CON OJOS LIMPIOS

Por Julia Merodio

La Navidad, el adviento, la vida y tu inspiración,  

tendrán el mismo color que tenga tu corazón.

 

LA IMPORTANCIA DE SABER MIRAR

Esta tercera semana de Adviento el profeta, que gritaba en el desierto, ha desaparecido, sus contemporáneos, no han sido capaces de ver lo que escondía su corazón y, por más que ha gritado, su oído endurecido, sólo percibía una actitud molesta que delataba demasiado, tanto que, no han parado hasta verlo encarcelado.

JUAN EN LA CÁRCEL

Con Juan en la cárcel, en aquellos corazones endurecidos, se ha instalado la seguridad, sin él todo será más fácil, eso de que haya gente entrometida es un fastidio.

Sin embargo hay realidades que nadie puede manipular. Las grandes dádivas de la vida: los pensamientos, sentimientos, opciones, vocación… son exclusivos de la persona que los posee y, solamente ella, tiene poder sobre su realización.

 

EL ANUNCIADO Y EL ANUNCIANTE

De ahí, que pronto falle el convencimiento y la estabilidad de aquella gente tan incauta. No han sido capaces de prever que podría entra en juego un nuevo personaje que, para su sorpresa ha llegado y ha tomado un protagonismo indiscutible. ¡Parece alguien importante!

Ante sus ojos cansados de tanto mirar, llega Él para demostrarles y demostrarnos que las obras de Dios son, realmente, imprevisibles y que muchos encontramos dificultad para verlas, ya que sólo los de mirada limpia y ojos nuevos podrán divisarlas.

Hasta la cárcel, donde Juan se encuentra preso, llegan los comentarios de ese protagonista que hace obras admirables pero, al contrario de los que comentan y opinan sin preguntar, Juan va de frente y manda, a los suyos, a preguntarle quien es.

Jesús no oculta su identidad, más no les da su número de identificación fiscal, ni la dirección de un lujoso hotel de la ciudad. Jesús les dice: “Id y decid a Juan: los ciegos ven, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios…”

Juan no muestra dificultad para entender, no necesita escuchar nada más, una compasión de tal calado solamente puede poseerla: el “que se ciñe la cintura con el cinturón de la justicia y no juzga por apariencias” Él que es capaz de ver, lo que se desenvuelve en el corazón humano, el que tiene poder para sanar y redimir… El que, realmente es: el Mesías al que él anuncia.

Momento de Oración

Llegamos al encuentro con el Señor. Ya nos resulta familiar estar a su lado, mirarle, escucharle…

Así, en este momento, le miramos en silencio. Le miramos hasta darnos cuenta de lo que en realidad supone mirar a alguien al que amamos.

Y lo hacemos así, porque hoy vamos a pedirle que nos enseñe a mirar, que limpie nuestra mirada, que nos ayude a mirar con ojos compasivos y que, cuando no seamos capaces de mirar así, nos preste Sus ojos para poder hacerlo.

Al cerrar los ojos, voy comprobando como todo se aquieta y, al mirar con ojos limpios, mi corazón se abre a la inmensidad.

A medida que mi amor se abre a la compasión disfruto de un amor y consuelo profundos.

Cuando quiero ser consolada ya no necesito buscar personas que me fortalezcan, me basta recordar que soy una con el Señor y con todo lo que me rodea, -regalo de su amor-.

Eso me dará la seguridad de que, la mejor respuesta será evidente para mí y me pondré junto a María, madre y consuelo de los que lo pasan mal. A ella le diremos una vez más: Consoladora de los afligidos: Vuelve a traernos la salvación que tanto anhela la gente de hoy.

Y, cada día, de adviento me tomaré tiempo para tranquilizarme y orar, ya que, es en el silencio, donde mejor se siente el consuelo del Dios bondadoso, al que contemplamos llegar.

LA HUMANIDAD HECHA VIDA

En aquel, primer adviento de la historia, María y José, ajenos a todo aquello que estaba pasando, siguen su vida con normalidad; ellos lo mismo que nosotros no tienen realidades palpables.

María está embarazada y nada de lo que dijo el Ángel parece suceder. Su embarazo es igual al de cualquier joven de su época y en su vida no hay ni emisarios, ni enviados para darle instrucciones de lo que se avecina y, mucho menos, milagros que hagan más fácil su realidad.

Pero una cosa es cierta. El fruto de sus entrañas es real y la certeza de que está en su seno no ofrece ninguna duda. A ella nada de esto le sorprende, sabe mucho sobre el “esperado de los pueblos” ha escuchado la lectura del profeta Isaías y tiembla de gozo al interiorizar tanta grandeza.

Su corazón intuye que, el Salvador anunciado será tal y como el profeta describe. Alguien grande, de mirada limpia y renovada. Alguien compasivo capaz de “fortalecer las manos débiles y robustecer las rodillas vacilantes” Alguien capaz, de decir a los abatidos ¡Sed fuertes, no temáis! De decir, a los que tienen el corazón cansado: ¡Adelante que Dios os acompaña! De gritar a todos los que se odian: Que Dios es Padre y los ama.

