cuando la liturgia nos presenta el ciclo “A”, nos encontramos en el tercer domingo de cuaresma el evangelio de la Samaritana y, año tras año, comentamos el suceso sacando de ello numerosas lecciones de vida.

Pero este año me inquietaba volver a lo mismo, incidir en lo que ya se ha dicho. Me cuestionaba no darle un nuevo giro, ver qué encierra tanta verdad como pregona, mirar a la mujer, pensar cómo se sentiría por dentro, que mociones tendría al dialogar con Jesús… y me daba cuenta de que, quizá lo que el evangelista pretendía con este pasaje, era ponernos frente a nuestra propia realidad, ante nuestra situación.

Así percibía una mujer sin nombre, señalada por su nacionalidad –era samaritana- con un interior lleno de recovecos, ansiosa de bienestar y felicidad a cualquier precio… cargada cada día con su cántaro –repleto de dificultades- pero sin conocer a Dios, sin creer en nada, adorando a dioses falsos y llena de una desesperanza que trataba de ocultar.

Me daba cuenta de que, su vida como la nuestra, era un proceso en el que nada se nos da hecho, nuestro camino es una incógnita por descubrir y, en ese descubrimiento, van apareciendo las necesidades fundamentales de la persona: el ser querida, el ser tenida en cuenta, el no depender de los demás. ..

Aparecen: el frío, el calor, el hambre, la sed…, a y cada uno en particular, no nos queda más remedio que buscar la forma de remediarlas. De ahí que nos encontremos ante una carrera, honda y lenta, que nadie puede hacer por nosotros. Pero también aparecen necesidades más profundas que, como las anteriores, exigen una respuesta personal. Aparece la incertidumbre, el miedo, la indecisión, la duda, la turbación…

Sabemos por experiencia, que muchas veces esas necesidades tratamos de saciarlas por medios inadecuados, en sitios erróneos… y, así vamos intentando saciar nuestra sed, con sorbos de cualquier fuente que se nos vaya presentando.

Es verdad que, quizá en un primer momento, puede parecer que nuestra sed de fama, poder, grandeza, gloria… quedan satisfechas, pero enseguida necesitamos buscar otros “pozos” más hondos, porque nuestra sed ha vuelto a aparecer de nuevo.

Y pasamos, tiempo y tiempo sin admitir que solamente Dios, puede saciar nuestra verdadera sed. Solamente Él puede calmar todas nuestras ansias. Solamente Él puede aplacar todas nuestras aspiraciones… “Nos hiciste, Señor para Ti y nuestro corazón permanecerá inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín)

Es entonces, cuando nos damos cuenta de que, eso mismo es lo que le pasaba a la mujer de Samaria. Un día más, tiene que entrar en la rutina de buscar el agua que necesita para saciar su sed, sin embargo, lo que no podía imaginar, es que ese día iba a ser distinto a todos los anteriores.

Y ahí está, caminando con su cántaro cargado de certezas –como nosotros-, pero sin poderse quitar de encima, el peso de su equivocación, sus caídas, su manera de ceder a lo fácil…  aunque ni siquiera lo sepa.

Ella pensó un día, que Dios era el enemigo que le quitaba su felicidad, su libertad… pensó que, solamente servía para deshacer sus planes… y eso la llevó a separarse de él y buscar la manera de vivir la vida bajo su criterio. Una realidad demasiado frecuente en nuestra sociedad y, posiblemente, incluso entre nosotros mismos.

Pero al contrario de lo que pensaba, en su corazón seguía anidando la tristeza, la soledad, la desazón… y no por lo que no tenía, sino por lo que en realidad ansiaba… dándose cuenta de que, eso que anhelaba, no podía adquirirlo por sí misma e, incluso ni siquiera era capaz de saber expresar como reclamarlo. Situación, que le hace llevar su desdicha de la manera más cómoda y placentera que puede, aunque en lo más profundo de su ser, haya una voz que le alerte de que, por ese camino que va, nunca llegará a la plenitud para la que ha sido creada. Tiene miedo a vivir sin encontrar el sentido y el valor de la vida, pero no es capaz de pararse a pensar, que es precisamente eso, lo que le impide afrontar los acontecimientos que se le van presentando.

Mas, al llegar al pozo, descubre que la persona más impensable la está esperando. La conversación con el desconocido va surgiendo poco a poco y con mucho miramiento, pues ¿acaso un judío podía hablar tranquilamente, con una mujer, -que por si fuera poco el hecho de ser mujer- encima era samaritana?

Sin embargo ella, que al llegar intenta imponer su superioridad sobre Él, porque estaba en desventaja, comienza a darse cuenta de que, esa persona es distinta a las demás. Esa persona con quien habla no la juzga, no la condena. Percibe que, es alguien que conoce toda su vida, que sabe todo sobre ella. Y, comienza a darse cuenta de que, ese que habla con ella, se va revelando, sutilmente, a su corazón.

Pero ahora necesitamos darnos cuenta de que la mujer del pozo somos tú y yo. De que Jesús, nos espera cada día. De que, no nos juzga, ni nos condena y de que conoce lo más íntimo de nosotros mismos.

Es verdad, que nosotros al contrario que la mujer de Samaria, somos católicos, vamos a misa el domingo, rezamos nuestras oraciones, comulgamos… Pero,  eso no nos libera de llevar a cuestas nuestra mochila que cada vez es más pesada. Por lo que, Jesús nos dice también a nosotros, tráeme tu problema, contestando con rapidez ¡no tengo problemas Señor! Has dicho bien, -nos dice- porque, tú eres el problema. Pero llegará el tiempo en que los adoradores, adorarán en espíritu. Y ya no servirán los rituales que nos digan cómo hemos de descargar “el problema”, pues comprenderemos –como la mujer de Samaria- que Dios se revela al corazón.

Hemos llegado a lo nuclear. Es fantástico tener sed de Dios. Es fantástico comprobar que, ha sido esa sed, la que ha puesto de manifiesto el grito del Espíritu en lo más hondo de nuestro ser, para que nos conformemos con una vida mediocre, para que trabajemos por vivir una vida en plenitud.

Realmente sorprende que, esa misma sed, fuese la que resonó en el grito de Jesús en la Cruz. “Tengo sed” (Juan 19, 28)

Acabamos de recibir la respuesta. Nuestra sed, solamente puede encontrar alivio y descanso en Jesús ¡Sólo en Jesús! Ese pobre sediento que sale al encuentro de la mujer samaritana “Si conocieras el Don de Dios…” (Juan 4, 10) “Tú le pedirías y Él te daría…” Porque Jesús sabe que, el Don, siempre conduce al encuentro personal con el Señor, en una comunicación única, pero que afecta a nuestra vida concreta, a nuestra historia y a nuestro aquí y ahora.

 “¡Tengo sed!”

Todos sabemos el esfuerzo tan inmenso que Jesús tuvo que hacer, para decir ¡Tengo sed! Pero creemos que ¿merecía la pena, esforzarse tanto para pronunciar esas “banales” palabras? ¿O acaso, lo que quería decirnos, era mucho más profundo que el pedir algo de beber? ¿De qué podía tener sed Jesús?

Jesús tenía sed de justicia, de comprensión, de redención… Jesús tenía sed de amor. Y, en este momento de la historia, Jesús sigue teniendo sed, en cada uno de los desfavorecidos de la tierra.

Pues, aunque no queramos darnos cuenta de ello, en el siglo XXI, Jesús sigue teniendo sed de comprensión, de misericordia, de calidez, de compasión… Pero Jesús, también tiene sed de que todos nos salvemos, de que vayamos por el camino que conduce a la vida, de que seamos felices… Y en esa sed de Jesús no hay excepciones. Él está muriendo por todas las personas de todos los tiempos: presente, pasado y futuro. En la Cruz no hay “enchufes”, en el corazón de Cristo estamos todos, porque mucho antes que, nuestra adscripción, de pertenecer a una determinada observancia, somos hijoshijos muy queridos- aunque Él sepa muy bien, que muchos no quieren saber nada de esto. Aunque sepa que hoy se pretenden otras cosas, aunque observe que nosotros solamente queremos retazos de bienestar adquirido a cualquier precio.

Jesús no ignora que nosotros queremos tener todo controlado, manejar los hilos de la vida a nuestro antojo y que nos dejen de tonterías que no se ven ni se palpan.

Sin embargo, a pesar de todo, ahí está el mismo Dios amando incondicionalmente y llegando a derramar hasta la última gota de su sangre para salvarnos.

Pero, esto no ha acabado, queda una segunda parte en la que estamos implicados. Y Yo –cada uno prsonalmente-:

  • ¿De qué tengo sed?
  • ¿Tengo sed de Dios?
  • ¿Se habrá sentido Jesús amado por mí?
  • ¿Se sentirá amado por nosotros, personas del siglo XXI?
  • ¿Qué clase de sed tengo?
  • ¿Qué clase de sed tenemos?

Hay un salmo precioso –el Salmo 42- que dice “tengo sed de Dios del Dios vivo ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”

Pero, esto no es lo novedoso. La novedad está en que Jesús, también nos dice: Tengo sed de ti. ¡Cómo tendría que conmoverse nuestro ser al escucharlo! Lo que pasa es, que esto no se predica, no se comparte… es más, si alguna vez se hace referencia a ello cae en el vacío porque a la gente tampoco le interesa mucho. Nuestros parámetros son distinto, nosotros decimos voy a misa porque necesito comulgar; pero nunca decimos “voy a misa porque Jesús necesita de mí, me ha elegido –por pura gracia- para que colabore en su proyecto”

Esto no me resta un ápice, para saber que, el que necesito de Dios soy yo, pero es un gran regalo el que Él haya querido necesitar de mí. De mi persona concreta y no porque sea “buenísimo”, sino porque Él acoge a mediocres y pecadores…  Lo hemos visto más veces: ¿Que tenéis en la bolsa? Este muchacho tiene cinco panes y dos peces ¡Sacadlos! ¿Para qué quería aquella nimiedad para hacer un milagro tan sorprendente? Porque Dios cuenta con nosotros para hacer su obra.

Por eso, si creyéramos de verdad que Dios existe, si creyésemos de verdad que en el sagrario y en la Eucaristía hay un ser vivo que tiene un corazón de carne que está latiendo por nosotros, todo esto sobraría pues nuestra respuesta sería totalmente diferente, lo que pasa es que, en lo más profundo de nuestro ser, en nuestro fondo nos falta la fe.

De ahí que, hoy caigamos de rodillas, ante el Señor, para decirle:

Tú habías dicho “El que tenga sed, que venga a mí y beba…” Y yo, hoy, quiero decirte que: ¡tengo sed!

¡Tengo sed de Ti, Señor!

Y quiero llegar a tu fuente porque:

Me he convencido de que otras fuentes no me satisfacen.

Porque, he visto mi pobreza y busco, el agua que se ofrece sin cobrar.

Porque, necesito ese agua, que apaga la sed para siempre.

Porque quiero que seas Tú el que me des de beber.

Y porque… ciertamente, ¡Tengo sed de Ti, Señor!