Por eso esta semana toma, también protagonismo la alegría; porque la compasión y la alegría caminan unidas. Si hasta ahora hemos venido hablando de esperar al Salvador, en esta semana se da un paso más para llevarnos al encuentro con su misericordia, algo imprescindible para poder convertirnos en mediadores de esperanza, tanto con nuestros actos como con nuestras actitudes, tanto con nuestras obras como con nuestro testimonio de vida.

Ya que cuando somos capaces de mirar, con esa mirada con la que mira Jesús, nuestro ser se hace receptivo al gozo del descubrimiento.

Pero esto no gusta demasiado, a nuestra sociedad de hoy, la gente se suele poner muy nerviosa ante los descubrimientos que van apareciendo en al vida. Esta cerrada a la sorpresa y al misterio.

También nosotros nos descubrimos insertos en esa apatía. Cuántas veces hemos dicho: ¡Qué me van a decir a mí que no sepa, a mis años, con lo que llevo vivido, con tantos sucesos como me han pasado en mi existencia…! Y, así, casi sin darnos cuenta, nos vamos quedando pequeños y raquíticos; miopes y sordos… replegados en nosotros mismos y con miedo de mirar al horizonte.

Fue, el mismo Jesús, el que nos lo dijo: ¡Buscad la grandeza, de haceros como niños! Jesús sabía que los niños se sienten fascinados por la vida. Se maravillan ante cualquier resquicio de la naturaleza, tocan todo para poder sentirlo, disfrutan de cada aventura, de cada hallazgo… para ellos todo es nuevo y atractivo, tienen una manera maravillosa de vivir.

Los niños no tienen sentido del ridículo, se dejan tocar los ojos, poner barro en ellos… lo mismo que el ciego del evangelio; son capaces “de bañarse en el Jordan” sin miedo al qué dirán, como los leprosos que nos presenta Jesús… Y como ellos sus ojos se abren, su carne se limpia, su alma se purifica… Son beneficiarios de la misericordia de Dios.

Más, nos sólo ellos, personas mayores pasan por esta experiencia, su valentía para abandonarse en el Señor los llevó a acoger la vida y el misterio… Los llevó a encontrarse con el Salvador.

Momento de Oración.

Volvemos a silenciar nuestro interior. Echamos un vistazo a la realidad que nos rodea. Tomamos conciencia de que, en este momento de la historia tenemos una gran necesidad de que alguien se apiade de nosotros.

¡Tantas murallas, -de desigualdad-, esperando ser derribadas! ¡Tantos obstáculos, de entendimiento, que suprimir! ¡Tantas pendientes, -de querer sobresalir-, que bajar! ¡Tantos caminos torcidos, -que nos llevan por la senda del mal-, que enderezar!

Yo creo que, en este momento de la historia, Dios sigue conmovido de nuestra situación; por eso quiere venir de nuevo a repetirnos su grito: “Consolad, consolad a mi pueblo” Llevad a todos los rincones de la tierra un mensaje de consuelo; haced que llegue, hasta lo más profundo de cada ser, para que le infunda ánimo y coraje. No demos por conocido ese grito de Dios. ¡Oigámoslo de nuevo!

Decid a todos con fuerza: ¡Dios está conmovido de vuestra situación! Pero, su gran corazón de Padre, no quiere castigar vuestro desamor, sino pediros un arrepentimiento profundo.

Así, en silencio, ante el Señor, traigamos a nuestra mente al mundo de hoy, veamos como necesita ser consolado de tantas desdichas y tantas desgracias como le asolan: paro, soledad, accidentes, atracos, terrorismo…

Después, tomemos conciencia de cómo necesitamos, sin pérdida de tiempo, descubrir la ternura de Dios: su amor, su paciencia, su dulzura, su acogida, su misericordia…

Necesitamos dejar que nos tome en sus brazos; necesitamos que nos ayude a reconocer tantas heridas, como nos producen esos desvíos y esa falta de criterio.

Necesitamos pararnos a saborear, esa ternura de Dios, que nos ayuda a establecer  un mundo más: pacífico, más humano, más fraterno…

Veamos, como Dios viene, de nuevo, a encontrarse con nosotros, en este Adviento. Acerquémonos a Él; pidámosle que haga nuestro corazón compasivo como el suyo. Capaz de:

–       Compadecer a los necesitados.

–       Llevar alegría, a los que se han instalado en la tristeza.

–       Escuchar con cariño, a los que nadie escucha, porque resultan incómodos.

–       Reconquistar, esas situaciones, que habíamos dejado como imposibles.

–       Y mostrar, a cuantos se crucen en nuestro camino, que la Ternura de Dios llega, para inundar la tierra.